Las amenazas a la democracia se han multiplicado en los últimos años, y varias de las más serias han provenido justamente de políticos que han presumido de ser democráticos y que, ya en el poder, se han encargado de socavar ese régimen para consolidar y mantener su poder.
“Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder”, escriben los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias (México, Ariel, 2018), en el que presentan un análisis comparativo e histórico de los asaltos que ha sufrido el régimen democrático, especialmente en los últimos años.
Sobre ese volumen conversamos con Levitsky (Nueva York, 1968), quien es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Berkeley y es profesor en la Universidad de Harvard. Autor, coautor y editor de al menos media docena de libros dedicados a los partidos políticos, al autoritarismo y procesos de democratización, ha colaborado en publicaciones como Journal of Democracy, Comparative Politics, Latin American Politics and Society, Journal of Latin American Studies y Desarrollo Económico, entre otras.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, un estudio sobre los nuevos autoritarismos en el mundo, con énfasis en el caso de Estados Unidos?
Steven Levitsky (SL): Escribimos el libro porque, por primera vez en la vida de los norteamericanos, la democracia está en peligro. Hay dos o tres generaciones de ellos que antes tomaban como dada la democracia, y nadie sabe ni siquiera los síntomas de su crisis.
Entonces era urgente llamar la atención y señalar que hemos entrado en una fase de peligro, por lo que intentamos aprender lecciones de otros países de América Latina, Europa, etcétera.
Creo que hay libros sobre el tema porque hay nuevos autoritarismos y colapso de democracias sólidas como, por ejemplo, Venezuela, Hungría y quizás Polonia, lo que es un fenómeno nuevo y muy importante, poco esperado por muchos pero que es un peligro real.
AR: ¿Cómo identificar a los autócratas electos? Dicen ustedes que el retroceso democrático justamente empieza en las urnas, y estos autócratas mantienen una apariencia de democracia, e incluso hablan de una radicalización de ella hasta hacerla participativa.
SL: No siempre se les puede identificar. A veces hay políticos que han sido democráticos en el pasado, pero que se vuelven autoritarios; el caso más claro de ellos es Víctor Orbán en Hungría. No era fácil saber que el tipo iba a hacer lo que terminó por realizar, pero en muchos casos hay señales que se pueden identificar: la poca tolerancia a la oposición, tratarla como un enemigo y estar dispuesto a violar derechos básicos o a cuestionar ciertas reglas de la democracia, entre otras.
Creo que en los casos de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Hugo Chávez, Rafael Correa y Alberto Fujimori se podían ver esos rasgos ya en la campaña, antes de que asumieran el gobierno.
También el apoyo o tolerancia a la violencia es otra clara señal que mencionó Juan Linz, politólogo español, hace décadas: los políticos que en su discurso aceptan y a veces promueven ligeramente la violencia dan una clara señal de autoritarismo. Eso también lo han hecho Trump, Bolsonaro y otros.
Entonces muchas veces sí se puede identificar a los autócratas antes de que ganen una elección.
AR: ¿Cómo han contribuido la desconfianza y el desprestigio de los partidos políticos a la formación de estos líderes antidemocráticos?
SL: Ese es un punto central: la desconfianza hacia los partidos en cada región del mundo y su creciente distancia respecto a los ciudadanos. Es mucho más común ver hoy un político outsider buscar la presidencia (o el poder en el caso de sistemas parlamentarios) con un discurso abiertamente antipartidos o antisistema: dice que todos los políticos y los partidos son corruptos, que excluyen a la gente y que no le responden. Eso es mucho más común hoy que hace 45 años y, aunque no siempre pero sí muchas veces, quienes ganan con un discurso populista, antisistema, terminan siendo autoritarios.
Entonces la desconfianza hacia los partidos es un problema principal.
