No hay populismo progresista o de izquierda. Es una estrategia para obtener el poder basada en un discurso polarizador, en la concentración del poder en las manos de un caudillo, en la devaluación de las instituciones republicanas, en la exacerbación de las tensiones sociales, etcétera. Pero quienes distinguen a un populismo de “izquierda” frente al de “derecha” hablan de que la diferencia reside en dónde los populistas suelen poner el acento de sus narrativas. Así, unos serían proyectos concentrados en combatir la exclusión y la pobreza, mientras que los otros prefieren promover la xenofobia y racismo. Los primeros serían los “populismos de izquierda”, presentes sobre todo en América Latina, y los segundos serían, prototípicamente, los movimientos antiinmigracionistas y antieuropeístas del viejo continente.
Pero si se hace un análisis más a fondo, la única conclusión a la que puede llegarse es a que los populismos latinoamericanos son movimientos conservadores, profundamente retrógrados, que tienen poco tienen que ver con lo que tradicionalmente es considerado “izquierda” o “pensamiento progresista”. Esto es cierto desde Perón, padre del populismo latinoamericano y orgulloso émulo de Benito Mussolini, hasta el populista más reciente en llegar al poder, el presidente de Perú, Pedro Castillo, quien respondió así a las preguntas que le hicieron en una entrevista: ¿legalizar el aborto? “Para nada”; ¿la eutanasia? “Tampoco estoy de acuerdo”; ¿el matrimonio igualitario? “Peor todavía; primero la familia”, ¿la marihuana? “Por supuesto que no”. Ahora bien, algo similar ocurre si repasamos las actitudes y opiniones de otros líderes populistas de nuestra región, como Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales y, por supuesto, Andrés Manuel López Obrador. ¡Ah!, y desde luego, del feminismo ¡ni hablar!
¿Cómo pueden ser considerados “de izquierda” populistas como los que hoy padecemos en América Latina, quienes desconfían del razonamiento, la ciencia y la técnica? Frente a las sofisticaciones intelectuales y complejidades de la existencia humana contraponen una cosmovisión maniquea, la cual procura simplificar todo y reducirlo al sencillo contraste blanco/negro. En todos los populismos de izquierda y de derecha, en todas las mendaces demagogias al alza hoy en día en los cinco continentes, siempre se encuentra un acendrado odio a la inteligencia. A nombre de su presunta “superioridad moral” destruyen el pluralismo, pontifican y estigmatizan a críticos y adversarios. Es lo de menos si sus invocaciones mesiánicas no sirven para garantizar un gobierno eficaz; lo importante es instaurar “el imperio del bien” a fuerza de voluntarismo y buen ejemplo. Son expertos en apelar a la irracionalidad para explicar de forma simplista realidades excesivamente complejas, señalar la “insolidaridad” de las soluciones técnicas, acusar la “insensibilidad” de las políticas modernizadoras y desacreditar una creación esencialmente racionalista como es la democracia contemporánea. Lo más importante en su estrategia es extirpar en la mayor medida posible a los procedimientos racional-deliberativos del sistema de gobierno.
Los populistas latinoamericanos constantemente exaltan y hacen suyos valores religiosos. La permanente alusión a estos como fuente de inspiración política pretende fortalecer la legitimidad del líder al identificarlo con las creencias tradicionales y construir una “ilusión de la cercanía” entre el caudillo y el pueblo. Esa actitud es típicamente conservadora. Congraciarse con los electores recurriendo a los sentimientos, prejuicios, odios y temores es una añeja fórmula para los políticos evasores del análisis objetivo de gestión, infructuosos en cuanto a resultados concretos de gobierno y alérgicos a la molesta rendición de cuentas. Es decir, son los recursos tradicionales de los líderes reaccionarios. Quizá no debería sorprendernos tanto. En el populismo están presentes ingredientes religiosos como la intolerancia, el dogmatismo y la elevación mística de un líder providencial. Eso sí, ausentes por completo están en estos caudillos ideas características de la izquierda, como fomentar la formación de conciencias individuales autónomas con tendencia crítica, y adoptar enfoques racionales, pluralistas y tolerantes ante los retos sociales.
Ahora bien, nadie puede negar que la pobreza y la desigualdad son dramas mayúsculos en las sociedades latinoamericanas, ni tampoco ocultar la responsabilidad en ello de nuestras élites económicas y políticas. “¿Cómo reprochar la intención de rescatar a los pobres?”, nos dicen los defensores del populismo. “De no atenderse esta disparidad extrema”, nos aseguran con razón, “se corre el riesgo de ver estallar de forma violenta la desesperación y el resentimiento”. Pero las respuestas populistas han arrojado, históricamente, magros y hasta contraproducentes resultados en el tema del combate a la pobreza, y es así porque, como en todo, pretenden ofrecer soluciones sencillas para problemas complejos. Lejos de atenuar la pobreza y las condiciones de vulnerabilidad terminan por incrementar el número de pobres y por agudizar las inequidades sociales. El populista utiliza la política social como un instrumento de manipulación, no como una herramienta eficaz para resolver los problemas reales de la gente. El genuino combate contra la pobreza exige la articulación de políticas intersectoriales y se enfoca en materias estructurales como la educación de calidad, la política fiscal, la transparencia y el acceso a cobertura sanitaria. Si sólo se procura la creación de redes clientelares y la cooptación política de los más desfavorecidos, se amenaza la estabilidad económica y, a la larga, se perjudica a los sectores más vulnerables.
Por cierto: contrariamente a un prejuicio extendido y equivocado, los populistas “de derecha” también saben ser generosos al aplicar políticas redistributivas y estrategias clientelares. En Polonia, por ejemplo, el gobierno otorga 500 zloty (114 euros) de prestaciones mensuales a las familias con hijos, y paga bonos extra para los pensionistas, subsidios agrícolas, exención de impuestos para los jóvenes y aumentos del salario mínimo. Estas medidas se combinan con una vocación claramente conservadora de defensa de los valores tradicionales, crítica constante a las élites urbanas, odio a los homosexuales y al islam, y un nativismo feroz contrario a los inmigrantes, la Unión Europea, Alemania y Rusia.
Políticas similares pueden encontrarse en numerosos casos de regímenes autoritarios de derecha del pasado y de la actualidad. Regalar dinero desde el gobierno es fácil, y ello no define a un político como “progresista” o “conservador”. Más allá de sus subsidios y dádivas, un conservador aspira a imponer su moral personal y limitada visión del mundo a sus gobernados por medio de un régimen patriarcal y de inspiración mesiánica e irracionalista.