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“¡Ese Porfirio!”, soltó en una mesa de cantina su excompañero de lucha. “Siempre ha sido el hombre correcto en el lugar equivocado en el momento equivocado”. Los contertulios más jóvenes festejamos el epigrama. Eran tiempos duros para Muñoz Ledo. El reparto de poder en el PRD finisecular lo había marginado: Cárdenas abanderaba una tercera candidatura presidencial, sujeta a la ley de los resultados menguantes; Andrés Manuel López Obrador se había hecho con la postulación al Gobierno del entonces Distrito Federal, bastión desde que el que comenzaría a construir la estructura que hoy lo tiene en el poder. Así, “ese Porfirio” se había visto obligado a renunciar a su partido —mitad en arranque de ira, mitad en gesto de dignidad— y había fundado una organización llamada Nueva República para, desde ella, contender por la presidencia de la República por el entonces todavía vivo PARM, con una campaña que no acababa de calentar.

Pocos días después del gracejo, Muñoz Ledo hacía una declinación del todo inesperada: a favor de Vicente Fox. De entre todas las imágenes de ese 2 de julio de 2000, una de las más insólitas sería la de ese líder histórico de la izquierda democrática mexicana, encarnación del estadista intelectual, alzar la mano de un empresario hiperpragmático a la gringa, desdeñoso del conocimiento y calzado con botas vaqueras, con los logotipos del PAN y del PVEM como telón de fondo. Igualmente incómodo fue verlo sumarse seis años después a Morena, levantar ahora la mano de quien había destruido primero su visión del PRD como partido de izquierda democrática —y luego el PRD mismo—, hacer suya lo que el caudillo à la mode comenzaba ya a llamar la Cuarta Transformación.

Esa percepción de Muñoz Ledo como hombre correcto que debería ocupar un lugar distinto hubo de durar —al menos en mí— hasta hace muy poco. Ahora veo que estaba equivocado.

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En la última semana Muñoz Ledo ha sido noticia dos veces: por haber ordenado el Tribunal Electoral a Morena explicar las reglas y el procedimiento para la selección de candidaturas plurinominales, y determinar si el hoy todavía diputado puede o no buscar la reelección —derecho que el partido le negara—, apercibimiento resultante de una controversia presentada ante dicha instancia por el afectado. Pero también —y acaso más importante— por haber firmado y publicado, junto con Ifigenia Martínez, un documento titulado “Diálogo incluyente sobre la República” que llama a impedir “una mayor centralización del poder” y a respetar “tanto la división de poderes, como el federalismo y los órganos constitucionales autónomos” a través de un decálogo que hace observaciones severas sobre las amenazas que enfrentan estos ámbitos y otros en el contexto del actual gobierno.

Es inevitable recordar en el gesto aquella Corriente Democrática que, junto a un hoy conspicuamente ausente Cuauhtémoc Cárdenas, Muñoz Ledo y Martínez fundaran al interior del PRI en que militaban en los años ochenta, y que redundaría en su ruptura con ese partido y en punto de partida de nuestra transición a la democracia.

La aventura democratizadora de Porfirio Muñoz Ledo hubo de comenzar al interior de un partido autoritario al que intentaba transformar: fracasó en ese empeño, pero fue el rol de conciencia crítica que adoptó su grupo lo que le valió la legitimidad para fundar la primera oposición electoralmente viable en el país. Lo que hace hoy en otro partido acaso más autoritario —uno que no cambia de caudillo cada seis años sino que lo asume tlatoani— guarda el mismo espíritu: su permanencia (rayana en la terquedad) en Morena otorga a su crítica una credibilidad, si no superior, cuando menos distinta a la que se concede a idénticos cuestionamientos expresados por un político de oposición.

Aquel contemporáneo de Muñoz Ledo tenía razón y se equivocaba. Cierto: Porfirio es siempre el hombre correcto en el lugar equivocado en el momento equivocado. En ello reside parte de su enorme —y hoy urgente— valor político.


IG: @nicolasalvaradolector

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