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viernes 20 septiembre 2024

El fantasma de Leo Messi

por Articulista invitado

Rodolfo E. Lezama

No se puede recuperar lo perdido. Lo inevitable sucede igual que la destrucción se engendra, en pequeños actos simples y continúa su efecto devastador hasta que la ruina es la única presencia. Una mujer decepcionada, un hijo olvidado, un departamento casi vacío en el que sólo sobrevive la luz infatigable del televisor y la música que anuncia el derrumbe o el inicio del noticiero deportivo: acordes de fondo de la fatalidad de los últimos tres años.

En ese tiempo, la programación deportiva que se transmitía en la pantalla de plasma de la sala de descanso del viejo departamento familiar adquirió la calidad de palabra divina y, los doce diferentes comentaristas que aparecían en programas casi idénticos a lo largo del día trasladaron su faz cubierta de maquillaje nacarado a la de apóstoles del cristianismo primitivo, mientras mi ex mujer y mi hijo asimilaron en sus rostros los rasgos faciales de Lázaro, el muerto viviente que después de resucitar recuperó una escasa movilidad y un irrevocable silencio.

Antes de que el futbol ocupara cada uno de los espacios de la vida cotidiana, mi atención se concentraba en pasatiempos inofensivos: un trago ocasional con los amigos, alguna aventura de bar una noche afortunada y largas partidas de dominó cada quincena con excompañeros de la universidad. La monotonía era el estigma del destino. Esa constante se fortaleció al momento que no pude abandonar la televisión ni los programas de futbol y, de un momento a otro, todos los espacios vitales estuvieron llenos por una afición que llegó sin previo aviso, bajo la apariencia de una pantalla refulgente de televisor, que transmitía sin descanso los partidos y el comentario posterior, la barra matutina, vespertina y nocturna de debate futbolero, las repeticiones y documentales de los juegos históricos, hasta que todo se convirtió en una consecuencia del balón pie y el monitor de plasma en el objeto de una suerte de vouyerismo que perseguía una forma redonda.

La obsesión de estar pendiente del deporte televisivo desapareció todo lo demás: las responsabilidades de pareja, la idea de solidaridad o de familia, de amor o compañerismo. Sólo me sentía feliz al desconectarme de todo y enchufarme a la obsesión como una clavija de pared. Así, mi memoria se inundó de imágenes futbolísticas, de íconos ancestrales del balón pie y de rostros asociados a la novedad y al juego canterano. La afición rebasó, entonces, su naturaleza de pasatiempo y se convirtió en un modo de vida. Los trajes de dos piezas de oficinista dejaron el lugar en el armario a los diseños originales de camisetas de equipos europeos. Opté por coleccionar cajas de cereal que apilaba en las esquinas del desayunador sólo para conservar las ilustraciones de futbolistas retratados al reverso. Lo mismo ocurrió con las navajas y la crema de afeitar, el desodorante, las bebidas energéticas, las latas de refresco, las barras dietéticas y la cerveza sin alcohol. El canal porno que solía ver a escondidas de mi ex mujer cedió su espacio en la guía televisiva a paquetes de transmisión de la liga inglesa, española e italiana y el dinero destinado a pagar cuentas llenó los bolsillos de los dueños de la cadena de cable. Al grado que la masturbación secreta que me proporcionaba el soft porno de la televisión se convirtió en una alienación futbolera de veinticuatro horas y el desempleo en un reflejo de la obsesión.

Mi gusto por el juego europeo inició un mal día sin que interviniera para ello la voluntad, y después ya nada volvió a la normalidad, igual que en aquella anécdota en la que un personaje de novela inhala por casualidad un polvillo de cocaína disperso en el aire y después ya no queda para él sino la vida de un adicto y una estampa novelesca del siglo XIX como testimonio.

Lo curioso de la situación fue la sorpresa. Antes del enganche con el fútbol me parecía un pasatiempo insulso: para retardados y, ahora, no puedo más que disculparme como lo hace el asiduo a AA. Mi memoria no retiene un instante antes del acontecimiento terrible en que mi gusto por el balón pie se manifestó como realidad, cual si todo hubiese desaparecido. 

