“Quiero que entiendas y a la vez comprendas,
Y escribas la herencia que voy a dejar,
Grabo los nombres para que no exista,
ninguna razón de alguna confusión”
Rigo Tovar
Todo en los líderes megalómanos tiene que ser grandilocuente. Estos personajes son incapaces de asumir la realidad en términos objetivos y plenamente racionales. Por eso abusan de términos ampulosos como “La Historia”, “la Posteridad”, “el Heroísmo”, “el Pueblo”, “la Grandeza” etc. Los populistas latinoamericanos son muestras fehacientes de esto. Baste hacer un breve repaso a las peroratas de Perón o Chávez para asquearse con el descaro total de su extravagancia verbal, sus hipérboles, sus exageraciones, sus mentiras, sus lugares comunes y su cursilería… ¡mucha cursilería! Trump también es otra buena ficha en esto, el uso desmedido de conceptos enfáticos: “tremendo”, “impresionante”, “fantástico”. Nuestro Peje, que muy bien puesto tiene su corazoncito megalomaníaco, no está exento de estas soflamas y ahí están para comprobarlo su “Cuarta Transformación”, su “Constitución Moral” y su cruzada para “Moralizar al País”. Ahora suma a sus manifestaciones narcisistas su irrisorio “Testamento Político”.
Mucho se ha hablado en estos días a propósito de este despropósito de los testamentos políticos de aquellos megalómanos que pretendieron ir más allá de la muerte para dejar su huella indeleble en la historia. Uno de los más importantes (y olvidados) es el del cardenal Richelieu, quien temía que tras su muerte el rey Luis XIII “perdiera el rumbo”. Escribió entonces un manual de gobierno destinado a orientarlo. En uno de los pasajes Richelieu le advierte al rey que “nada es más necesario al gobierno de un Estado que la anticipación”. También el testamento de Lenin es célebre. Lo escribió con el propósito de proponer cambios en los órganos gobernantes de la URSS pero también, y sobre todo, para tratar de evitar que Stalin lo sucediera en el poder. “Stalin es demasiado grosero y este defecto, aunque bastante tolerable en nuestro medio y en el trato entre nosotros los comunistas, se convierte en intolerable en un Secretario General. Por eso sugiero que los camaradas piensen en una manera de sacar a Stalin de ese puesto y nombrar a otro hombre en su lugar”.
Hitler lo dictó a su mecanógrafa mientras la hecatombe total devoraba a Alemania. El Führer pretendió justificar sus acciones frente a la historia (siempre la Historia) y nombró como su sucesor al frente de lo poco que quedaba del III Reich al almirante Karl Dönitz. Franco pide a los españoles “perseverar en la unidad y la paz, sin olvidar que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta” y ser leales al rey Juan Carlos. Perón escribió como testamento un mamotreto denominado “Modelo Argentino para un Proyecto Nacional”. Palabrería pura, como cabía esperar de tan ínclito demagogo: “Nuestra patria necesita imperiosamente una ideología creativa y nacional… el mundo nos ha ofrecido dos posibilidades extremas: el capitalismo y el comunismo… Paralelamente, la concepción cristiana presenta otra posibilidad, impregnada de una profunda riqueza espiritual, pero sin una versión política suficiente para el ejercicio efectivo del gobierno. Servir al liberalismo o al comunismo implica servir al neocolonialismo. Hay que decidirse por la liberación”. Getulio Vargas decidió suicidarse siendo presidente, pero dejó un texto pavorosamente cursi: “Luché contra la expoliación del Brasil. Luché contra la expoliación del pueblo. He luchado a pecho descubierto. El odio, las infamias, la calumnia no abatieron mi ánimo. Les di mi vida. Ahora les ofrezco mi muerte. No recelo. Doy serenamente el primer paso hacia el camino de la eternidad y salgo de la vida para entrar en la historia”. El último discurso de Salvador Allende, radiado mientras caían bombas sobre La Moneda, puede también ser considerado un testamento político: “Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. Por su parte, Pinochet trató de justificar en su postrer documento el golpe de Estado contra Allende: “El dilema era, o vencía la concepción cristiana occidental de la existencia, para que primara en el mundo el respeto a la dignidad humana y la vigencia de los valores fundamentales de nuestra civilización, o se imponía la visión materialista y atea del hombre y la sociedad, con un sistema implacablemente opresor de sus libertades y sus derechos”.
Los dirigentes mas megalómanos suelen aprovechar estos documentos finales no solo para designar a sus sucesores, sino para explayarse en el desarrollo de sus inmortales teorías y visiones sobre la vida y el mundo. Enver Hoxha, el vesánico líder comunista albanés, tras divagar en ridículas imbricaciones pseudoideológicas, cierra su texto con su más celebra frase: “Los albaneses comeremos pasto antes que vendernos por las treinta monedas de plata del imperialismo norteamericano, chino, soviético o titoísta”. Otros prefieren ser más prácticos a la hora de enfrentar su hora póstuma. Por ejemplo, Hugo Chávez dejó de lado las grandilocuencias y prefirió dejar bien claro que escogía como su sucesor a Nicolas Maduro.
¿Qué dirá el testamento político del Peje? Pues eso, por lo pronto, sólo lo sabe él y su conciencia, pero lo que sí es evidente es que se trata de una muestra más de su talante autoritario, de su soberbia y de su megalomanía galopante. Es ridículo que piense en su legado histórico un político tan menor, cuyo gobierno ha sido asaz mediocre, por decir lo menos. Pero, claro, nuestro narciso en jefe ve la realidad desde su muy particular y fantasiosa óptica. Nos dijo: “no puedo dejar un país en un proceso de transformación (…) sin tener en cuenta la posibilidad de una pérdida de mi vida”. ¡De risa loca! ¡Mejor póngase a trabajar, señor presidente, hay mucho que hacer! Aunque, bien pensado, esto de anunciar su testamento es un error político porque deja claro lo feble de las condiciones de salud de AMLO y la gran desconfianza que el señor le tiene a su propio partido y a su círculo cercano, ya por no hablar de las instituciones que garantizan la gobernabilidad del país. Pero, de alguna manera, también es muestra de ingenuidad. AMLO cree que si escribe las instrucciones de lo que deben hacer sus seguidores si muere antes de terminar su sexenio, ello será suficiente para asegurar su anhelado “paso a la Historia”. Pero el destino le tiene preparado otro dictamen: será recordado como un politiquillo ridículo y un gobernante incompetente y desquiciado. Los dictadorzuelos y quienes aspiran a serlo y que están obsesionados en la “grandeza histórica” terminan haciendo un inapelable ridículo. Por eso, para testamentos mejor el de Rigo, porque ese en vez de ser político ¡es un pergamino de amor!