LA EDAD DE LA INOCENCIA
Roberto “El Panzón” Soto es la figura más alegórica del teatro frívolo de los años 20 y 30. Plagado de groserías, según las reseñas de la prensa, el género fue cambiando gracias al zacatecano nacido en 1896. Como intérprete encausó la vulgaridad hacia la sorna de las costumbres sociales y de la política. Como empresario alentó innovaciones que perturbaron la moral; en el auge de la liberación femenina impulsó el Rataplán, una rama del Bataclán francés que comprende a bailarinas en paños menores, con lo que inician las vedettes.
En la plató, Soto abrevó de Fernández de Lizardi, interpretó al Periquillo Sarniento y a Pito Pérez, creado por José Rubén Romero. 50 años después, en la televisión estatal Imevisión, Brozo tendría figuras similares y las mismas musas. Víctor Trujillo lo afianzaría como animador del programa ficticio de concursos “La Pirinola”, caracterizando a “Johnny Latino”, donde siempre pierde “Margarito”, el menesteroso que ha maldecido el destino encarnado por Ausencio Cruz. Pero hay una diferencia notable: “El Panzón” auspició “Las Leandras”, aquel enredo de las chicas que ocultan su oficio en tanto las bailarinas de Trujillo presumieron ser vedettes. La madurez de Soto transcurriría en el cine y los centros nocturnos de rumberas, las “Diosas del trópico”: Meche Barba, Ninón Sevilla, María Antonieta Pons, Amalia Aguilar y Rosa Carmina, hasta la decadencia de los años 50 debido a la Liga de la Decencia y Uruchurtu.
Las rumberas fueron icono de la liberación, aunque padecieron las prevaricaciones morales porque el desenlace de sus historias era trágico como una pena divina. Mientras, la adolescencia de Trujillo transcurrió en el último aliento de los de las grandes vedettes hasta el cine de Ficheras con desnudos explícitos y la ordinariez que recordaba a los años 20. Cuando Trujillo trabajó en la XEB-AM se estrenaron “Bellas de Noche” y “Las ficheras” ambientadas en los salones lúbricos del Distrito Federal, en la que participaron Sasha Montenegro y Jorge Rivero. La influencia de aquellas épocas es muy notable en Brozo. El poeta Juan de Dios Peza dijo del clown inglés Ricardo Bell: “Es más popular que el pulque”.
La referencia no es menor si atendemos que, a mediados de los 1800, los aposentos de los bebedores de la aguamiel de agave o maguey sumaban centenas en la capital del reino de México, que más tarde sería Distrito Federal. Bell actuó en el circo Orrín de gran prosapia, que cerró en 1906, por lo que enseguida fundó otro con su nombre. Su número principal era leer noticias con ironía, aunque siempre fue diligente con su amigo Porfirio Díaz, él era su payaso predilecto y miembro de la élite. En cambio, Florentino Carbajal anduvo un sendero distinto, inició como patiño de Bell y luego descolló en el Orrín como chufletero, era diminuto. Tuvo el sobrenombre de Pirrimplín (en honor a él, Gabriel Vargas, en “La familia Burrón” llamaría “pirrimplines” a los niños).
En esa época hubo otro circo, se llamó Chiarini, por favor no leer como “Chairín”, su única función era entretener: sobresale por ser de los primeros en exhibir elefantes que, hasta antes de 1800, no se conocían en estos territorios. La graciosidad de Ricardo Bell es eco de calendas inmemoriales, cuando el clown divertía a la dinastía egipcia de hace 2 mil 500 años antes de nuestra era. Pirrimplín es parte del linaje del entretenimiento al que se dedicaron los payasos en las primeras centurias de nuestra era. Incluso los seres deformes que servían de jarana ambularon entre los prehispánicos: en la corte de Moctezuma había enanos, jorobados y otros gibosos.
En Europa el clown servía de entretenimiento a los reyes del siglo XVI, se mofaba de la sociedad y contaba chistes sobre intimidades palaciegas. En las fases siguientes el clown se fusionó en los espectáculos de variedades y las carpas, varios fueron protagonistas de la crítica mordaz de la política y sus detentadores.
VOCERO DEL PUEBLO
Brozo no fue payaso de la corte, sino vocero popular y burlón del poder. Su abolengo remite a los 1900, en la fila de Celia Montalván y su sonrisa coqueta, cándida a la vez, con la que mostraba sus pantalones cortos marcándole la abertura de la entrepierna mientras ironizaba en “El Jardín de Obregón”. Se asocia más a Guadalupe Rivas Cacho y sus tendencias de izquierda. A Roberto “El Panzón” Soto, llamado “El Júpiter del Teatro Frívolo” quien escribía sus sketches y agarraba parejo con todos los políticos. Uno de sus más conocidos diálogos remite a la pregunta sobre quién mató a Obregón y la respuesta era “Cá-lle-se”, en referencia a Plutarco Elías. En la línea del tiempo Brozo se emparenta más en la carpa de los 30 o en teatros de baja ralea como “María Guerrero”, llamado así en honor de la actriz española aunque conocido entre la plebe como “María Tepaches” porque en sus alrededores hubo cavernas que vendían ese elixir, en el Teatro Margo de los 40 y sus portentosas bailarinas además de artistas de etiqueta como Agustín Lara y las mejores orquestas. Más cerca del Tívoli, asentado en la primera calle de la soledad de la capital, “para ampliar el repertorio de albures”, como escribiera Armando Jiménez, y mirar a más de 100 mujeres desnudas en escena. Y no registro nada más el festín de la concupiscencia, es decir, no remito solamente al portento felino llamado Kalantán o al clamor mórbido de Nana: ahí cantaron Pedro Infante y Libertad Lamarque, Olga Guillot y Toña “La Negra”. Ahí tocaron las orquestas de Gonzalo Curiel y Luis Alcaraz. ¡Que suenen chulo las trompetas, acompañemos a Tin Tan!:
La sinceridad de tu espejo fiel
puso vanidad en ti;
sabes mi ansiedad y haces un placer
de las penas que tu orgullo forja para mí.
