En unos meses, con suerte, será un poco legal consumir algo de mariguana en algunos casos —por cierto, cuando en Estados Unidos el comercio de mariguana es un negocio que cotiza en la bolsa. Se festejará como un cambio en la política con respecto a las drogas: no es. Cada tanto tiempo aparece un informe que dice lo que todos sabemos hace mucho, que la guerra es un fracaso y en los párrafos finales se sugiere que es necesario cambiar, que hay que atender las causas, que no basta la policía, que hacen falta oportunidades, familia, apoyo, participación y, por supuesto, valores. O sea, policía.
En cuanto se habla de la prohibición, todo se vuelve cautela, precaución, todo son reparos: permitir, pero no mucho; despenalizar, pero solo el consumo; y por si acaso duplicar el presupuesto de la policía. Todo con un cuidado, como si la estrategia hasta ahora no hubiese sido un desastre completo. La prohibición de según qué drogas lleva más de 100 años y ha dado los mismos resultados siempre, en todo el mundo. A veces hay más muertos en Afganistán, en Myanmar, en Colombia o en México, pero nada más. No podemos suponer que se siga haciendo lo mismo por error o porque nadie se ha dado cuenta de las consecuencias: lo único sensato es pensar que la estrategia ha tenido éxito para lo que se quería —de modo que se va a mantener.
La circulación ilegal de drogas ha creado lo que se podría llamar una “economía de sustitución” para los jóvenes sin futuro en la periferia de las ciudades: una economía que depende de la prohibición y la mediación de la policía, y que les permite sobrevivir, incluso alentar la ilusión de hacer dinero, pero en la ilegalidad, para conservar siempre la opción de enviarlos a la cárcel. No solo eso: produce también un sistema político informal, que mantiene el orden en esa periferia y genera una red de intermediarios que dependen de la policía. La droga además, siendo ilegal, funciona como una especie de divisa fuerte en los mercados informales. Las drogas han financiado y han contribuido a organizar la trama de buena parte de la política exterior informal de Estados Unidos a lo largo del siglo XX y la de otros muchos países también. En más de un sentido, es el sótano de la diplomacia, también las cañerías. Y permite además amenazar abiertamente, y pedir y dirigir a veces una ocupación militar.
La guerra contra las drogas ha producido también una nueva mitología de la estatalidad. La representación del comercio de drogas en los medios, en la cultura popular, permite imágenes muy llamativas, que subrayan dramáticamente el contraste entre el bien y el mal: un contraste que está en la imaginación de todos cuando se pide más presupuesto, leyes más estrictas, mayores facultades para las policías, penas más altas. Y “el narco” funciona además como sinécdoque del mundo informal, ilegal, criminal, de modo que sirve para intervenir en cualquiera de los tramos cuando hace falta, y sirve también para disimular la imbricación de esos mercados con algunos de los trechos más elegantes, más vistosos y cosmopolitas de la economía formal.
La prohibición tiene un porvenir luminoso.
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