El Partido Conservador de la Gran Bretaña, otrora implacable maquinaria electoral y casa de estadistas como Pitt, Disraeli, Churchill, McMillan y Thatcher, vive una profunda crisis política que se viene gestando en el Reino Unido desde hace varios años y cuyos orígenes son múltiples, desde la tumultuosa puesta en marcha del Brexit, pasando por las tentaciones centrífugas en Escocia e Irlanda del Norte, hasta la creciente polarización y fractura social actual. Desde 2016, el Reino Unido ha tenido cinco primeros ministros conservadores, aunque se han celebrado sólo dos elecciones generales. Cada líder sucesivo se ha visto envuelto en una serie de terribles aprietos: las derrotas de Theresa May sobre el Brexit, la desatinada gestión del COVID por parte de Boris Johnson, el incompetente y fugaz desempeño de Truss y el incontenible naufragio de Rishi Sunak. Hace apenas poco más de un año las miserias de los tories (como se les conoce a los conservadores como una reminiscencia del siglo XVII) alcanzaron su punto más álgido cuando apenas un mes y medio después de haber tomado posesión de la jefatura del gobierno, Liz Truss dimitió por culpa de un desastroso presupuesto que preveía importantes recortes fiscales cuya financiación no se especificaba, lo cual desestabilizó los mercados financieros y provocó la caída de la libra esterlina. Este año el nadir tory podría ser aún más profundo con la abrumadora humillación electoral que le auguran todas las encuestas
Esta lamentable secuencia recuerda a otros episodios de la historia política británica reciente, casos donde la reputación de un partido aparentemente anclado en el poder se derrumbó bajo el peso de una crisis mal gestionada. En 1978-1979, las grandes huelgas del “Invierno del Descontento” provocadas por el intento del gobierno laborista de James Callaghan de limitar los aumentos salariales para combatir la inflación paralizaron el país y condujeron a la victoria de los conservadores de Margaret Thatcher en las elecciones generales de mayo de 1979. En 1992, John Major se vio obligado a sacar la libra del sistema monetario europeo, con lo que provocó el hundimiento de la credibilidad del Partido Conservador y el eventual maremoto laborista en los comicios de 1997 con Tony Blair a la cabeza. Once años después, Gordon Brown, enfrentó a la crisis financiera con unos planes de rescate del sector bancario que solo pusieron de manifiesto la fragilidad de la economía británica y arruinaron la confianza del pueblo británico en el Partido Laborista.
Ahora, en 2024, los conservadores ya no son un partido creíble para dirigir un país sacudido por múltiples crisis. La sensación de que los tories no tienen ni una línea ideológica clara, ni una estrategia política bien identificada, ni un liderazgo sólido es generalizada. Históricamente, los ejemplos de 1978-1979, 1992 y 2008 muestran que es extremadamente difícil cambiar esta percepción una vez que se ha arraigado en la mente de los votantes. Rishi Sunak llegó al poder prometiendo estabilidad y con una imagen de ejecutivo sereno y eficaz, pero su gestión ha sido equívoca y dentro de su partido se han agravado las pugnas entre los centristas, los moderados y la extrema derecha. Las encuestas muestran que los votantes apenas han alterado su mala opinión sobre la gestión del gobierno conservador, muy impopular a causa de la inflación, la escasez de productos, la falta de recursos para las infraestructuras o servicios médicos y la conflictividad laboral. Los sondeos indican ahora que el Partido Laborista de Keir Starmer ganará las próximas elecciones generales con una ventaja aun mayor que la apabullante conseguida por Tony Blair en 1997.
La inmigración es el campo de batalla político que los conservadores esperan les ayude, junto con la esperanza de una mejor económica. Pero el desempeño personal del primer ministro también ha dejado mucho que desear. Es un pésimo comunicador. No ha encontrado una forma convincente de hablar con los periodistas o de dirigirse directamente al público. Nunca se le siente cómodo o auténtico. Sus intervenciones semanales en las sesiones parlamentarias de preguntas y respuestas han sido deficientes al carecer de una línea de ataque consistente o, por lo menos, perspicaz contra el líder laborista. Exhibe limitaciones intelectuales y hasta carencia de sensibilidad. Hace varias semanas, en una disputa sobre las exenciones fiscales para las escuelas privadas, califico de “poco ambiciosos” a los padres que no pueden o no quieren enviar a sus hijos a las escuelas privadas.
Las escasas habilidades de comunicación de Sunak no se compensan con su juicio político. Si bien la reputación del primer ministro de “gestor prudente” ayudó a estabilizar tanto a los mercados como a su partido después de las convulsiones de Liz Truss, desde entonces ha expuesto repetidamente su falta de instinto y experiencia. Socavó sus primeras promesas de gobernar con integridad y en el interés nacional al volver a nombrar ministra del Interior a la polémica Suella Braverman, representante conspicua de la extrema derecha del Partido Conservador quien había dimitido pocos días antes por infringir el Código Ministerial (regulaciones éticas y administrativas para los miembros del gabinete) y que también, según numerosos informes, había actuado ilegalmente en su trato a los solicitantes de asilo. La ministra terminó dimitiendo poco después en medio del escándalo. La pertinaz insistencia del premier en hacer aprobar en la Cámara de los Comunes un controvertible e inicuo programa de expulsión de inmigrantes a Ruanda le ha generado severas críticas hasta dentro de su propio partido. Asimismo, varios medios periodísticos han acusado a Sunak de promover en su gobierno a personajes oscuros y de reputación cuestionable. Y eso porque le gusta rodearse de incondicionales, actitud típica de líderes inseguros y frívolos poco dispuestos a escuchar duras verdades o a ser desalojados de sus zonas de confort.