A Eduardo Parra Ramírez, por su amistad y magisterio
La literatura es tan vasta que cualquier afirmación, por insensata que parezca, puede convertirse en posibilidad literaria, si no fuera así no existirían monumentos escritos basados en la insignificancia, en lo absurdo, en la superficialidad o en el patetismo. Por otra parte, si no fuera por la amplitud que admite la literatura no sería posible que la ruptura, la novedad o la transgresión de lo canónico fueran materia prima de obras perdurables, frente a la multitud de escritura ortodoxa que se ajusta a los modelos del momento, pero no a la preceptiva de la inmortalidad.
Las obras eternas establecen sus propias reglas en flagrante violación del ordenamiento jurídico de la literatura tradicional. En ese ámbito de lo reactivo, la obra literaria puede ser un ejercicio de lo concreto, pero también de lo difuso y, alternativamente, de lo personal o de lo imaginario.
Escritores como Gustave Flaubert o Milan Kundera le apuestan a la desaparición del escritor, a su transformación en espectro al momento que se escribe, pues lo relevante, según ellos, está en retratar universos imaginarios en los que no quede rastro humano del autor, y cualquiera que se acerque al libro pueda ser el personaje principal o su antagonista, al apropiarse de una realidad que podría ser la suya o la del vecino, pero jamás la de quien escribe, personaje que elige el escapismo y la disolución frente a la realidad del ser concreto que cuenta su vida en una novela.
A pesar de esa idea, un postulado igualmente presente es el de quienes consideran que la escritura, en cualquiera de sus formas, supone hablar del sí mismo y, toda historia es, sin excepción, una narración personal con variaciones imaginarias y apostillas de ficción, que tienen su punto de partida en la vida privada de quien escribe. En ese plano se afirma que la realidad nunca es un reflejo fiel de un suceso sino su relato desde la mirada de quien lo cuenta, de modo que la indagación literaria es una prístina expresión del sí mismo, aun en contra de la voluntad del escritor, que niega a través de la ficción o de la imaginación a reconocerse en la escritura o a dejar una huella personal en lo que escribe.
Tal vez por ello se ha cuestionado a Gustave Flaubert y su intención de desaparecer en la obra literaria, al describir la suma flaubertiana a través de una expresión implacable: bovarysmo, ya que con ella se desmiente el anonimato, el ánimo de disolvencia, y se deletrea la inevitable personalidad del autor frente a su creación, haciéndola una consecuencia de su personalidad –hijo o hija problemática, según explica György Lukács– que habilita a hablar de sí mismo o de los demás, sin caer en la tentación de ser predecible.
El deseo de convertir la vida cotidiana en literatura supone salirse de las reglas de la escritura convencional y hacer de la vivencia del día a día una historia digna de contarse, o bien, de convertir al hombre insignificante –léase Oblómov, por ejemplo– en un laboratorio de la intimidad o en una forma de narración que traza la metafísica del ser individual a través de la confesión, de modo que la palabra traslada al ser inferior al ámbito de la superioridad estética al hacerlo portador de un mensaje o de una noticia, cuya mención (escritura) merece la pena una escucha atenta.
Esta intención de perpetuar la vida privada a través de la escritura literaria puede imaginarse como una de tantas búsquedas, acaso infructuosas, que ha llevado a cabo el hombre a lo largo de los años para anclarse a la inmortalidad, igual que el doble se ha erigido como una figura que, a través de lo sobre natural, explica la imposibilidad de morir a otro hombre que acepta su desaparición física, pero no la espiritual, y se imagina la semilla emotiva que se plantará en el cuerpo de alguien que jamás morirá, sino que se regenerará generacionalmente en otro ser que, a su vez, también se negará a desaparecer y así… hasta el fin de los tiempos.
Es acaso la formación de ese espectro al que alude Flaubert cuando habla de la desaparición del autor, en la medida que el escritor deja de ser cuerpo, imagen, y se convierte en ser de palabras, pues de él ya no importa su apariencia física, o su complexión, menos aún saber quién es para reconocer sus antecedentes personales y datos biográficos, pues la escritura lo convierte en un ser viviente que camina de forma independiente a su sombra, o en alguien que desconoce que es su sombra quien lo escribe y lo transforma en un complejo aglutinado de letras, párrafos y sangrías y no de piel, huesos, cartílagos y sangre.
La escritura del sí mismo (del yo) se ha querido vestir con el apelativo de autobiografía o de memoria personal de quien la escribe, pasando por alto que ese relato no necesariamente supone el reporte puntual de un momento, de una suma de instantes o de la vida misma de quien escribe, sino una interpretación propia y arbitraria –literaria– de esa vida, que tiene como destino los párrafos de un libro, pero que definitivamente sale del ámbito de la descripción, del relato exacto y objetivo de la realidad personal, para asumir las forma libre de la literatura para contar una historia, azarosamente propia, pero, también, inevitablemente ajena y, en ese trayecto de transformación, universal.