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En 2009, antes de la final de la Champions, Pep Guardiola hizo que sus jugadores vieran escenas de la película Gladiador para motivarse. Jugaban en Roma. El Barça triunfó en un coliseo que recordaba a los atléticos esclavos de otro tiempo.

En agosto de 2020 Messi quiso abandonar al Barcelona, pero su contrato lo impidió. Un año después quiso quedarse, pero su contrato lo impidió. El mejor jugador del mundo se mudó a la ciudad donde se promulgaron los Derechos del Hombre sin ejercer su voluntad. Lloró en su despedida barcelonesa y sonrió en su bienvenida parisina. La sociedad del espectáculo vio las contrastadas emociones de una celebridad que goza de todos los privilegios salvo el de controlar su destino.

El futbol es un fértil campo de especulación. Se pagan millones por jugadores que pueden fracturarse en el primer partido y no hay club, por rico que sea, que esté al margen de las deudas. Este capitalismo de delirio se entiende mejor en los casinos de Las Vegas que leyendo la teoría de Adam Smith sobre la mano invisible que regula el mercado. No es casual que la camiseta de Real Madrid haya sido patrocinada por una casa de apuestas ni que la última gestión de un presidente del Barça casi siempre consista en ir a tribunales o a la cárcel.

Los grandes clubes dependen en buena medida de negocios paralelos. En una ocasión coincidí en el palco del Barcelona con el CEO de Nike en España. Se rumoraba que Xavi Hernández obtendría el Balón de Oro y el ejecutivo me dio una lección de economía deportiva: “No va a ganar porque no vende camisetas”. El impacto mediático de un futbolista es tan importante como su impacto en la cancha. Si un directivo (digamos, Florentino Pérez) tiene inversiones en cierto país (digamos, Colombia), no vacila en contratar a un jugador que le sirva de embajador comercial (digamos, James Rodríguez). En México esto ha llevado incluso a negar la identidad de una persona. En 2010 Jesús Corona llegó al Monterrey, escuadra patrocinada por una compañía cervecera. Para su desgracia, el futbolista se apellidaba como una marca de la competencia. Fue contratado con el requisito de usar un apodo que aludiera a otra cerveza. Así nació el triste mote de “Tecatito”.

Los futbolistas disputan la guerra santa de los zapatos (Adidas vs. Nike, con Puma al asedio) y definen tendencias de consumo. Su influencia es tan grande que Cristiano Ronaldo logró con un gesto que las acciones de la Coca-Cola bajaran 500 millones de dólares. En junio de 2021, en una conferencia de prensa de la Eurocopa, retiró las botellas que promovían el refresco y las sustituyó por otra de agua.

En este carnaval los equipos pequeños dependen ante todo de su taquilla. La pandemia los puso al borde de la quiebra y agravó las desigualdades. Como suele suceder, los poderosos descubrieron que la solución era adquirir mayor poder y propusieron la Superliga, competencia europea ideada como un cómic de superhéroes donde sólo podrán participar los más acaudalados. El sueño se vino abajo por las protestas de las propias hinchadas (la del Manchester United invadió el campo para pedir la salida de los estadounidenses que se apoderaron del club y pretenden dirigirlo con criterios de la NFL), pero no deja de ser una posibilidad.

Para frenar la locura, en 2013 la Liga española dio con una versión numérica de la camisa de fuerza: los topes salariales. Todo equipo debe tener cierto equilibrio entre lo que gasta y lo que gana. En la temporada 2018-2019, el tope salarial del Barça era de 633 millones de euros; en la pasada campaña cayó a 348 millones. El club blaugrana debía recortar 200 millones para seguir operando. Y aquí viene lo más interesante. Una vez fijado el sueldo de un jugador, no se puede reducir de manera arbitraria. La medida existe para evitar una contabilidad fantasma. El máximo descuento es de 50%. Messi ganaba 70 millones al año; por lo tanto, la Federación sólo podía admitir una rebaja de 35 millones. Tomando en cuenta el resto de los salarios, eso no bastó para que las cifras cuadraran, y Messi fue fichado por el Paris Saint-Germain, que, a despecho de su nombre, no es un equipo de barrio, sino una empresa financiada por Qatar.

Nada de esto tiene que ver con el infinito talento del número 10, sino con un mundo donde la suerte de los gladiadores depende del nuevo pulgar del emperador: el dinero.


Este artículo fue publicado en Reforma el 13 de agosto de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

Autor

  • Juan Villoro

    Escritor, autor de "El Testigo". Ganador del Premio Herralde de Novela 2004 y del Premio Rey de España por su texto "La Alfombra Roja, el imperio del narcotráfico".

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