La semana pasada, Luis Rey, el funcionario del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) que trabajó en la desregulación del Agente Económico Preponderante en Telecomunicaciones (AEPT-Telmex-Telnor-Telcel) en los 52 municipios más ricos del país, criticó a Abel Hibert -ex comisionado de la Comisión Federal de Telecomunicaciones, académico y directivo de AT&T- por lo que él llamó comentarios parciales en un foro público. En opinión de Rey, era sospechoso que los comentarios de Hibert coincidieran con los que AT&T formuló por escrito en la consulta pública que al efecto llevó el IFT.
Más allá de la anécdota, que carece de toda relevancia, me llamó la atención la postura que adoptan los funcionarios del IFT ante las condiciones de competencia en el mercado. Se trata de una postura pasiva, en la que con la parsimonia de un juez, escuchan a las empresas más grandes del sector y con pretendida imparcialidad le dan la razón a uno u al otro. Evidentemente, esto es lo que se espera de un juez, pero no de un órgano ejecutivo que tiene un mandato claro en la Constitución.
El objetivo del IFT no es mediar en los conflictos entre las empresas sino procurar la desconcentración del sector y la implementación de condiciones de competencia efectiva. El IFT no puede mantener una actitud pasiva disfrazada de imparcialidad. Debe dejar de pensar en las empresas individuales -ya sea el AEPT o sus competidoras- para enfocarse en el mercado y sus condiciones de competencia efectiva. La explicación que dio el IFT para desregular al AEPT partió de una premisa errada: que en esos 52 municipios Megacable, Televisa y Total Play compiten con el AEPT, quien en algunos casos es el segundo operador. La explicación pierde de foco que el objetivo del IFT es eliminar las barreras de entrada al mercado para que no sean cuatro las empresas competidoras sino miles en todo el país y todos los segmentos. Si se eliminan las barreras de entrada -como las inoperantes tarifas y pretextos técnicos de los servicios mayoristas del AEPT- el mercado se puede desconcentrar a través del ingreso masivo de empresas pequeñas y medianas de nicho o con fuerte arraigo regional. No se trata de quitarle clientes a uno para pasárselos a otro. Se trata de que el usuario tenga una amplia variedad de proveedores entre los cuales escoger y que éstos puedan acceder al mercado sin los exorbitantes costos que implicaría que todos tengan que construir redes redundantes.
Por ello, afirmo, el IFT no debe ser imparcial: debe tener claro su objetivo y conseguirlo lo más pronto posible, sin titubeos ni cambios de rumbo.
Pero el problema es más profundo. ¿Quién va a tomar riesgos cuando el gobierno te baja arbitrariamente el sueldo y te quita prestaciones? ¿Quién va a querer enemistarse con importantes empresarios cuando la ley te prohíbe trabajar durante 10 años en el área a la que has dedicado años de entrega y experiencia? En pocas palabras, el obradorato ha eliminado todo incentivo para que los funcionarios del IFT sean proactivos y tomen riesgos.
¿Qué pasaría si por cada punto de desconcentración del sector los funcionarios reciben un bono? ¿En cuánto tiempo tendríamos un sector verdaderamente competido? ¿Cuántas nuevas empresas se crearían si el sector telecomunicaciones dejara de ser el Club de Toby?
Evidentemente, la falta de incentivos para el servicio público abarca a todo el gobierno y el caso del IFT es solo un ejemplo de miles. En algún momento tendremos que reconstruir el país y sus instituciones. Espero que para entonces nos quede claro que el servicio público eficiente nada tiene que ver con homilías, sino con el balance correcto entre objetivos e incentivos.
Este artículo fue publicado en El Economista el 01 de septiembre de 2021. Agradecemos a Gerardo Soria su autorización para publicarlo en nuestra página.