Segundo, a veces los partidos que ya están en crisis, en su desesperación terminan por aliarse y por empoderar a outsiders antisistema, extremistas, como los conservadores el caso de Alemania con Adolfo Hitler, el Partido Liberal en Italia con los fascistas, el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), de Perú, que ayudó un poco a Fujimori en 1990, y el Partido Republicano en el caso de Trump.
AR: Ustedes mencionan que los partidos políticos tienen que ser guardianes de la democracia. ¿Cómo pueden hacerlo en un contexto de desconfianza hacia ellos?
SL: Es muy difícil. Estamos en un momento en el que las élites políticas están perdiendo cada vez más poder; al mismo tiempo son más cuestionados y menos poderosos, sobre todo por el cambio en la tecnología de los medios sociales, por lo que los partidos no tienen el peso que poseían antes. Hace 50 años, si un político quería tener una carrera política y llegar al poder, tenía que mantener una buena relación con el establishment, pero ya no es así.
En el libro decimos que los partidos deben cerrar filas para defender el sistema y excluir a los políticos que son abiertamente autoritarios. Pensamos eso, pero los establishments son cada vez más débiles.
Pensemos en el caso de Venezuela: en los años noventa los partidos Acción Democrática (AD) y el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI) intentaron excluir a Hugo Chávez, pero este les ganó a los dos partidos juntos.
Hasta ahora es muy difícil imaginarnos una democracia que funcione bien sin partidos porque sin ellos funciona mal y no dura mucho. Perú quizá es un caso ejemplar.
Entonces, si la democracia sigue necesitando de los partidos en el siglo XXI, estos van a tener que adaptarse y renovarse para ser más atractivos para la gente y mantener su papel. No tenemos la receta para ello y los propios partidos tendrán que buscarla.
AR: Uno de los aspectos más interesantes del libro es la extrema polarización político partidista que, dicen ustedes, puede llegar a acabar con la democracia. ¿Esa polarización política tiene que ver, en sociedades tan desiguales como las de Latinoamérica, con la social?
SL: Podría ser, y en algunos casos ha sido. El ejemplo clásico es el Chile de los años sesenta y setenta, que fue una polarización, sobre todo, de clase social: una izquierda basada en los sectores más pobres y una derecha en los más acomodados. Es casi un caso de libro de texto de ese tipo de polarización.
En cierto modo, lo que hemos visto en Venezuela y en Bolivia en los últimos 20 años ha sido ese tipo de polarización, un poco más populista pero con un componente social muy fuerte basado en la desigualdad no sólo económica sino racial y cultural.
En otros casos no ha sido así. La polarización en Brasil, que ha sido muy fuerte, tiene componentes social y de raza, pero tiene también que ver con otro aspecto: el papel de la violencia y la inseguridad, que está muy presente en América Latina en comparación con, por ejemplo, Estados Unidos.
El tema de la inseguridad, que muchas veces empuja a la gente a la derecha, no es muy fuerte en países ricos, pero es central en América Latina.
Otra fuente de polarización que no tiene que ver tanto con la desigualdad es la religión, el papel de los evangélicos en América Latina y en Estados Unidos. Hay una polarización ideológica, cultural, relacionada con el papel de la religión en la sociedad y en la vida, que polariza mucho pero que no tiene tanto que ver con la situación social.
Hay varios ejes de polarización, y debido a la inseguridad social y económica América Latina siempre es vulnerable a una de clase, pero no me parece que hoy esa sea una fuente principal.
AR: ¿Cómo le sirve a estos líderes antidemocráticos la polarización política?, ¿cómo la usan? Ellos dicen ser los representantes del pueblo, con lo cual borran, en buena medida, la pluralidad. ¿Cuáles son los efectos de la polarización política sobre la democracia?
SL: Hay muchas maneras de morir para la democracia. La polarización y el populismo a veces van juntos, pero no siempre. Uno puede tener una polarización que mata la democracia sin populismo, como España en los años treinta, como Estados Unidos en los sesenta y Chile en los setenta, pero a veces el populismo nace con un outsider que dice representar al pueblo contra un ente malvado, corrupto.
