Me urge llegar a Ciudad de México porque en la tarde debo ver al doctor que revisará mis análisis por un problema intestinal que padezco desde hace dos meses. Estoy en el asiento 17D del avión que debió salir hace una hora, pero aún estoy calmado porque, previsor, mi cita médica la tengo para tres horas más tarde. Noto que hasta adelante hay un artista o no sé quién, un personaje famoso que complace a su público, habla con los fans, se toma la foto y juntos ríen. Abro un libro para distraer el hambre. El invento de la soledad, se llama, de Paul Auster. Quiero ir al baño y, de mala gana, la azafata me pide surcar un pequeño charco de gente; es la que rodea al Presidente electo, ahora veo. Mi deposición es proporcional a la opinión que tengo de la circunstancia en la que estoy. Ya pasaron más de tres horas y nada, seguimos varados, entre la lluvia y la alegría de las selfies y la cara que se le caería de vergüenza, dice el excandidato, si viajara en el avión presidencial. A mí me da pena llegar tarde con el médico, aunque supongo que al Presidente no le dará si llegara tarde a una reunión de mandatarios porque hay mucho tráfico en el viejo aeropuerto de Ciudad de México (“Disculpe señor Trun’, es de que tuvieron que sacar del avión a Alejandro Fernández que nos estaba cucando con un accidente aéreo que ocurrió en Durango”, imagino). Me lleva la chingada: han pasado cuatro horas y media y no sólo no iré con el doctor, sino que tampoco podré firmar los cheques del pago de la renta que tengo en la oficina (“Lo que es la vida, y este cabrón con muchas más responsabilidades que yo, riendo y haciendo campaña, dejándose querer”). Cierro el libro. Tengo frío. El aire acondicionado me inflamó las anginas porque dejé mi chamarra en la maleta y procuro pensar en otra cosa, lo que sea, porque tengo infinitas ganas de rascarme el culo, y no es propio hacerlo junto a dos cotorras que la han pasado comentando sobre “La casa de las flores”, por lo que no pude dejar de oír que una se las cotorras recibió durante varios años lo suyito, mientras el esposo la pasaba de viaje. Son cinco horas ya. Tengo unos enormes deseos de decirles eso, pinches cotorras ya dejen de hablar, pedirle a la azafata una bacinica ahora para orinar o de plano madrear a uno de los pilotos. Pero me remuerde la conciencia. Yo pensando en el médico y en mis deudas, y a unos metros de mí, un grupo pensando en la patria; yo queriendo cagar o sólo rascarme el culo, y allá, hablando de la austeridad republicana. “Soy un fifí”, me digo, y cuando el piloto avisa por fin que emprenderemos el vuelo me pregunto seriamente si decir tantas groserías por un retraso de cinco horas y 15 minutos me hace ser parte de la mafia en el poder. Yo, sinceramente, espero que no.