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Por la tarde se dio cuenta que el espejo se había curvado y mostraba su figura totalmente deforme. No era la primera vez que lo hacía; muchas veces debí voltearlo hacia la pared, pero la llenaba de tanta luz que el muro y también los castillos, comenzaban a crujir y luego durante días se transparentaban lo que además de incómodo me había ganado fama de indecente. Esa tarde me propuse ignorarlo, después de todo así eran de inoportunos todos los espejos. Ni pensar en taparlo con un lienzo, porque podría engullirlo de un solo reflejo. Me di la vuelta como si no notara la imagen convexa y el brillo negruzco que había tomado el azogue. Esa era la única cualidad de ese espejo. Era cristal y había sido cuidadosamente azogado con mercurio químicamente puro. Sin embargo eso hacía que siguiera en tránsitos al Sol y cuando en el cambio de occidental a oriental o viceversa, se eclipsaba, se ponía de un humor terrible y le daba por asomar por la ventana y centrar reflejos de sol en los ojos de los pobres peatones que tuvieran la mala fortuna de cruzarse por la acera en tales fechas. Más de uno, debo confesarlo, subió hasta la puerta del departamento para reclamar groseramente y ninguno creía que el espejo era quien se tomaba esas libertades de cegar con los reflejos y pensaban, obvio, que era yo el responsable. “Eres un idiota y la vas a pagar”, dijo una vez un gigantón obeso con aspecto de cosaco, con un puño descomunal en ristre. Esa vez, debo confesarlo, el espejo se portó como una luna de gran calidad y comenzó a reflejarle los ojos al tiempo que chirriaba escalofriantemente. El pobre tipo tardó más en soltarme la camisa que en dar dos brincos para bajar la escalera y tal ha sido el susto que desde entonces se sabe que rodea hasta la calle cuatro para no enfrentar la ira del espejo. Aquí es donde debo confesar mi miedo: Él ha tenido ganas de desmembrarme. Mire, este dedo que se ve cortado, él lo hizo. Pero así son todos los espejos, usted lo sabe.

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