Mi vida empezó y termina en el momento en que la forma esférica televisada se convirtió en el único objeto del deseo. Sólo un recuerdo de la infancia recupera un poco de mi existencia previa. Un sábado de noviembre en la escuela religiosa jugué futbol porque no se completó el equipo sabatino y el padre de uno de los chicos, que decidió convertirse en director técnico de la escuadra, me incorporó como defensa. Los que no sabíamos jugar siempre éramos defensas. Al final no fui tan malo como pensé. El flamante técnico, de hecho, reconoció mi esfuerzo diciendo frente a los demás que yo corría por la cancha de modo incansable y estaba en todas partes. Ese halago concluyó al momento que decidió sacarme del campo porque mi falta de práctica me hizo fallar un gol cantado frente a portería.

La resaca de esa memoria infantil adquirió densidad al momento que llegó a mi mente una presencia del pasado que decidió escapar del televisor, de un documental sobre los ídolos del Real Madrid e instalarse en mis sueños, cuando caí profundamente dormido. Fuera de la pantalla, frente a mí, estaba Alfredo Di Stéfano para alimentar la miseria del momento e intentarme hacer recapacitar sobre todo lo que perdí al estar pegado a la televisión viendo sin descanso los partidos de futbol europeos.

La aparición de sortilegio que tuvo el futbolista argentino me pareció extraña, porque una de las pocas fobias que construí en estos tres años de obsesión futbolística fue precisamente hacia el Madrid, pues por alguna razón mi inconsciente catalogaba al equipo merengue como una escuadra de conservadores y de facios: una extensión en uniforme blanco y pantalones cortos de la falange franquista. Por lo que cualquier desgracia del equipo era para mí una felicidad y me resultó una mala broma del destino que el portavoz de la mala fortuna fuera uno de los héroes del madridismo ancestral.

Sin embargo su apariencia no me molestó. Era un hombre de unos setenta años, cabello escaso que no había perdido del todo su color castaño, un poco encorvado, lo que lo hacía lucir menos alto que en su juventud y actitud amable. Se presentó a pesar de que yo sabía perfectamente quién era la aparición en mi sueño. Me contó de su década gloriosa en el club blanco y de su relación conflictiva con Ferenc Puskás, su compañero y adversario, a quien siempre superó en el club, pero nunca en los mundiales. Mientras intercalaba historias de la vieja rivalidad intentó convencerme de recomponer lo posible. “Tu vida se ha arruinado –me dijo. Has perdido todo: el dinero, a la esposa y a tu hijo. Mira que si yo pudiera recomponer los errores lo haría. Tal vez nunca hubiera dejado el Río de la Plata. Tú te preguntarás si estoy loco, pero mi única ilusión era ser seleccionado argentino y no estrella del Madrid. Por eso mi bajo rendimiento en la selección española. Por eso mi furia contra Puskás, que se convirtió en un goleador histórico de su país y monumento nacional húngaro”. 

Yo intenté convencerlo de que no tenía nada de qué arrepentirse. Su juego había sido deleite de muchos y alimento de mi obsesión. Al momento que terminé esas palabras, el viejo Di Stéfano se esfumó de la estancia frente al televisor y yo tuve tiempo para arrepentirme por todo lo malo. 

Cuando el remordimiento empezó a invadir el placer del sueño desperté y pude ver mi cama vacía, me levanté y vi también el cuarto inhabitado de mi hijo. Para secar las lágrimas sólo tuve a la mano una toalla con el logo del Bayern Munich y para vestir la desnudez de mi torso una casaca recién comprada del Atlético de Madrid. Mi desazón tenía la imagen de una camiseta de hincha futbolero y la decepción el sabor del cereal que antes de estar en un plato con leche, se contenía en una caja de cartón con el rostro de las estrellas del Futbol Club Sevilla.

Pasaron días antes de que se manifestara en mis sueños la siguiente aparición. En su arribo, Di Stéfano vestía el uniforme de la selección argentina de futbol. Fue raro observarlo con el uniforme blanco con vivos azul celeste entrando al cuarto de televisión. En ese momento, nos quedamos sentados todo el rato al amparo de la pantalla de plasma. Como un niño travieso empezó el zapping saltando de un canal al otro. Sólo se transmitía futbol: partidos actuales y encuentros históricos. El viejo enfundado en ropa deportiva intercalaba una escena nueva con otra vieja y, al tiempo, hacía crítica de los nuevos jugadores apelando a un pasado mejor. 

