Salvo para quienes participan de la visión maniquea y simplista de López Obrador sobre la realidad mexicana actual, es claro que el embate contra el Poder Judicial tiene motivos no confesables, que poco tienen que ver con los argumentos oficiales.
Ya han aclarado los ministros que los 13 fideicomisos a desaparecer no tienen nada que ver con las prestaciones y salarios de los propios miembros de la Corte, y que en cambio afectarán a miles de trabajadores.
Desde luego se afectan derechos básicos y se violenta la Constitución. Evidentemente, dicho embate difícilmente estaría ocurriendo de haber quedado en la presidencia de la Corte la servil ministra Yazmín Esquivel, del mismo modo que no ocurrió mientras el condescendiente Arturo Zaldívar estuvo al frente de ese poder.
Los propósitos reales de Amlo pueden inferirse como los siguientes:
1- Venganza a la Corte por no aprobar las leyes secundarias propuestas por el presidente pero que violentaban la Constitución, y de ahí su rechazo.
2- Debilitar al Poder Judicial en su conjunto, como parte de la estrategia de concentración del poder en el Ejecutivo, lo cual es parte del programa bolivariano establecido en el Foro de Sao Paulo, al que Morena pertenece.
3- Recabar dinero para las distintas prioridades de Amlo, desde terminar sus obras faraónicas, alimentar los programas sociales con fines electorales o disponer de recursos para contribuir al triunfo de su partido en 2024.
4- Finalmente, hay un motivo estrictamente propagandístico en toda esta ópera bufa. Sabe Amlo – y así lo ha dicho – que la ley aprobada por sus peones en el Congreso generará múltiples litigios legales, desde amparos hasta una controversia de inconstitucionalidad que, de llegar a la Corte, probablemente echará abajo esta ley anti Poder Judicial.
En tal caso, Amlo sufriría una nueva derrota legal, pero al mismo tiempo le dará nuevos elementos para continuar su acción propagandística a favor de su partido y candidata presidencial; dirá que tanto los amparos como la eventual decisión de la Corte de echar abajo esta ley le dan la razón en aquello de que ese poder, el Judicial, está podrido, que los ministros defienden sus elevados privilegios y los de sus agremiados.
Y que precisamente por eso, se requiere una reforma constitucional de fondo que permita limpiar a ese sucio poder (cuya negrura contrasta con lo límpido de los poderes Legislativo y Ejecutivo, ya inmaculados a partir de 2018), y por tanto avanzar significativamente en el combate al despilfarro, la “casta dorada” en ese poder y la corrupción rampante.
Para lo cual se enarbola el llamado Plan C; obtener la mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso, lo que le permitirá al Ejecutivo (que se pretende siga siendo de Morena) cambiar la Carta Magna a modo.
Podría no sólo aplicar las reformas que se proponen para el Poder Judicial sino modificar sustancialmente la arquitectura democrática que con dificultad se ha venido construyendo en tres décadas (y que no culmina aún).
Podría desaparecerse al INAI, como lo ha propuesto Amlo, y pasar las funciones de la Auditoría Superior de la Federación a la Secretaría de la Función Pública, como también se ha dicho (con lo cual, el Ejecutivo sería juez y parte en ese renglón).
Igualmente podría modificarse la estructura del INE y del TEPJF, de modo que quedaran subordinados a la voluntad presidencial (o incluso pasar sus funciones a otras instituciones, por ejemplo Gobernación otra vez).
Un partido gobernante que dispone de mayoría calificada en el Congreso (con su coalición) en automático puede considerársele nuevamente como un partido hegemónico, como lo fue claramente el PRI hasta 1988 (a partir de esa fecha empezó a perder su hegemonía, lo que ocurrió por completo en 1997, y desde luego eso se reflejó en 2000). El Plan C pretende un regreso político de 50 años.