La burocracia es siempre horror pernicioso. Al mismo tiempo, la burocracia es —hasta ahora— el mecanismo que ha funcionado para controlar la arbitrariedad en la convivencia. Pero, la burocracia está repleta de inutilidades y abusos, en particular —y paradójicamente— tanto en las sociedades más desarrolladas como en las acentuadamente subdesarrolladas (como México, a pesar del tamaño de su economía). Las veleidades de la simplificación han llevado a que Franz Kafka, uno de los escritores más significativos del siglo XX —parámetro temporal arbitrario para valorar la literatura— sea considerado una especie de poeta de la burocracia, un visionario que habría alertado a lectores, efectivos y potenciales, sobre los peligros del poder burocratizado. A su vez, Orson Welles (1915-1985, Estados Unidos), un magnífico comunicador con personalidad egolátrica —al estilo de políticos delirantes como Berlusconi, Johnson, López o Trump— decidió adaptar al cine la novela de Kafka, El proceso, escrita en 1914 y publicada póstumamente en 1925. En semanas recientes la Cineteca de la Ciudad de México repuso en pantalla grande el filme estrenando en 1962.

Una versión muy difundida de la vida de Kafka —judío checo que escribía en alemán (1883-1924)— lo muestra como empleadillo de una corporación de seguros. También se enfatiza que habría sido un desconocido —que casi habría pasado desapercibido mientras vivió— acaso para encuadrarlo en el cliché del artista sufriente y venturosamente descubierto al menos después de su muerte; por lo que, al final, se le habría hecho justicia. No obstante, en vida Kafka publicó cuentos, incluyendo una de las piezas fundamentales de la narrativa: “La transformación” (más conocido como “La metamorfosis”). Es cierto que Kafka no alcanzó la fantasiosa vida de éxito que la cultura popular asocia ahora con ser escritor. Pero esto no significa que fuera alguien completamente desconocido en los círculos literarios de su ciudad, Praga; curiosamente, buena parte de los autores que entonces destacaban ahí, hoy están casi olvidados.

En contraste, como veinteañero Welles ya había actuado y dirigido teatro —mintiendo en ocasiones para hacerse de algún espacio u oportunidad— y tuvo un giro afortunado para su fama cuando adaptó para radio la novela La guerra de los mundos (1898), de H.G. Wells. En radio, Welles fungía como locutor, pero también dirigía, hacía guiones y era productor de ciertos programas. Con La guerra de los mundos el domingo 30 de octubre de 1938 provocó la confusión de algunos radioescuchas que creyeron que, en efecto, había una invasión de marcianos en curso; la experiencia se volvió leyenda. Sin embargo, la audiencia comprobable del programa fue minúscula y ni siquiera la mayoría de los escuchas creyó estar oyendo noticias. Probablemente el mismo Welles trabajó a favor de la creación del mito sobre esa transmisión, que fue uno de los factores que le abrieron puertas de Hollywood para coescribir, protagonizar y dirigir su primera y más importante película: Ciudadano Kane (1941). Después filmaría varias cintas más —y múltiples otros proyectos cinematográficos jamás fructificarían, como una adaptación de Don Quijote— pero sería Ciudadano Kane la que persistiría como su gran obra. Como es sabido, décadas después, Kane sigue recurriendo en listas de mejores películas de la historia, con frecuencia en primer lugar; lo que mucho debe a la mera inercia de opinión de los encuestados. Aunque Welles volvió a mostrar su habilidad cinemática —como en la excelente F for Fake (1973)— sus proyectos fílmicos enfrentaron diversas dificultades y fueron, muchas veces, poco memorables, como El proceso.
Orson Welles escribió el guion y dirigió El Proceso. Anthony Perkins —quién poco antes había estelarizado Psicosis (1960)— interpreta a Josef K., el personaje que despierta un día para saberse sometido a una causa judicial de la que nunca conocerá la razón, enfrentando la burocracia policiaca y jurídica. La obra de Welles adopta la interpretación más corriente de la novela como un enfrentamiento entre burocracia e individuos. Para influenciar al público en ese sentido, el filme cita al principio una reseña de El proceso de Kafka, escrita por Louis Chauvet en el periódico francés Le Figaro. La representación del trabajo burocratizado, no obstante, es elemental: cientos de oficinistas ante sus máquinas de escribir, oficinas individuales más imaginarias que efectivamente privadas, la salida simultánea de multitud de empleados. Un espacio y dinámicas llanamente feas: a un chilango del siglo XXI la atmósfera puede recordarle la enorme biblioteca pública de Buenavista.