Brozo no está más cerca del Barrio. Brozo es el barrio.
EL TRIBUNAL DEL SANTO OFICIO
El libro “200 años de espectáculo. Ciudad de México” resalta una nota publicada por , en 1921: “Teatro de barrio, con más propiedad, es un humor rastrero y groserías de mal gusto que en vez de orgullo deben provocarnos vergüenza”. Arriba está la fotografía de dos arrabaleros, su maquillaje blanco está casi disuelto, ella lo abraza de hambre y él la observa abandonado de sí; la plástica es una afrenta para la sociedad porque le escandaliza su existencia. La instantánea me remite a otra, publicada en el mismo libro. Data de 1808, Gerónimo Valenzuela se dirige al Tribunal del Santo Oficio: acusa a “una inmoral bailarina” y la condena por lascivia:
“Con motivo de haber asistido ayer a un convite en una de las casas del Puente de Alvarado presencié el acto más indecente que pueda ejecutarse en su clase; pues sin saber cómo ni por dónde encontramos en la sala bailando no a una mujer, sino una furia infernal en forma de tal, cuya desenvoltura y desordenados lascivos movimientos escandalizaron no sólo a las personas decentes que nos hallábamos, también a los músicos y gente de servicio. Esta mujer tuvo la avilantez de levantarse la ropa a más de medio muslo y enseñar sus asquerosas carnes”.
200 años después, aunque por razones distintas, germinó la intolerancia que estaba agazapada. Antaño, la condena a la mujer por mostrar su cuerpo al que por eso se le llama repugnante, también el soponcio de la burguesía por las malas palabras y el pésimo gusto que tiene la pobreza. Hogaño es la sentencia contra dichos del barrio y la exhibición de la desnudez porque, en la delirante forma de comprender al mundo, la consideran objeto de usufructo, jamás una decisión libre ni una invitación al placer. Ellos empuñaron la espada del conservadurismo. Estos, me refiero a los actuales detentadores de la moral del Santo Oficio, se proclaman progresistas. La intolerancia abarca diferentes rostros, aunque generalmente tiene el mismo origen: la detentación del poder.
LA PERSECUCIÓN
En México, son innumerables los casos de persecución contra exponentes del tablado. En los años 30, Eufrosina García, “Flaca”, padeció la furia de Plutarco Elías Calles por haberlo ridiculizado en el teatro Garibaldi. A principios de los 50, la procaz Mercedes Rojo retó a las autoridades del Distrito Federal y se paseó a flor de piel para beneplácito de los caballeros que la esperaban en La Lagunilla para obtener sus favores; el Tívoli, donde actuaba, fue demolido. Jesús Martínez “Palillo” quien desde 1937 tenía un amparo en la bolsa por sus acres críticas al gobierno. La uruguaya Eda Lorna fue expulsada del país por “El regente de hierro”. Sonia Furió fue censurada de la televisión porque la señora Paloma Cordero, esposa del presidente Miguel de la Madrid, no aceptaba la manifestación de preferencias distintas a las heterosexuales. Pero el siguiente es uno de los ejemplos que más me impacta. Al reseñarlo parece como si el tiempo se hubiera detenido.
Sucedió en el teatro Apolo: Pepita Pubill fue una tiple cómica cubana de gran talento y donosura, un referente por su fogueo para desprenderse de sus trapos en las tandas del teatro. En 1912 participó en la obra “El chanchullo” que caracteriza a Victoriano Huerta como un hombre viejo y sucio. Todo parecía normal en el Apolo, pero el gobernador del Distrito, Enrique Bordes Rangel, había visto la obra y, una semana después del estreno, ordenó que el elenco fuera a prisión en Belén. Todos pagaron una multa entre 100 y 500 pesos, incluida Pepita, quien había entrado al tambo semidesnuda con un resfriado que devino en pulmonía fulminante. La tiple murió tres días después.
Los gobiernos autoritarios niegan persecuciones políticas, aunque las emprenden implacables y fabrican acusaciones. Supuestos incumplimientos de pagos hacendarios, falta de permisos, atentados a la moral, sedición o cualquier pretexto. Hasta conjura, la misma aseveración que Gustavo Díaz Ordaz hizo antes de la masacre de estudiantes ocurrida el 2 de octubre de 1968. Las maneras se han sofisticado, pero en esencia siguen la misma partitura; minar la reputación del objetivo a través de la difamación y el amago hasta la amenaza y la ejecución de su silencio: encarcelado, muerto o amedrentado.
De tal magnitud ha sido la ironía y las sátiras detonadas en periódicos, circos, carpas y teatros desde hace más de 200 años. No hablamos de vestigios sino de contextos. Ni hablamos de pasado, sino de la resonancia actual del sarcasmo y la burla para seguir descomponiendo al poder. Sacarlo de sus casillas, consumir su ánimo, retar a la imposición de un solo pensamiento y al rencor como estado de ánimo. Riendo de la tiranía y porque, como publicara Fernández de Lizardi: “La ignorancia ha sido el apoyo del despotismo” y una forma para ello, entre tantas otras posibles, es pintarse la cara y carraspear la voz para arengar. Tal vez tuvo razón Henry Miller cuando aseguró que “un payaso es un poeta en acción”. ¡Óraleee!
Extracto del libro Las víctimas de la 4T que aparecerá en el primer semestre de 2025