Muchos describen al siglo XXI como “darwiniano” porque con el conflicto en Ucrania la guerra ha vuelto como instrumento implacable para la resolución de las controversias internacionales. Desde luego, la guerra jamás ha desaparecido del todo, pero Ucrania involucra claramente a las grandes potencias y esa es la terrorífica novedad. Hoy el mundo está de cabeza y jamás ha surgido en la historia un nuevo orden internacional pacíficamente. Pero, aunque podamos entender este brutal antecedente, no por ello las guerras dejan de desentonar con el siglo XXI. Nos habíamos acostumbrado a conflictos atenuados y periféricos solventados a base de sanciones económicas y de confrontaciones híbridas poco sangrientas, con sus “batallas psicológicas” y “ciberataques”. A estas alturas, la civilización humana debería haber asimilado hace mucho una lección: se sabe cómo empiezan las guerras, pero es complicado prever cómo acaban. Ante lo incierto del desenlace se hace muy difícil entender por qué los países desencadenan conflictos armados. Y otra gran verdad digna de aprender: la gran mayoría de las guerras terminan sin un ganador claro y ello las hace más crueles, si cabe. ¿Vale la pena, por tanto, tanta inversión en recursos y, sobre todo, en vidas?
En estos tiempos darwinianos se ha puesto de moda entre académicos y políticos (por lo menos entre los más lúcidos) releer las obras de Carl von Clausewitz, cuya vitalidad de pensamiento es asombrosa. Aunque nunca escribió una línea de filosofía propiamente dicha se le ha considerado el filósofo de la guerra por antonomasia. Ha sido un autor mal comprendido, sobre todo por los pretendidos “geopolíticos” y por los nacionalistas rabiosos. Para empezar, debe aprenderse a leer su frase más famosa, cacareada, mal traducida y muy manipulada de “la guerra es la continuación de la política por otros medios” (así la dice todo el mundo). El texto real es más complejo: “La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de estas por otros medios”. Y sigue… “La dirección de la guerra debe corresponder por entero a las intenciones de la política, si bien ésta debe adaptarse previamente a los medios de guerra disponibles”. Hay una diferencia de fondo entre el cliché y la idea sustancial del autor.
Raymond Aron, Aron aceptaba ser considerado como un neoclausewitziano, y lo explicaba con estas palabras: “Romántico y razonable, implacable en sus análisis y de una sensibilidad estremecedora, Clausewitz pertenece al linaje de los Tucídides y los Maquiavelo, quienes, mediante el fracaso en la acción, encuentran el ocio y la resolución para elevar al nivel de la ciencia clara la teoría de un arte que practicaron imperfectamente”. También escribió: “siguiendo la lógica de Clausewitz, todas las guerras tienen solución política y muy pocas solución militar. La política es, entonces, el instrumento para volver sobre las causas de cada guerra y contribuir a su liquidación”. Esto estaba en la mente de Clausewitz y no ha sido asimilado por quienes insisten en ver al prusiano como un “metafísico de la violencia”. Otro fiel clausewitziano, el sensato y reformador general Hans Von Seeckt, iba en el mismo sentido al afirmar “la guerra era siempre un fracaso de la política, un remedio fatal para las cosas que no tienen remedio, por eso todo fracaso de la política debía ser tomado como temporal”.
Otra de las enseñanzas mal comprendidas de Clausewitz por parte de los nacionalistas furibundos y fetichistas de la “geopolítica” es la importancia de “la delimitación de los objetivos finales en una guerra”. Sobre esto Clausewitz escribió: “Tener un plan no asegura la victoria, pero no tenerlo conlleva la derrota… y una vez alcanzadas las máximas ganancias territoriales en función de las fuerzas militares disponibles todo avance corre el riesgo de transformarse en una catástrofe”. Asimismo, propugnaba por evitar ofuscarse con la victoria en la batalla: “Todo mando ha de saber cuál es el límite de sus fuerzas y no ir más allá, a riesgo de perder lo ganado. En las guerras también hay que distinguir el avasallamiento de la destrucción. Dicho límite tiene que quedar ya claro en el momento de la planificación”.
Pero la lección más dura, sobre todo si hacemos referencia al conflicto actual en Ucrania, lo da Clausewitz al reflexionar sobre como la guerra siempre termina por imponer su propia lógica, una donde los combatientes se ven irremediablemente absorbidos por una vorágine imparable: “Si uno de los bandos utiliza la fuerza sin remordimiento y no se detiene ante el derramamiento de sangre, al tiempo que el otro se contiene, aquel bando obtendrá ventaja. Aquel bando obligará al otro a reaccionar, cada uno arrastrará al contrario a situaciones extremas, y los únicos factores limitativos serán las contrapartidas propias de la guerra… Introducir el principio de moderación en la teoría de la guerra siempre conduce al absurdo lógico”. La incertidumbre sobre el resultado a la hora de iniciar una guerra es, por tanto, enorme. Cabe añadir aquí los datos de un estudio realizado por el especialista en temas militares de Harvard Ivan Arreguín donde demuestra una tendencia inquietante: “En los conflictos armados del siglo XIX los países más poderosos tenían claramente las de ganar frente a los formalmente más débiles, este desequilibrio fue menos claro en la primera mitad del siglo XX y se invirtió en la segunda. En este último período, los países considerados más fuertes ganaron solo el 45 por ciento de las guerras ante contendientes más débiles”. Estos datos no parecen ir a favor de la aventura de Putin en Ucrania. Los conflictos tienden a dilatarse en el tiempo, a no conocer resoluciones claras o absolutas y a representar un inicuo y prolongado desgaste para las sociedades afectadas por ellos.