Welles llevó la anécdota de El proceso a la época que él habitaba y a su idioma inglés. Está presente lo que hoy nos parece una gigantesca computadora y los hechos ocurren en una ciudad con vivienda social en edificios de apartamentos (que en México se conocen como unidades habitacionales). Querer ver en El proceso de Kafka una crítica de los regímenes socialistas difícilmente es acertado. Así como hoy es posible ver el potencial totalitario de los extremismos ambientalistas —las orientaciones que Ferry llamó ecologismo profundo— así también antes de la Revolución rusa podía saberse del carácter dictatorial de los planteamientos basados en el marxismo. Pero pensar El proceso de esta manera resulta forzado y caracteriza a Kafka como adivino. En cambio, la insistencia de Welles en la amenaza que implican los “informantes” no puede desligarse de que para entonces incluso la Unión Soviética estaba pasando por su “deshielo” antiestalinista, aunque seguiría siendo un régimen totalitario por décadas y a pesar de que Welles se considerase izquierdista.

No es posible omitir la impresión de que la literariedad de Kafka no se traduce bien en imágenes, a pesar del, a momentos, acertado uso del blanco y negro, en conjunción con la visibilidad y contraste de sombras, así como la creación o selección de techos bajos en el espacio habitado por K., para oprimirlo de manera explícita. Hay acartonamiento al usar algunos encuadres como escenario teatral del que entran y salen los personajes, sin construir el espacio no visto. El enredo inicial en que la dinámica burocrática genera su justificación a partir de sus procesos —problematizando lo que de hecho es innecesario— se va disolviendo. El “caso” de K. se enuncia y practica como existente, aunque los oficiales que lo revelan buscan dificultades donde sólo hay vacío.
El proceso intenta un onirismo mecánico conectando espacios inconexos. Asimismo, Welles coloca, aquí y allá, frases que semejan ser vehículos de revelaciones, aunque se quedan en obviedades, como: “A veces, estar en cadenas es más seguro que estar libre”. Para cuando K. se encuentra con Léni —interpretada por Romy Schneider— la actuación ha degenerado en gesticulación. El misterio de las palabras se ha perdido en decisiones mal encaminadas. Pero todavía queda un elemento que, acaso, sintetiza las oportunidades perdidas. K. se insinua e incluso besa a su vecina, su jefe parece clasificar a K. como pederasta, otros personajes son promiscuos, se alude a la pornografía, el abogado —papel de Welles— linda con la perversión al asegurar que “los acusados son atractivos” y al hablar de su costumbre de escuchar sobre infidelidades; K. y Léni coquetean, ella incluso le da una llave para entrar, K. habla de que las mujeres tiene “influencia”. No se trata de que prevalezca el poder sobre el sexo, ni de alguna tremenda complejidad: El proceso de Welles conlleva un erotismo que no encarna.

Un cartel anunciaba El proceso como “¡La mejor película que se ha hecho!”. No es extraño que creadores volcados al culto de sí mismos —Ciudadano Kane retrata a un ególatra— lleguen a un punto en que creen viable realizar, desde ese momento, obras de carácter trascendente. Al hacerlo desestiman que hay experiencias vividas sólo en familiaridad con el fracaso y que hacen falta temperamentos excepcionales para construir algo desde esas vivencias; no resulta sencillo inventarlas desde el cumplimiento de la normalidad, aún con pequeños o grandes obstáculos del pasado, que son, finalmente parte de ella (como perder tiempo, o proyectos enteros, por trámites burocráticos). No es cuestión de juzgar los filmes por la personalidad de sus directores —lo que equivaldría a la censura extrema de la cultura de la cancelación— tiene que ver con explicar por qué materias como la angustia pueden ser abordadas con atino por ciertos artistas, mientras que otros sólo las bordean o se pierden en ellas (como al suponer que el carecer de una oficina privada integraría la sensación de ser vigilado). Además, cualquier vida es más que el recuento de actividades públicas. No obstante, con Kafka y Welles estamos ante encaramientos de la vida y el arte que son contrastantes, probablemente incompatibles; que quizá dejaron a Welles sin posibilidad de compenetrarse en la creación de Kafka. El proceso de Welles ni siquiera es un fracaso: es una simpática cinta con gestos imitativos, con la cámara arriba o abajo en vena expresionista. Salvo que distorsionara la percepción de su propia obra, el exitoso y fantoche Welles encontró motivos de frustración ante la imaginación radical de El proceso de Kafka.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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