Eso puede ocurrir sin mucha polarización; el problema es al principio. En El Salvador el presidente Nayib Bukele (quien tiene ciertas tendencias autoritarias) llegó en oposición a los dos partidos tradicionales que históricamente habían polarizado al país; pero no fue la polarización la que dio lugar a la elección de Bukele, sino el descontento masivo hacia los dos partidos tradicionales en un contexto de alta violencia.
Chávez alcanzó el poder no por la polarización entre ADE y COPEI sino porque la gente estaba harta de los gobiernos de ambos partidos.
Después vino la polarización, pero el discurso populista que dice “yo represento al pueblo y esa élite no” es fundamentalmente iliberal y antipluralista. En cierto sentido es muy democrático: no hay duda de que cuando Chávez, Fujimori, Morales y Bukele llegaron al poder representaban a una mayoría de la población, pero no dejaron espacio para la oposición y la crítica porque por definición se asumieron como el pueblo. Eso siempre termina mal porque significa intolerancia hacia el pluralismo, hacia la oposición, hacia la competencia plena, por lo que no se puede coexistir. Entonces casi siempre termina en una crisis, y en muchos casos en el colapso o debilitamiento de la democracia.
AR: Sobre esta misma línea, en el libro se advierte: “Confiar en exceso en la voluntad del pueblo también puede ser peligroso porque puede elegir a un demagogo”. ¿Cómo evitar este riesgo de la democracia por vías también democráticas?
SL: No se puede tener una verdadera democracia sin ese riesgo de la elección de un demagogo. Tenemos que convivir con eso; si no, es Augusto Pinochet.
¿Qué podemos hacer para minimizar las consecuencias? Primero, está el papel de los partidos que, en una democracia y cuando son mínimamente fuertes, es seleccionar a los candidatos. Pueden ser filtros y evitar que sean nominadas figuras autoritarias.
Pero si un outsider llega y le gana a los partidos, ya no funcionó ese sistema de filtros. Fue el caso de El Salvador con Bukele y de Chávez en Venezuela: los partidos lo intentaron, pero perdieron la elección.
Otro aspecto que tiene la democracia son las instituciones liberales, los famosos checks and balances en un sistema presidencialista. La Corte jugó un papel muy importante en Colombia cuando Álvaro Uribe buscó su tercer periodo presidencial: aunque la mayoría de la gente estaba con él, la Corte Constitucional lo paró.
Entonces la primera línea de defensa son los partidos y la segunda son las instituciones liberales. En Estado Unidos y Brasil, por ejemplo, éstas son bastante fuertes pero están siendo probadas y están bajo presión. A veces logran derrotar a un presidente antiliberal, como en el caso de Colombia, y en otras terminan siendo derrotadas por él, como ocurrió en Venezuela.
En adición a los partidos y las instituciones tenemos a la sociedad civil: la gente tiene que luchar para defender su democracia; si no lo hace, no hay democracia que dure.
AR: En el libro se registra el cambio que hubo en la política norteamericana promovido por el republicano Newt Gingrich, de quien se recuerda una frase: “La guerra es política con sangre, y la política es guerra sin sangre”. Esta concepción bélica de la política, que es la raíz de la llegada de Donald Trump al poder, ¿cómo ha subvertido la democracia?
SL: Lo que no sé es si es causa o síntoma del problema. Gingrich, sin duda, fue de los primeros en atacar las normas básicas de la democracia.
El problema de tratar a la política como guerra es que, cuando se trata de esa forma a la competencia, el rival, el partido de oposición, se convierte en enemigo al que hay que eliminar. No hay que dejar que el enemigo gane; sin embargo, en democracia el otro partido puede ganar, si no en esta ocasión puede hacerlo en la próxima. Eso es un elemento básico de la democracia: se debe aceptar que a veces el rival triunfe, entregar el poder pacíficamente y darle la mano.
