Gerardo Fernández era un niño de doce años que, en alguna escuela pública de Tlalnepantla, escondía la ausencia del padre en la máscara de la rebeldía. La razón nunca le importó y eso que era un tipo inteligente. Debía sobresalir para que su madre y su abuela estuvieran orgullosas de él, aunque ello implicara ser agresivo. “Yo no tengo amigos”, decía, “sólo compañeros”. Por ello desde entonces se le conoció como “El compañero Fernández Ponzoña”, también en alusión a su destreza para insultar a los demás y su finura para esquivar el pleito que él mismo había provocado.
En esos tiempos Gerardito habría muerto de pena si los demás se hubieran enterado de que, en realidad, era dedicado a sus tareas, leía a Julio Verne y a otros escritores de ciencia ficción. Incluso en el futuro se veía como vendedor de libros en La Lagunilla del Distrito Federal. Pero él no quería mostrar nada que pudiera significar debilidad, jamás abdicaría frente a la orfandad paterna. La fortaleza, según él, estaba en las peloteras que fuera capaz de armar, primero en la escuela y luego como líder político contra la injusticia. Eso fue lo que hizo en la Universidad Autónoma Metropolitana de Azcapotzalco y eso fue lo que comenzó a hacer desde 1995 cuando encabezó la Asamblea Ciudadana en Defensa de los Deudores de la Banca. El problema, sin embargo, es que siempre llevó consigo el afán del pleito para procesar las diferencias como si, en realidad, lo que menos le importara fuera solucionar los conflictos.
“Fernández Ponzoña” leyó más de lo que hubiera querido, de ahí su indudable elocuencia. Libros de literatura y política y hasta cómics. En un instante de liberación íntima, en su adolescencia tardía difundió que le gustaba Mickey Mouse, icono del imperialismo yanquí que él, como sociólogo aliado del pueblo, debía odiar. Ya en la madurez vendió libros en los mismos terruños que proyecto en su infancia pero a final de cuentas, el personaje que él se había creado lo desdibujó. En uno de sus viajes al extranjero él mismo cayó en la cuenta de lo que estaba pasando, en el Museo Nacional del Prado, en Madrid, cuando quedó impávido frente al cuadro de Francisco de Goya: “Saturno devorando a su hijo” y comprendió que la ausencia del padre lo seguía acompañando hasta acabar con él. Es probable que su abuela y su madre sintieran lo mismo cuando lo oían insultar a viejos y mujeres o cuando un grupo de policías lo cargó como costal de papas, con los pantalones vencidos y el rostro desamparado esperando alguna caricia del padre.
Ya era inevitable. Gerardo tenía inoculada la ponzoña. Lo comprendió a los 64 años de edad, después de haber dicho que un presidente era alcohólico sin ser verdad, cuando alentó a los disturbios sociales por el precio de la gasolina o cuando dejó de pagar impuestos como forma de protesta. Ese fue un momento crucial en su vida y así lo vivió frente a la imponente Torre Eiffel a la que llegó en asientos de primera clase como defensor de un gobierno austero. Optó por la camorra y los vientos le fueron favorables: la rebeldía ya no era lo que fue, canto por la paz, gargantas unidas contra la guerra y la represión. Ahora la rebeldía se asocia con el resentimiento y la aniquilación de quien opine distinto porque de inmediato se convierte en enemigo.
Desde entonces, Gerardo “Ponzoña” tiene un sueño recurrente del que despierta angustiado y sudoroso. Lo protagoniza junto con el único hombre al que él ha elogiado en su vida. “El compañero presidente” va caminando entre las salutaciones de decenas de personas que darían la vida por estrechar su mano y él, como parte de ese culto a la personalidad, espera su turno. Pero su mano quedó en el aire, sin otra que la estrechara. El diputado “Ponzoña” permaneció sonriendo como una máscara de teatro que empieza a deshacerse hasta que él despierta y, como si fuera un niño de 12 años, llora sin consuelo.