Había un tiempo en el que decir sandeces demasiado evidentes era muy mal visto en los presidentes o en los candidatos a serlo. Aunque ello, muchas veces, no fuera determinante por sí mismo para hundir alguna carrera política, expresarlas no era considerado una virtud y, como mínimo, era un “quemón”. De nuestro pasado reciente podemos citar la anécdota (entre otras) de Peña Nieto respecto a aquellos famosos títulos de tres libros que no pudo nombrar. Poca mella le hizo en las urnas, aunque quizá no pueda decirse lo mismo de quien fue su adversaria, Josefina Vázquez Mota, quien a fuerza de dilates muy bien pudo haberse ganado el mote de “Gaffefina”. Antes ya habíamos escuchado estupideces dichas por Vicente Fox. En otras latitudes, políticos como Reagan, Rajoy o Menem parecían completamente inmunes al daño que podían producir comentarios tontos o fuera de lugar. Pero los disparates no pasaban desapercibidos, por lo menos poco ayudaban al prestigio de quien las decía y, de hecho, hubo muchos casos en los que hasta leves deslices aniquilaron las aspiraciones de torpes aspirantes a estadista.
¿Cuándo un 4 era letal? Este asunto ha sido seguido con particular interés en Estados Unidos. Muchos analistas de los temas electorales afirmaban que los gaffes llegaban a ser tóxicos cuando eran tan graves o significativos que dominaban el ciclo de las noticias por un período prolongado, o cuando reafirmaban o aún iniciaban una valoración negativa del candidato por parte de los electores. Ejemplos de esto abundan. Los estadounidenses empezaron a ver a Al Gore como menos honesto gracias a su comentario sobre la supuesta invención del internet. Los republicanos tuvieron éxito en retratar a John Kerry como una “veleta” (Flip-Flopper) cuando dijo “He votado por esta iniciativa a favor y después en contra”. Otro ejemplo lo dio el célebre comentario de Mitt Romney hecho durante la campaña presidencial de 2012 en la que describió al 47% de los electores como “auténticos parásitos”, el cual trascendió porque reafirmó su estigma de elitista y de tener escaso contacto con las masas. John McCain cometió el error de decir, en medio del colapso financiero, “los fundamentos de nuestra economía son fuertes.” Pero su verdadera debacle sobrevino cuando nombró a Sarah Palin, auténtica fábrica de decir gaffes, compañera de fórmula. Howard Dean dejó salir un bonito grito guajiro (Jiiiiiaajajaiiii) que fue la delicia de los cómicos nocturnos durante semanas y marcó el fin de su aspiración presidencial. Un candidato republicano al senado, George Allen, perdió toda esperanza de triunfo tras llamar “macaco” a un joven afroamericano en un acto proselitista. Gerald Ford declaró en un debate que “no hay dominación soviética en Polonia ni la habrá en una administración Ford”. Pero esto de ver a un candidato arruinado por decir alguna estupidez se acabó con la aparición en la escena del inefable Donald Trump en la descabellada campaña presidencial de 2016.
Con el auge de los populismos ser ignorante y demostrarlo de fehaciente manera se convirtió en virtud. Donald Trump es perfecto ejemplo de esto. No se equivocaba este millonario apayasado y excéntrico cuando dijo “puedo pararme a mitad de la Quinta Avenida de Nueva York y disparar al azar con un arma contra los transeúntes sin que yo perdiera un punto de mi popularidad”. Con la ola populista actual parte del atractivo del líder es la estulticia. Son “gente como uno”, no intelectuales con la cabeza llena de teorías rebuscadas, son “personas simples” que hablan con franqueza y dicen lo que piensan sin rendir tributo a la corrección política. Escribió el filósofo Julián Baggini (autor del libro Breve Historia de la Verdad) “Les ocurre a todos los populistas: cualquier muestra de amateurismo es una ventaja pues no hace sino demostrar su honradez y su falta de afán manipulador. Las meteduras de pata que perjudican a otros políticos son una ventaja para los populistas, puesto que ponen de relieve que son mucho más humanos.” Por eso estos maestros de la demagoga son “ignorantes sin complejos”. Opinan de todo sin sentir la más mínima vergüenza por meter la pata, aferrados a su insensatez como caparazón. Es la audacia del ignorante, la capacidad de dar espectáculo sin importar la coherencia ideológica ni la competencia administrativa. Algo falla terriblemente en nuestra sociedad cuando nos sentimos fascinados por personajes tan mediocres intelectualmente.
Con nuestro Peje pasa igual: sus gaffes y tonterías han sido constantes desde el inicio de su gobierno (bueno, de hecho desde mucho antes) sobre todo dentro de ese “ejercicio de comunicación” que es el circo de las mañaneras. Tanta estolidez es timbre de orgullo e incluso motivo de soberbia. Anatole France sabía que la humildad no abunda entre los doctos, pero era aún menos frecuente entre los ignorantes. Nuestro Peje se exhibe impunemente porque es su prueba de que también él es pueblo. Sus aduladores lo celebran y para muchos analistas serios incluso es una hábil estrategia para distraer la atención de la opinión pública de los problemas nacionales. Sin embargo, la enorme cantidad y creciente gravedad de los dislates del presidente empiezan a parecer síntomas de un estado neurológico anormal. Y no se piense que me refiero, por ejemplo, a la pintoresca forma en como recibió en Palacio Nacional a la “Presidenta Kabala”, ni a ninguna otra de sus asnadas más o menos “inocentes”, sino a declaraciones que reflejan un claro desprecio por sus gobernados. Una de las más recientes me parece especialmente escandalosa. Nuestro presidente, olvidándose (una vez más) de su condición de Jefe de Estado y presumiendo de las victorias de su partido en el Oriente de la Ciudad de México, dijo este inconcebible exabrupto: “En el caso de lo de la línea del Metro, los más afectados, Iztapalapa, Tláhuac, gente humilde, trabajadora, buena, entiende de que estas cosas desgraciadamente suceden y ahí no impacta política, electoralmente; sin embargo, en las colonias de clase media, media, media alta, ahí sí”. Otra vez la contundente falta de empatía con las víctimas de una tragedia, el narcisismo de quien se siente por encima de todo y el divorcio de la realidad. “Es que ya estoy chocheando”, dice el estadista como “simpática justificación” a tanto dislate. Habría que tomarle la palabra y hacerle un examen para evaluar su estado mental y comprobar si su “chocheo” no representa un peligro para la seguridad nacional.