El zoólogo y etólogo inglés Desmond Morris escribió en el año de 1967 un libro que ha resultado tener vigencia indefinida, El mono desnudo. Sus datos y argumentos continúan tan vigentes como cuando fueron escritos y su estudio es conveniente para quien desee comprender y adentrarse en la compleja naturaleza humana.
El libro se organiza en torno a aspectos fundamentales de la vida humana, como la crianza, la alimentación, la sexualidad, la territorialidad y la agresión. En cada capítulo, Morris compara el comportamiento humano con el de otras especies animales, destacando similitudes y diferencias. Este método permite una visión crítica y objetiva, dejando de lado los prejuicios culturales y las explicaciones teológicas o filosóficas que tradicionalmente dominan.
Veamos, ¿qué nos distingue de los actuales simios, aparte de la notoria falta de pelo? Muchas cosas, pero sobre todo nuestro cerebro, no solamente porque es más grande, sino por sus funciones. La compleja mente humana, con su inteligencia, su personalidad, su permanente curiosidad, su capacidad de aprender, de elaborar teorías y de buscar continuamente la superación y no conformarse con la repetición rutinaria, año tras año, siglo tras siglo, de algo que más o menos funciona, acción que nos llevaría a un callejón cultural sin salida, como lo están diversas etnias actualmente.
Nuestro cerebro ha adquirido estas funciones “superiores” en los últimos miles de años de su evolución; son relativamente recientes y están localizadas en la parte más nueva del cerebro humano, su corteza. Debajo, agazapadas y apenas cubiertas por nuestra inteligencia, se encuentran las estructuras que nos igualan a los simios, y más profundamente funciones verdaderamente de reptil.
Es conocida la facilidad con que pueden emerger los instintos más primitivos ante la menor provocación, saltando por sobre todas las estructuras superiores de cultura y educación, así sean estás muy completas. Por esto, aunque nos resulte difícil de aceptar, y contrariamente a la popular idea que pretende vincular la violencia a una deficiencia educativa, cultural y económica, es perfectamente posible la coexistencia de una inteligencia y cultura amplias, incluso refinadas, con las peores muestras del salvajismo y crueldad. Un ejemplo a la mano es recordar a los directores de los campos de concentración nazis, que podían perfectamente asesinar a miles en un día y en la noche relajarse escuchando a Wagner o leyendo a Goethe.
Debido a lo anterior, podemos comprender, que no justificar, el gusto de algunos humanos por espectáculos sangrientos y que previsiblemente terminan con la muerte de un ser viviente, espectáculos que se caracterizan por su violencia, sangre y destrucción, algunos de ellos matizados de un discutible barniz de “arte” para disfrazar su verdadera naturaleza. Dentro de esta categoría entran las corridas de toros, peleas de perros, de gallos, cacería, boxeo, etcétera. Sangrientos espectáculos que estimulan y satisfacen a la parte más primitiva y salvaje de una persona. Apuntan a las siempre receptivas partes simiescas del cerebro de un humano, desplazando, así sea transitoriamente, nuestras funciones superiores.
No hay verdaderas razones para justificar racionalmente espectáculos salvajes como los mencionados. Pensar en el toreo como “arte” y que semejante espectáculo debe preservarse como “tradición” es una insensatez que no resiste el más superficial análisis. Es considerar que el canibalismo es gastronomía.
Concretamente, el toreo es un espectáculo sangriento y brutal para satisfacción de la parte animal de nuestro cerebro, para colmo basado en un engaño, pues es conocido el régimen de tortura y deterioro a que es sometido el toro en las horas previas a la corrida; deshidratación, cuernos “afeitados”, traumatismos diversos que llegan a las fracturas costales para que el “matador” tenga el mínimo posible de riesgo.
A la cacería con armas de fuego se le puede calificar de lo que se nos ocurra, menos de deporte, pues enfrentarse a un animal, sea el que sea, armado con un rifle, muestra el mismo valor que golpear a una persona en silla de ruedas. Iguales y otros más incómodos razonamientos aplican en los casos de las degradantes e ilegales peleas de perros y otras similares.
En fin, los humanos, como productos de una inacabada evolución, aún tenemos mucho que aprender y qué superar.