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jueves 26 diciembre 2024

El enigmatico Mullah Omar

por Pedro Arturo Aguirre

Quienes estamos fascinados por la historia de megalomanía en política no podemos dejar de sentirnos atraídos por la figura de dictadores que encabezaron gobiernos autoritarios muy personalizados, pero que de forma ostensible renunciaron a promoverse culto a la personalidad. Uno de estos curiosos casos lo ofreció el mullah Mohammed Omar en Afganistán cuando se estableció el primer gobierno talibán (1996-2001). A decir verdad, la ausencia de un culto a la personalidad en un régimen fundamentalista religioso no debería de sorprendernos demasiado. A pesar de haber sido un obtuso régimen totalitario que con Omar contaba con un líder bien definido, el fundamentalismo condenaba, de principio, cualquier intento de deificación de un ser humano. Entre los talibanes solo prevalece la devoción a Allah. Por eso Omar nunca fue proclamado ni recibió el trato de jefe de Estado. Se conformó con llevar el “humilde” título de Amir-ul-Momineen, que significa “emir de los creyentes”.

Poco se sabe de seguro sobre la biografía de este misterioso líder. Las reseñas hablan de un semianalfabeto de origen campesino que desde niño experimentó una perenne tendencia a la timidez. De hecho, sus compañeros de armas y todos quienes lo conocieron no lo podían creer cuando Omar lideró el levantamiento armado talibán que llevó a estos fanáticos al poder en 1996. Proyectaba el mullah en su talante, un perceptible miedo a los lugares extraños y a los rostros desconocidos. Durante su tiempo como líder de Afganistán evitó siempre reunirse con delegaciones extranjeras. De hecho, solo una vez estuvo en Kabul y nunca salió del país, a pesar de una invitación personal que le hizo el rey de Arabia Saudita para que cumpliera con el mandato musulmán de peregrinar por lo menos vez en la vida a La Meca. Como gobernante el único “exceso” que se permitió fue ordenar la construcción de una gran mezquita en Kandahar. Aun así, de Omar no dejaron de decirse algunas cosas extraordinarias. Se supone que el día de su nacimiento su madre montaba un burro cuando se puso de parto. Ella se apeó, dio a luz, y rápidamente reanudó el viaje llevando en brazos a su hijo recién nacido. El niño nació enfermo y nadie esperaba que sobreviviera, pero logró hacerlo. Ya de adolescente vio a su padre fallecer prematuramente. Debió abandonar sus estudios religiosos e iniciar un periplo para buscar trabajo. Recaló en la provincia de Kandahar, donde se convirtió en el mullah de una pequeña madraza local. Poco después se sumó a la yihad contra los soviéticos, lucha en la que perdió su ojo y adquirió la imagen de hombre tenebroso, barbado y tuerto con el que pasará a la historia. Se asegura que tras ser herido se arrancó él mismo el ojo y se limpió los dedos manchados de sangre en el muro de una mezquita.

El mullah Mohammed Omar, en una imagen de 1995. / AP

Bajo la guía de Omar creció la fama de honestos y justicieros de los talibanes. Se admiraba su desapego a lo material, que contrastaba con la rapacidad del resto de las guerrillas muyahidín. Ello les aseguró adhesiones masivas. Esta vocación a la austeridad extrema es fruto de una lectura literal del Corán, la cual prescribe la fiscalización totalitaria de la conducta privada de los talibanes y una noción especialmente belicosa de la yihad, interpretada no solo como una guerra santa contra los infieles, sino también contra los musulmanes considerados “impíos” y “heréticos”. Una vez instalado en el poder, Omar inició su enigmática forma de gobernar. Poco salía de su residencia de Kandahar, donde llevaba una vida ascética. Era lo menos parecido a un tribuno popular y sus conocimientos sobre los temas de gobierno e incluso sobre los teológicos no eran particularmente profundos. Hay quien dudaban de su verdadero carácter de mullah. Pero de lo que nunca careció es de la convicción del iluminado.

Con todo y su proverbial retraimiento, el poder siempre estuvo totalmente concentrado en sus manos. No se podía poner en práctica ninguna decisión con la que él no estuviese de acuerdo. Tenía el control directo sobre la temible policía religiosa, encargada de imponer los mandatos de la sharia, aunque siempre escuchó las asesorías y consejos del maulvi Said Mohammed Pasanai, presidente del Tribunal Supremo islámico de Kandahar, quien enseñó a Omar los elementos básicos de la ley sagrada durante la lucha contra la URSS. Sumió a Afganistán en el oscurantismo medieval. Erradicó toda forma de racionalidad y debate, proscribió la diversión, suprimió la educación superior y prohibió las representaciones icónicas por ser “formas de idolatría” que distraían al creyente de sus obligaciones religiosas. Destruyó infinidad de obras de arte, siendo el caso más conspicuo del de los dos Budas de Bamiyán. También ordenó la persecución implacable del hachís, pero no así del negocio del opio, con el argumento de que la ley islámica penaba el consumo de drogas, pero no su comercialización. Dispuso regulaciones de vestimenta y presencia física para hombres y mujeres. Los primeros debían dejarse crecer la barba hasta cierta longitud, las segundas fueron excluidas de todo trabajo fuera de casa y se les impuso el uso riguroso del burka. A los infractores se les aplicaban castigos brutales y públicos como la flagelación para los consumidores de licor, la lapidación para las adúlteras, la amputación para los ladrones y la ejecución de los asesinos a manos de un familiar de la víctima. Los talibán incluso inventaron escarmientos que no figuran en el Corán, como enterrar a los homosexuales bajo un piso de ladrillos.

Cuando Estados Unidos invadió Afganistán para acabar con el régimen de los talibanes tras los atentados del 11 de septiembre, Omar lo consideró como un castigo divino causado por los talibanes al persistir en seguir “malos caminos” y reiterar su gusto por el pecado. Murió en 2015, como prófugo de las fuerzas de la Coalición que había invadido a su país y después de años de ser la personificación del yihadista radical. Hoy los talibanes, que han vuelto al poder tras la humillante retirada de Estados Unidos, quizá tendrán un liderazgo más colegiado que en los tiempos de Omar, pero no será más moderado. La única novedad es su estrategia de comunicación, la cual incluye ofrecer frecuentes conferencias de prensa y el uso de las redes sociales. Ah, y sobre todo, tendrán una actitud menos autista frente al mundo. Sobre todo China, desinteresada en los temas de protección a los derechos humanos, ha dejado entrever su interés de hacer negocios con los nuevos talibán.

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