El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, recientemente volvió a poner sobre el tapete de la discusión un viejo tema filosófico y jurídico: la oposición entre la justicia y la ley, diciendo que habría que privilegiar a la primera sobre la segunda. En este sentido, el presidente se coloca a sí mismo como un justiciero, es decir, un individuo que hace justicia sin reparar en los estrictos lineamientos de la ley. Se insinúa, inclusive, que la legalidad sería un obstáculo para llevar “la justicia al pueblo”. Más allá de que la palabra ‘justicia’ entraña desde tiempo inmemorial múltiples significados y que el propio presidente deja a las audiencias (las suyas, incondicionales, y las adversas, críticas) la tarea de cómo debe entenderse en su discurso el alcance del término (la ambigüedad juega aquí un papel eminentemente político), lo cierto es que él se descoloca del lugar de un presidente, en tanto que titular del Ejecutivo federal –según su definición legal y constitucional–, para adoptar en cambio un papel –ideológico– de justiciador social. De esta manera, el presidente mexicano se coloca en el lugar de “La Ley del Corazón”, según estableció Hegel.
En la Fenomenología del Espíritu, Hegel destacó la figura de ese momento del desarrollo de conocimiento humano sobre sí mismo donde se asume una suerte de ley que no tiene que ver con las normas, sean legales o éticas, sino con la certeza personalísima de que hay deberes que responden exclusivamente al sentimiento, puesto que existe “una experiencia interna de lo justo, bueno y religioso. Juzgamos mediante nuestro corazón o sentimiento que algo de esas maneras de actuar es bueno o malo” (Propedéutica filosófica, p. 17).
La ley del corazón surge por la conciencia de que existe la opresión y la injusticia en el mundo y que tales anomalías son exactamente contrarias a la ley del corazón; son lacras que generan violencia y deshumanización. Ante estas circunstancias, emerge una conciencia de indignación y rebelión, la indagación y la rebelión del héroe romántico, del guerrillero, del justiciero sin límites. Surge como una posición individualista –lo que yo creo es correcto y justo–, pero con un énfasis que no es egoísta sino generoso. La ley que salvará al mundo es la ley que anida en el corazón y nada ni nadie podrá derogarla. No es una ley natural ni social y opera como la fe, aunque va más allá de la simple creencia.
En efecto, la fe es una creencia que se sostiene aun contra toda evidencia. De modo análogo, las creencias del corazón son así porque así se sienten y se perciben al hacer vibrar fibras íntimas; son certezas incuestionables. Lo que es bueno para uno debe ser buenos para todos. Por eso Hegel señala que se vive realmente como una ley, o sea, que no es una simple creencia de una persona en particular, sino una creencia que se supone universal. Si no fuera universal, ¿cómo podría no ser una certeza indubitable? No obstante, tarde o temprano se enfrenta la oposición de sentimientos similares aunque distintos y opuestos, pues no todos comparten la visión del justiciador. Siempre habrá otro que ponga en tela de juicio una visión particular.
Por la pretendida universalidad (el justiciero cree que todos deben guardar en su intimidad la misma disposición), el individuo actúa asumiendo sinceramente que lo que hace debe ser, según su corazón. Pero entonces falla porque contradice cualquier “orden universal, pues sus actos deben ser de su propio corazón singular, y no una realidad universal libre” (Fenomenología, p.220).
Por eso, advierte Hegel, la ley del corazón encuentra límites al experimentar “resistencia por parte de otros”, ya que entonces la ley de uno “contradice a las leyes también singulares” de los diversos corazones (Fenomenología, p.223). En tal caso surge “una lucha de todos contra todos”, en la que cada uno trata de hacer valer su propia ley. Lo cual necesariamente propicia las pugnas en la sociedad.
“Las palpitaciones del corazón por el bien de la humanidad se transforman, así, en la furia de la infatuación demencial” (ídem. 222). El mismo corazón que pretende ser único por ser el más justo, es “el causante de esta inversión y esta locura”. Por consiguiente, el proceso lleva una reacción completamente disruptiva, que Hegel ubica del lado de la locura, de lo disparatado, de la reacción del engreído que no escucha ninguna razón sino sólo su corazón. Hegel no se sorprende que se llegue a esta consecuencia pues la propia expresión ‘ley del corazón’ supone una contradicción, ya que el corazón se refiere a los sentimientos, y por ende a lo particular, en tanto que la ley tiene que ser universal (quizá los juristas prefieran hablar de que la ley es general).
Y es que la ley del corazón se torna en una suerte de venganza, manejada por “fanáticos” que buscan humillar a los otros porque no se someten al corazón verdadero y auténtico. Esto equivale a sostener una lucha de un nosotros frente a unos otros, ellos, porque nosotros sabemos –en nuestro corazón– que nuestra justicia es la correcta, que es la única, porque los sentimientos de los otros están contaminados por intereses espurios, borboteando en corazones impuros. Imponer una ley del corazón implica denegar de cualquier otra. De manera que la idea de justicia, cuando se quiere que sea como un sentimiento universal, enfrenta el terreno de la ley positiva, la que es pública y producto de procesos legislativos, constituyendo el único criterio no subjetivo para procurar y administrar la justicia.
La idea de una justicia por encima de la ley es una invitación a que la población deje de cumplir las leyes cada vez que se consideren injustas. Las leyes cambian, se modifican, se enriquecen, se derogan; la idea de justicia está sometida a diferencias individuales, como pasa en la ley del corazón.
El precio de sostener que la justicia está por encima de cualquier ley positiva, sería para Hegel la locura de la infatuación. El Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales, define la infatuación como la acción y efecto de ponerse fatuo, engreído. “En la infatuación, el fatuo tiene una desmedida conciencia de su propia valía y un correlativo desprecio por los demás”.
Los calificativos denostativos que día con día profiere el presidente López Obrador contra adversarios supuestos, no corresponden a la actitud de un jefe de Estado, quien tiene entre sus obligaciones legales la protección y defensa de los Derechos Humanos de la población. Muchas veces en él se ven y escuchan conductas propias de un ciudadano defendiendo su individualidad, lo cual contradice su carácter de mandatario, quien debe hacer todo aquello que la ley le ordena como servidor público que es.
Un presidente no es un ser imaginario sino un ente jurídico, establecido por la Constitución, la cual define expresamente sus facultades y obligaciones. Querer escapar a esta condición es instalarse en la posición infatuada. Un presidente no es un justiciero y un justiciero no es un servidor público, por más que el peso político lleve a la tentación de invertir los papeles. (El ‘Ché’ Guevara abandonó su puesto como Ministro de Economía en Cuba para volver a la guerrilla en Bolivia.)
La discrepancia entre justicia y ley que expresa el presidente probablemente tenga su origen en la formación cívica que escuchó de los labios de Carlos Pellicer, un poeta forjado en el yunque de ideas cristianas a la manera de León Tolstoi. Pellicer impulsó la carrera política de López Obrador.
Cuando se quiere imponer la moralización de la política (como lo es el recurso constante al tópico de la corrupción) se termina invirtiendo los términos y se acaba en la politización de la moral, como señala Zizek en su libro El espinoso sujeto. Eso equivale a intentar convertir el reino de la subjetividad –lo particular– en lo universal del delirio del corazón.
Presentar la ley y la justicia como esferas separadas, donde la segunda tiene más peso que la primera, es una contradicción para quien está constreñido a comportarse públicamente dentro de la legalidad y no de acuerdo un abstracto sentimiento justiciero.