Barry Goldwater, candidato republicano a la Presidencia de Estados Unidos en 1964, es una figura juzgada con injusticia por la historia. Con lo que no quiero decir que sus ideas políticas hayan sido encomiables y sensatas –su anticomunismo paranoide y su militarismo entusiasta lo alejan de tales paradigmas– sino sólo que dista de ser el monstruo racista que la narrativa hegemónica ha dibujado.
Todo análisis atribuye la derrota de Goldwater ante Lyndon B. Johnson a un hecho analizado a poco detalle: su oposición a la Ley de Derechos Civiles de 1964, que hiciera ilegal la discriminación por raza, color, religión, género u origen nacional, así como la segregación racial en escuelas y espacios públicos.
Esa oposición suena más terrible de lo que en realidad fue, ya sólo porque Goldwater no era, ni por asomo, racista. Tan no lo era que, cuando Senador, votó a favor de la Ley de Derechos Civiles de 1957, la primera en otorgar garantías electorales a la población negra. Fue factor de la desegregación del comedor del Senado estadounidense al insistir en que su asesora negra Katherine Maxwell fuera atendida en situación idéntica al del resto de los comensales. Y a todo lo largo de su vida adulta fue miembro de la National Association for the Advancement of Colored People –organización entonces todavía considerada la más importante instancia pro derechos civiles en su país– y, como parte de ella, promovió la integración racial de las fuerzas armadas, así como de la educación pública, en su natal Arizona.
De hecho, el punto que haría a Goldwater oponerse a la legislación de 1964 nada tenía que ver con sus fines sino con su espíritu centralista: pensaba que las formas y ritmos de esa integración racial debían ser competencia de los estados y no de la Unión. Johnson, sin embargo, supo leer dos cosas: la poca complejidad intrínseca a los discursos electorales –Goldwater era un opositor a la iniciativa, ergo un racista– y, más importante aún, el Zeitgeist. En 1964, con protestas en toda la Unión Americana, liderazgos visibles de Martin Luther King y Macolm X, una amenaza nuclear latente, el asesinato de John F. Kennedy aún fresco y la contracultura en auge, Estados Unidos reclamaba un cambio de paradigma, y votó por quien mejor se lo garantizaba: un Johnson no particularmente atractivo pero cuya agenda daba un lugar preponderante a los derechos civiles. No era –para usar la jerga hoy en boga entre mercadólogos electorales– sexy pero sí lo que reclamaba el momento histórico. Así, arrasó ante Goldwater con una ventaja de más del 22 por ciento en el voto popular.
Si hoy recuerdo ese resultado es porque creo que muchos, en Estados Unidos como fuera, queríamos ver a Biden derrotar a Trump por un margen de ese calado, y no por el menos de 5 por ciento con que finalmente lo venció, ya sólo porque habría significado un cambio cultural importante para el mundo: la derrota sin ambages de la vía populista. Lamenté mucho que no fuera así durante semanas. Hoy, que la Presidencia de Biden es un hecho legal y que el tiempo ha asentado mis ideas, creo que el resultado fue el mejor posible.
Una victoria arrolladora de Biden habría constituido una carta blanca al anterior modelo de democracia liberal, con su carga de insensibilidad social y ambiental, de desigualdad económica, de vicios políticos y dicursivos. Que Biden haya ganado refrenda la confianza en la democracia; que lo haya logrado por un margen estrecho, pone a prueba el modelo, lo obliga a repensarse y a ganar activamente su legitimidad.
Trump no perdió como Goldwater porque, a diferencia de él, su figura es la encarnación del malestar actual, la advertencia de lo mucho que tenemos que corregir y repensar los demócratas de todo el mundo si queremos ver los contrapesos restituidos, las instituciones fortalecidas, la democracia garantizada.
He ahí un buen tema de reflexión, también para los mexicanos, en la antesala de 2021.
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