La última transmisión, sin embargo, no fue un partido, sino una imagen panorámica del departamento. Se veía limpio y perfectamente ordenado. Al fondo de la imagen estaba mi ex mujer cocinando y mi hijo sentando en el comedor haciendo la tarea del colegio. Parecían felices. Poco después entré yo, abracé a ambos y me senté con ella y con mi pequeño a cenar. Esa imagen era previa a la obsesión futbolística. Sin dejar de ver la imagen en la pantalla recordé que esa noche hablamos de comprar el departamento en el que tres años después me quedé solo. Las cosas en la oficina iban bien y las posibilidades de hacer nuestro el lugar eran posibles. Esa noche mi ex mujer y yo hicimos el amor después de bañar a nuestro hijo, que perdía largos minutos en una pequeña tina plástica naranja que era su favorita. 

La segunda transmisión en la pantalla de plasma fue una visita al espejo, parecía que la proyección televisiva me hubiese tomado una foto y pretendiera ponerla frente a mis ojos forzándome a no evadir la vergüenza. Ahí estaba yo, con un plato de cereal sobre las piernas, sin apenas moverme, completamente alienado mirando un partido de repetición. A los lados estaban cajas de cereal y latas vacías de cerveza sin alcohol. La escena duró varios minutos. Eso me hizo recordar que llevaba meses enteros con la misma dieta: cereal y cerveza “cero”. 

De repente, la imagen televisiva se apagó en un destello y de nuevo el argentino jugador se refirió a mí, insistiendo en su mensaje: “no dejar que todo se perdiera”. La tristeza fue amarga, igual que sus palabras. Me pidió recapacitar, quemar los uniformes deportivos, deshacerme de las cajas de cereal, las navajas y la crema de afeitar y reaccionar al destino que me daba una oportunidad de recoger lo que todavía quedaba libre frente lo inevitable. Ya con la pantalla apagada recordé los momentos en que mi pequeño y yo jugábamos o paseábamos al diminuto chihuahua de la familia, que se llevaron cuando mi ex mujer por fin se aburrió de mí. Llegó a mi mente su cuerpo desnudo, el olor suave de su cabello y una nostalgia por la vida anterior. Al intentar encender de nuevo la pantalla pude percatarme de que Di Stéfano ya no estaba sentado junto a mí. Mi única compañía era el televisor, el único interlocutor válido, el solitario emisor de mensajes con quien yo era capaz de comunicarme.

A pesar de la emoción del sueño, el aplomo no fue suficiente para iniciar una búsqueda de aquello que había salido de mis manos. Ciertamente dejé el televisor mucho más tiempo apagado y empecé a buscar trabajo, pero no me decidí a buscar a mi ex mujer ni a mi hijo. Una profunda culpa me limitó por completo. Por eso, antes de intentar algo más traté de salir de la normalidad, liberándome de la obsesión como quien dosificada una droga y me comprometí a sólo ver televisión por las noches, evité comprar parafernalia deportiva y continuar en el empeño del trabajo, hasta que con el correr de los días los momentos frente a la pantalla si hicieron más numerosos, los pocos ahorros que todavía quedaban se destinaron, de nuevo, a comprar camisetas deportivas y el televisor dejó su lugar a otro aparato más nuevo, como si con ese movimiento mercantil apagara con un control remoto mi deseo de cambiar.

A los pocos días, nuevamente vencido por el sueño, se instaló frente a mí un hombre alto, delgado, que tenía un español con demasiado acento, un uniforme de la naranja mecánica y un cigarrillo en los labios. Johan Cruyff no perdió el tiempo en presentaciones, me saludó con la mano desocupada y dio una calada honda a la mecha ardiente en la otra mano. 

En su español poco fluido me dijo que él había llegado para mostrarme las cosas buenas y malas del momento. Con dificultad pudo explicar que más allá de lo que pensaran los demás tenía que estar consciente de lo que me hacía feliz y lo que no. Entonces empezó con los ejemplos. “Un futbolista no debe fumar. Yo tengo treinta años de adicción al tabaco. Eso no me hizo peor futbolista, sólo un jugador diferente, que rompía las reglas y el fondo de las porterías. El mejor jugador después de Pelé. Me hubiera gustado jugar con él. Tal vez no era tan bueno como todo el mundo imagina, sólo era necesario que alguien a su nivel le pusiera un alto: un subcampeón mundial con vida desordenada y una cajetilla de cigarros guardada en el casillero para después de entrenar”.

