Asistimos en México al proceso interno de selección de candidatos presidenciales de los partidos políticos hacia la elección del año entrante los cuales, de entrada, tiene un vicio de origen común: violan flagrantemente a la ley, la cual establece calendarios estrictos para iniciar las campañas. Nuestros partidos se han adelantado indebidamente y encima inciden en una ridícula simulación al “disfrazar” el proceso. Morena asegura buscar al “coordinador de los comités de defensa de la Cuarta Transformación”. La coalición Va por México elige formalmente al “responsable nacional para la construcción del Frente Amplio Opositor”. ¡Vaya cinismo! No nos abandonará jamás a los mexicanos nuestra insuperable incapacidad de vivir conforme a las reglas establecidas. Sin embargo, es de destacar que, al menos en apariencia, los partidos involucran a la sociedad en sus respectivos procesos de selección, aunque esta apertura ya se ha visto limitada por las condiciones específicas que cada bando a impuesto a los aspirantes con el propósito, me parece, de disimular un dedazo presidencial (en el caso de Morena) y la designación por parte de las dirigencias partidistas en lo concerniente a Va por México). Aun así, esta apertura -real o apócrifa- refleja un hecho político cardinal de nuestros tiempos: la crisis de representatividad de los partidos.
Por mucho tiempo se estimó que los partidos eran una especie de “ejércitos” para los cuales era imprescindible una estructura férrea y una incuestionable disciplina si es que querían salir victoriosos de la “guerra democrática”. Recuérdese, por ejemplo, la célebre ley de hierro de la oligarquía enunciada por Robert Michels: “quien dice organización dice tendencia a la oligarquía”; y la descripción de Max Weber de los partidos, a los que definió como “cuerpos que luchan por el poder marcados por la tendencia a dotarse de una estructura marcadamente dominante”. Uno de los efectos más trascendentes que experimentan, o deberán experimentar, los partidos como parte fundamental de su proceso de adaptación a las circunstancias sociales contemporáneas es el progresivo declive del “aparato”. Para sobrevivir, tarde o temprano los partidos deberán transformarse para dejar de ser los andamiajes rígidos y burocratizados descritos por Michels, Ostrogorski y Weber y convertirse en organismos dinámicos marcados por la desideologización y la descentralización de las decisiones. Desde luego, esta flexibilización no deja de tener sus riesgos. Partidos más laxos podrían caer ante los embates del personalismo, ser más dóciles frente a la excesiva influencia de los medios de comunicación, más proclives a vender la imagen de candidatos como si se tratara de detergente, y más dispuestos a caer en la tentación de convertirse en organizaciones “atrapa todo” dedicadas al oportunismo electoral o a cubrir únicamente necesidades coyunturales.
Uno de los aspectos fundamentales de la modernización de los partidos se refiere a la selección de candidatos. Precisamente es en este rubro donde las tendencias oligárquicas mencionadas por los estudiosos se han hecho presentes en la vida de los partidos con mayor evidencia. La selección de candidatos a puestos de elección popular en la inmensa mayoría de los partidos ha estado muy lejos de satisfacer plenamente los principios democráticos, al atender la necesidad de mantener la unidad de acción y criterio de la organización frente al reto que supone la competencia en las urnas. Tradicionalmente, en los sistemas presidenciales se procede a realizar una convención o congreso de delgados para designar al candidato, pero por lo general dichos congresos y convenciones también son de carácter “aclamativo” (como les llamó Von Beyme) y se limitan a refrendar las decisiones tomadas por los órganos de dirección.
Al respecto Estados Unidos es un caso sui generis. Las características de su sistema de partidos son prácticamente únicas a nivel mundial al estar conformado por dos grandes instituciones completamente descentralizadas, desideologizadas y horizontales carentes de una instancia de dirección nacional fuerte. La naturaleza de los partidos demócrata y republicano son la razón por la que en Estados Unidos se necesite celebrar elecciones primarias para designar a los candidatos en todos los niveles de representación, desde representantes a las legislaturas locales hasta presidente del país. Claro, esto no quiere decir que en Estados Unidos el sistema sea “prístinamente democrático”. Por el contrario, es bien conocida la poderosa influencia de los jerarcas locales, y las primarias norteamericanas han sido fuertemente cuestionadas, ya que las peculiaridades de la laxa legislación electoral norteamericana producen ventajas nada despreciables en favor de los candidatos que cuentan con mayores recursos económicos.
La idea de elegir a los candidatos mediante procesos donde todos los militantes puedan sufragar por el candidato de sus preferencias se ha puesto de moda en todo el mundo. Pero en algunos casos los resultados han sido francamente contraproducentes. En Estados Unidos por el carácter “natural” de las bases de los partidos (siempre más propensas al fundamentalismo) las primarias suelen favorecer a los candidatos que mantienen posiciones radicales o a políticos populares, pero poco experimentados. Ello ha coadyuvado a la polarización. En otras naciones, donde los partidos están centralizados y bien estructurados, la gran mayoría de las veces las primarias se han traducido en la exacerbación de pugnas y divisiones internas. Tal fenómeno es fácil de constatar en América Latina, donde las primarias o “internas” son cada vez más comunes. El ejemplo claro de esto lo ofrece Argentina. Aquí la celebración de primarias (obligatorias por ley) ha aportado poco a la consolidación de los partidos y sí ha prohijado personalismo, mayor clientelismo y divisiones internas. Asimismo, juegan en detrimento de partidos de nueva creación o con una militancia pequeña, proclives a ser víctimas de manipulaciones a sus censos de electores por actores externos enfocados a pervertir los resultados. Existe también el riesgo de que se utilice este instrumento no tanto como un medio de democracia interna, sino como un sistema de resolución de conflictos entre facciones a través del cual el ganador del proceso de primarias lo gana todo y el perdedor, aunque haya sido respaldado por una parte relevante de la militancia, queda condenado al ostracismo.
En México los partidos han utilizado casi todos los métodos para seleccionar a sus candidatos. Sin embargo, en los hechos las dirigencias han sido capaces de incrementar el control sobre la nominación de candidatos. Ahora, nuestro país es un pionero en definir candidaturas recurriendo a encuestas, sobre todo en el caso de Morena, pero las desventajas del mecanismo saltan a la vista: no son transparentes las formas sobre cómo se decide quienes deben ser los participantes, ni cuáles serían las preguntas idóneas para determinar al ganador, ni suelen formularse preguntas con un fraseo explícito y siempre existirán dudas sobre la eficacia e imparcialidad de las empresas encuestadoras, sobre todo en tiempo donde sus resultaos han sido tan inexactos. ¿Pueden las encuestas sustituir la competencia al interior de los partidos políticos? Sólo si se transparentan los criterios de como decidir sobre quienes deberán de ser los participantes, los detalles metodológicos, la naturaleza de la muestra y las preguntas a realizar. De lo contrario, seguirá siendo lo que son hoy en México: un método poco transparente, muy susceptible a ser manipulado.