El pasado mes de septiembre una auditoría contratada por el Partido Republicano en el estado de Arizona confirmó que Joe Biden derrotó a Trump en el condado de Maricopa. Este informe se suma a la larga lista de recuentos efectuados desde el día e la elección, todos confirmando los resultados de 2020. Sin embargo, tanto el inefable ex presidente como su partido insisten en mantener su “verdad alternativa”. Los ataques del expresidente a la democracia están contribuyendo a mantenerlo políticamente relevante y su capacidad para crear y sostener entre millones la credibilidad de la falsa narrativa de un supuesto triunfo escamoteado es tangible señal de su poder. Según reciente encuesta de CNN, el 36 por ciento de los estadounidenses no cree en el triunfo legítimo de Biden, entre los republicanos este porcentaje se eleva al el 78 por ciento y el 54 por ciento dentro de este grupo cree que existen evidencias irrefutables para corroborarlo, a pesar de que nadie las ha visto y a que múltiples tribunales y autoridades estatales y federales, el Congreso e incluso el propio Departamento de Justicia de Trump han respaldado la validez del proceso electoral.
El predominio de las mentiras de Trump erosiona los estándares democráticos norteamericanos y tal descomposición puede alcanzar una masa crítica el año 2024, cuando se celebren las próximas elecciones presidenciales. Las experiencias de naciones cuyos regímenes democráticos han cedido ante el empuje del ascenso de figuras autoritarias (Europa del Este, por ejemplo) demuestran que el daño acumulado se suma y llega a un punto de “no retorno” donde se vuelve irreversible. De ahí la admiración que muchos trumpistas han externado respecto al sátrapa húngaro Viktor Orban. Una buena parte de los analistas políticos norteamericanos más serios advierten de la inminencia de una crisis constitucional a medida que Trump refuerza su control sobre los republicanos. El plan final es imponerse a ultranza en 2024 y, si esto sucede, cambiaría el mundo. El Partido Republicano ya no se define por la ideología, sino por su incondicional lealtad a Trump, prueba de ello es su decisión (por primera vez en la historia) de no presentar plataforma electoral alguna rumbo a los comicios del año pasado. El partido solo se atuvo a la figura de su candidato.
El plan para triunfar en el 24 incluye de todo: remover a los funcionarios electorales que detuvieron el esfuerzo de trumpista de revertir los resultados en 2020, obstaculizar el derecho del voto a las minorías mediante arbitrarias legislaciones locales, impedir que funcionarios y personajes involucrados en los disturbios del 6 de enero rindan cuentas ante el comité congresional que investiga esos hechos, insistir en la antidemocrática práctica de distorsionar hasta el ridículo la redistritación electoral (gerrymandering). Pero su objetivo principal es trasladar mediante reformas a las legislaciones electorales estatales la posibilidad de decidir los resultados en las urnas a las legislaturas locales mediante el poder decidir si, en lugar de asignar delegados al Colegio Electoral a candidatos ganadores de una elección presidencial, los legisladores estatales los designan de acuerdo con su “percepción” de quien fue el verdadero ganador. Los republicanos controlan todas las ramas del gobierno en 23 estados, mientras que los demócratas lo hacen en solo 15.
Los republicanos ya han cruzado su Rubicón. Se han convertido en una secta con una agenda radicalmente reaccionaria y antidemocrática. Ven en sus adversario a traidores a la patria inmorales y peligrosos, y una democracia liberal no puede sobrevivir si uno de sus partidos importantes cree que sus derrotas son ilegítimas y debe hacerse hasta lo imposible por impedir el triunfo de sus adversarios. Por eso están determinados a ganar por cualquier medio y a cualquier precio tanto la elección legislativa de término medio de 2022 como la presidencial de 2024, y si eso sucede el sistema democrático estadounidense (vigente por 244 años) podría llegar a su fin, porque el hecho de que decenas de millones de estadounidenses estén convencidos de las mentiras de Trump y de todo un andamiaje de teorías conspirativas plantea serias dudas sobre el futuro de la propia arquitectura política del país. Las elecciones de 2024, podrían acarrear un caos sin precedentes con protestas masivas enfrentadas unas a las otras en múltiples estados mientras los legisladores de ambos partidos reclaman la victoria y acusan al otro de esfuerzos inconstitucionales para tomar el poder. Y como resultado de tal desconcierto serían ingentes las posibilidades de ascenso de un gobierno ilegítimo.
Con los republicanos dueños del control de la Cámara de Representantes y del Senado tras un hipotético triunfo el año entrante, con la mayoría de las legislaturas electorales bajo su dominio y el cariz cada vez más conservador del Tribunal Supremo una eventual reelección de Trump (legítima o resultado de manipulación) ubicaría a Estados Unidos en el umbral de un sistema autoritario. Sería de suponerse que el enfoque ingenuo e incompetente del ejercicio del poder exhibidos por Trump durante su primer mandato no se repetiría. Ahora este aspirante a tiranuelo entiende mucho mejor la necesidad de ubicar leales devotos para dirigir las instituciones responsables de justicia, seguridad nacional, impuestos, espionaje y defensa. Y si Estados Unidos (la única superpotencia democrática) se encaminase claramente hacia una nueva forma de autoritarismo obviamente las implicaciones globales serían muy profundas para las democracias liberales del resto del planeta, así como para la capacidad global para cooperar en tareas vitales como la gestión de los riesgos climáticos y la defensa de los derechos humanos.