El holandés no tenía una actitud moralista o que pretendiera imponer una doctrina. Siempre con el cigarro en la mano me insistió en hacer lo que yo quisiera. “Yo quería fumar –dijo- y así me mantuve, a pesar de los entrenadores y los equipos. No era bien visto lo que yo hacía, sin embargo, nadie podía forzarme a actuar de otro modo. Mi capacidad goleadora callaba cualquier crítica. Los goles me respaldaban y eso era lo único importante”.

Mientras Cruyff hablaba mantenía apagada la televisión. No le gustaba compararse con los demás. Él se reconocía superior y eso era lo único importante. El problema es que yo aún no había descubierto ninguna virtud en mí. El fracaso era la constante en mi vida. A los treinta y siete se supone que un hombre debe tener más cosas resueltas que las que tiene pendientes. En mi caso ocurría lo opuesto: había perdido a mi familia, la propiedad del departamento estaba en duda por falta de pago y sólo era dueño de una obsesión que poco a poco derrotaba cualquier salvación posible.

Para evitar una escena dramática, el ex jugador del Ajax encendió el televisor y dijo: “la elección está en tus manos”. En la pantalla se proyectó una imagen de mi ex mujer, se pintaba los labios con parsimonia y maquillaba su rostro que ganaba edad. Al fondo de la habitación pude ver a mi hijo, recostado de espaldas a su madre. El lugar que habitaban tenía un halo de fatalidad. Se veía obscuro y pequeño. La cama estaba cerca de un armario, de un sofá y de una cocina integral de dimensiones minúsculas. Parecían vivir dentro de una cápsula lunar.

En la siguiente imagen yo estaba rodeado por cajas de cereal y latas vacías de cerveza sin alcohol. Mis movimientos eran cada vez menores. Era presa de una lentitud extrema, que sólo vencía para cambiar de canal, acercar un bocado de cereal o vaciar una nueva lata de cerveza no alcoholizada. Parecía insensible a todo: al fracaso, al abandono y me instalaba en un especie de deshielo que iba diluyendo todo alrededor: el amor, los sueños propios y los de los demás. El aturdimiento, sin embargo, no era una falta de lucidez, yo sabía perfectamente lo que ocurría, simplemente no era capaz de cambiarlo. Hacerlo implicaría dejar la televisión, el cereal y la cerveza neutra y no estaba dispuesto.

Para interrumpir la silenciosa reflexión de la que se ocupaba mi aletargada cabeza Cruyff intervino. “Todo el tiempo jugué como un falso 9, pero mi sueño era ser un orquestador: el 10. Por eso elegí el 14: un número que me dio la posibilidad de jugar a mi manera. El ‘fútbol total’ fue un accidente. Al darme cuenta que yo no era hábil en lo creativo también me percaté de mi velocidad. Podía usarla a mi favor. Tal vez tú puedes usar la obsesión en tu beneficio. No sé, encontrarle un lado bueno”.

Al despertar me encontré como siempre: dormido en un sofá, frente al televisor encendido, rodeado de cajas vacías de cereal y latas de cerveza sin alcohol. El holandés no era testigo de lo acre del momento. Estaba solo, la angustia era mi única compañía y, sin embargo, decidí no moverme y continuar el deshielo hasta las últimas consecuencias. Entonces, encendí el televisor pero suspendí la dieta de cereal y cerveza. La falta de movimiento era suficiente para mi propósito. El abandono no necesita de compañeros ni de testigos. Hubiese querido apagar la televisión, pero de hacerlo cualquier deseo por mantenerme vivo se hubiera ido y, por alguna razón desconocida, esa no era mi intención.

Pasé tres días con la pantalla prendida sin darme cuenta de lo que transmitía. Algunos sonidos reconocibles me permitían saber que la misma escena interminable se mantenía en un continuo, sin embargo, sólo veía la luz de la pantalla. Mi única compañía era el sofá en el que solía recostarme a ver los partidos y los programas de comentario; aun el televisor dejó de ser un interlocutor. Al final, la obsesión había vencido y yo era el silencioso testigo de su triunfo. 

