Así se titula un pequeño libro que recoge un intercambio espistolar entre dos grandes figuras del siglo XX: Albert Einstein y Sigmund Freud. Las cartas que intercambiaron ambos se escribieron en el periodo entreguerras, esto es, en los años 30 del siglo pasado. Leerlas hoy resulta indispensable cuando el mundo nuevamente y como si no tuviera capacidad de aprender se ve envuelto en conflictos que solo han traido, como todos, muerte y destrucción.
Debo aclarar que la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones (un antepasado directo de la ONU) fue la instancia que encargó al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual este intercambio epistolar para bien de la humanidad. El primer convocado fue Einstein quien sugirió como su interlocutor al padre del Psicoanálisis. Hay que precisar también que Freud y Einsteín nunca fueron amigos ni llegaron a conocerse mejor. En las cartas de ambos se trasluce un sentimiento de desilusión y desesperanza en cuanto a lo que se puede esperar de los humanos. Y eso que en ese tiempo no había comenzado la Segunda Guerra Mundial con sus inimaginables horrores. En aquel entonces Europa ya vivía tiempos muy complejos, especialmente por ser un continente destruido durante la Primera Guerra Mundial.
Para decirlo en pocas palabras, la democracia entonces como ahora ya estaba deteriorada, la situación económica era muy grave y las mayorías estaban cansadas, hambrientas y desesperadas. Estados Unidos se sumergía de lleno en la llamada Gran Depresión, eran tiempos difíciles para todos, no había mucho de que asirse para ser animosos.
Einstein ya había ganado el Premio Nobel y Freud ya se había consolidado como un gran teórico de la psique humana, especialmente en temas como la sexualidad y la interpretación de los sueños. Ambos eran muy reconocidos y famosos. Tanto la Liga de las Naciones, como los científicos, intelectuales y académicos del mundo estaban preocupados por conseguir un futuro mejor, un futuro sin guerras y la consecución de una paz y una mejor vida para todos. No sabían lo que le esperaba al mundo en unos cuantos años. ¡Cuánta buena voluntad e ingenuidad!
El físico alemán dejó ver en sus escritos que la violencia incluye “El afan de sometimiento de la mayoría a una situación de guerra y que esta sumisión representa siempre sufrimiento, dolor y muerte, que parece no importar”. Más aún, Einstein se preguntaba si es que existe alguna forma de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra y de esas pulsiones destructivas.
Si me lo preguntaran ahora yo diría que parecería que no. Tenemos la respuesta ante nuestros ojos, basta con repasar la situación de países como Ucrania, Rusia, Uganda, Israel o de la Franja de Gaza: para concluir que no hay forma de escape de estos festines sangrientes. Ha pasado más de un siglo de aquella primera guerra y seguimos en las mismas.
El autor de la teoría de la relatividad pensaba que tenemos una especie de “necesidad de destruir” y los años parecen sin duda darle la razón. Su propuesta para resolver esta situación resulta conmovedora: “Crear preceptos que prevengan la sumisión y diseñar organismos que velen por el cumplimiento de la ley para combatir los actos de violencia que hayan sido legitimados”. Nada de esto ha sucedido.
Freud, por su parte, se ufanaba de conocer bien —cosa cierta— el comportamiento humano y señalaba que la guerra podría deberse a motivaciones inconscientes que determinan los actos violentos humanos. Todo esto, dice el psicoanalista, por la debilidad y dependencia del yo. Me atrevería a apuntar que quizá de lo que hablaba Freud es de ese poderoso oponente de la empatia: el narcisismo, santo patrón de todas las tiranías y de todas las guerras.
La conclusión de ambos pensadores es aterradora, la guerra es un destino trágico e irrenunciable de la humanidad y las masas manipulables son capaces igual de lo peor que de lo mejor.
Muchos años despúes y en buena medida a consecuencia de las teorías de Freud y Einstein, caemos en la cuenta de nuestra capacidad de destruirnos gracias al maldito ego y al mal uso de la fisión del átomo.
Y muchos seguimos preguntándonos ¿por qué la guerra? Creo que ya tenemos la respuesta.