Una semana después me descubrí inerte, ya sin luz. La falta de pago seguramente provocó que cortaran la corriente eléctrica. Tampoco había más cervezas sin alcohol o cajas de cereal por vaciar. Por fin estaba instalado en la absoluta oscuridad del sueño. El letargo se había confundido con la realidad. La televisión ya no era un objeto brillante que iluminaba las noches, sino un reflejo de la cortina nocturna que se mostraba como realidad. En medio de la ensoñación, sin embargo, hubo un último destello, como el que surgió cuando la aparición de Di Stéfano y Cruyff. 

En medio de la luz mortecina apareció un pequeño de unos doce años dominando un balón, vestido con el uniforme del Fútbol Club Barcelona. El niño se paró frente a mí sin decir palabra y sin dejar que el balón cayera nunca al suelo. Así se mantuvo por el transcurso de una hora. Yo me sentí maravillado ante su habilidad. Como imantado por su dominio de balón me levanté para poder observarlo con más nitidez. Cada nueva suerte era más complicada que la anterior, cada movimiento superaba al previo. El movimiento que me dejó paralizado fue al momento que con un tiro de balón encendió el televisor, accionando la proyección de una imagen. En ella estaba yo de nuevo. Apenas me reconocí por lo estropeado de mi rostro y la delgadez de mi cuerpo, lo único que evitó la duda sobre si yo era la imagen en la pantalla fue la imperdible camiseta del Celtic de Glasgow y las cajas de cereal alrededor mío. De la proyección pude observar mi grado de deterioro. El chico con la camiseta del Barcelona siguió dominando el balón como si su vida dependiera de ello y mantuvo su irrevocable silencio.

Con otro tiro de balón provocó la transmisión de una segunda imagen, en ella aparecía de nuevo mi ex mujer, vestía un uniforme claro y terminaba de delinear sus labios en un tono rosa muy suave. Mi hijo se preparaba para ir al colegio y recorría el peine para trazar una línea al costado izquierdo de su cabeza. Se veía más alto de lo que pude recordar. Seguían en el departamento pequeño, aunque mejor iluminado. El rostro de ambos ya no desprendía ese halo de fatalidad que descubrí la primera vez que pude verlos en sueños. 

Con un tercer tiro se interrumpió la imagen y se reanudó una nueva en la que el niño que dominaba el balón, ahora con años de más, reproducía en pantalla el gol de Maradona en la semifinal del mundial 86. En ese momento pude pensar que todo se repite, de uno u otro modo. Si el niño que dominaba el balón más tarde sería capaz de imitar un gol imposible, tal vez yo sería capaz de re conquistar a mi ex mujer, recuperar el cariño de mi hijo y abandonar la ruina que había dejado la obsesión por el futbol.

Durante horas se transmitieron en la pantalla las hazañas del jugador del Barcelona: goles a balón parado, dribles increíbles, goles de cabeza, con la pierna izquierda y con la derecha; escenas en las que recorría el campo como una locomotora y dejaba a los adversarios viéndolo pasar como quien observa un tren lleno de pasajeros rodeando un campo santo.

Alternativamente, se transmitían imágenes de mi ex mujer y de mi hijo. Ambos parecían olvidar el pasado con el transcurso de los días. Al tener ese pensamiento se transmitió en pantalla una imagen de Maradona, otra de Pelé, una más de Di Stéfano y una última de Ferenc Puskás. Todos parecían demasiado viejos frente a la versión adulta del niño que frente a mi dominaba un balón. Eso me hizo concluir que así como esos futbolistas iban borrando sus habilidades y su rostro, eso ocurría también con el mío. Al pasar de los días mi mujer y mi hijo me echarían menos en falta hasta por fin olvidarme. Entonces el televisor se apagó y sólo  se vio una luz por la que el adolescente con la camiseta del Futbol Club Barcelona salió dominando el balón.

Al día siguiente me despertó el haz de luz que entró por una rendija y se incrustó en mis ojos y el sonido del balón en los pies del futbolista adolescente que me visitó la noche previa. La huida total de la pereza ocurrió al momento en que el chico activó con un balonazo la pantalla de plasma. Se proyectó una nueva imagen de mi mujer luciendo un vestido entallado y un escote provocador. Se veía hermosa o, tal vez, por la distancia yo la veía mejor que nunca. Lo cierto es que siempre admiré sus atributos físicos. Con el tiempo y la lejanía todo tendió a acentuarse. En la siguiente imagen ella iba tomada de la mano de un hombre de edad media. Ver a mi ex mujer con otro hombre, aún en sueños, me generó un coraje enorme y una excitación que apenas pude controlar. Me parecía revelador que una mujer que yo cambié por una obsesión pudiera estar de la mano de un desconocido. Pensarlo me torturó y me excitó al mismo tiempo. Pensar a mi hijo de la mano del desconocido solo me hizo sentir infeliz. 

Sin más balonazos de por medio, el jugador adolescente del Barcelona abandonó la sala de televisión, como si estuviera consciente de la hazaña cumplida. Como una tortura se transmitieron frente a mí las imágenes alternadas de mi hijo, de  mi ex mujer y de las jugadas vertiginosas del jugador del Barcelona. Al final pude saber cómo era la nueva imagen de mi ex esposa, el nombre completo de los profesores y amigos de mi hijo y el total de goles que había acumulado el futbolista del equipo catalán a lo largo de su carrera. Como intermedio de esas imágenes se proyectaron alternativamente otras en las que aparecía un cadáver con una casaca intercambiable de fútbol. A veces vestía la del Atlético de Madrid, otras la del París Saint Germain o el Manchester City. La calavera que mudaba de prendas futboleras estaba cómodamente recostada en un sillón, rodeada de cajas vacías de cereal y cerveza sin alcohol. 

Un tiro certero del futbolista adolescente apagó de golpe la pantalla y se interrumpió la proyección de imágenes. Sin decir nunca una palabra, el pequeño futbolista abandonó la habitación como de costumbre: en medio de un haz de luz.

Con el último acopio de fuerzas me levanté del sillón y me vestí tan rápido como mis fuerzas lo permitieron. Con el ánimo inexplicable que deja la revelación tuve la paciencia de rasurar una barba de semanas con un rastrillo de hojas muy gastadas. Peiné mi cabello intentando reproducir los ademanes de mi hijo para trazar una línea perfecta del lado izquierdo de mi cabeza y salí sin una causa, pero con una excitación que me llevó hasta el primer café, a unas pocas cuadras.

Pedí un café y me perdí en las imágenes televisivas que una pequeña pantalla de plasma transmitía sin pausa en el lugar: de nuevo el futbolista del Barcelona demostrando destreza en cada diferente jugada. Lo inesperado fue el mensaje del presentador que con un gesto de resignación anunciaba el fatal accidente que había sufrido el crack al trasladarse a Barcelona después de unas “merecidas vacaciones”. Otra mesa de presentadores lamentó la muerte del mejor jugador en la historia del futbol, sobre todo por no tener la fortuna de ganar un mundial, pues el accidente ocurrió justo antes de que se celebrara la “justa mundialista”.

Al salir del lugar me sentí desconcertado. Pensé en el gol imposible con el que Messi había reproducido el de Maradona. Pensé en mi mujer con un esplendoroso escote antes de entregarse a otro hombre. Pensé en mi hijo y en su cariño irrecuperable. 

La confusión me hizo buscar un nuevo lugar de refugio: una fuente de sodas. Ahí pedí tazas de café interminables. El lugar estaba repleto de adolescentes y mujeres a quienes no les importaba la muerte de mi fantasma ni lo que ocurría con mi mujer o mi hijo. La soledad de nuevo cayó sobre mí como un edificio que se derrumba. La sensación de oscuridad se interrumpió por el destello de una pequeña pantalla en manos de una cuarentona que veía sin darse cuenta de nada una serie cómica norteamericana. La pantalla luminosa me hizo recordar aquella anécdota en la que un personaje de novela inhala por casualidad un polvillo de cocaína disperso en el aire, pues en el instante que ese haz de luz penetró en mi retina ya no pude desprender mis ojos de la imagen que transmitía la mujer en su tableta. Así me mantuve una cantidad no mensurable de horas, tomando una taza de café tras otra. Inmóvil, como quien se paraliza de terror después de mirar un espectro.

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