En guerra se hace todo lo posible, legal o ilegal, pacífico o violento, para evitar que el otro gane. Eso inevitablemente incluye violencia, fraude, golpe de Estado. Se puede ver en el caso de España en los años treinta, cuando la izquierda y la derecha trataban la política como guerra; también en Chile a principio de los setenta y en Venezuela con la reacción de Chávez. Cuando la polarización lleva a un extremo en el que los políticos usan discursos de guerra y tratan al otro partido como enemigo se trata de una situación de grave crisis.
Eso ocurrió en Estados Unidos antes de la Guerra Civil a mediados del siglo XIX, cuando se pasó de un discurso de guerra a una guerra. También sucedió en Colombia muchas veces entre liberales y conservadores.
Es clave que el discurso político evite tratar al otro como enemigo. Así no se puede sostener la democracia.
AR: Sobre las democracias hay un punto que atraviesa todo el libro: sobreviven si las constituciones son apuntaladas por algunas reglas no escritas. Ustedes destacan dos: la tolerancia mutua y la contención institucional. ¿Cuáles son las virtudes que les dan a los regímenes políticos?
SL: Esas normas funcionan como el oxígeno: cuando las hay y funcionan, no te das cuenta de que existen y la política es normal. Sólo nos damos cuenta de ellas en su ausencia porque entramos en la situación de cuando los políticos empiezan a tratar a sus rivales como enemigos; si estos no tienen derecho a participar, a competir, a gobernar, son el enemigo y la política se vuelve violenta y antiinstitucional rápidamente.
Sin contención se llega rápidamente al uso de las instituciones como armas políticas en el ejercicio pleno del poder para derrotar al otro; es un mundo de impeachments, de decretos ejecutivos, de cuotas, de politizar todas las instituciones. Eso es muy común: en la Argentina duró décadas la extrema politización de la democracia, lo que termina en altos niveles de inestabilidad o en el colapso.
Cuando los políticos convierten las instituciones en armas partidarias, en el mejor de los casos se tendrá una democracia disfuncional o, en el peor, se colapsará.
AR: ¿Cómo defender la democracia?
SL: La tragedia es que cada generación tiene que aprender de nuevo a usar la democracia. Los españoles que la perdieron en los años treinta tuvieron que vivir más de una generación bajo Francisco Franco; a los chilenos, los uruguayos, los argentinos y los brasileños que perdieron su democracia y vivieron el autoritarismo militar en los años setenta y ochenta, no es difícil convencerlos del valor de la democracia. Pero entre sus hijos es más difícil, y es lo que estamos observando en Estados Unidos.
Eso ocurrió antes: quienes tenían en la memoria la amenaza del fascismo, del nazismo, del comunismo, quienes vivieron la Segunda Guerra Mundial y los temores de la Guerra Fría, valoraron más la democracia que los millenials.
Es lamentable que no hayamos podido enseñar bien el valor de la democracia a las nuevas generaciones. Siempre tienen que aprender la lección de nuevo. Esto es un poco pesimista.
Por otro lado, hay muchas democracias que están en crisis y el camino al colapso es casi siempre la vía electoral. Hay muchísimos casos de presidentes, primeros ministros y partidos que son elegidos, y que a continuación violan las reglas de la democracia y terminan por destruirla.
La buena noticia es que en el mundo todavía no hay un modelo alternativo; a diferencia de los años treinta, cuarenta y cincuenta, no hay uno abiertamente autoritario que tenga mucho apoyo y legitimidad en el mundo. Nadie está en la calle para pedir el modelo chino o el ruso.
Fuera de Singapur y China, las poblaciones de los cinco continentes (aunque quizá no al ciento por ciento) están comprometidas con las normas de la democracia liberal. La gran mayoría de la gente quiere elecciones, tiene el derecho de votar por quien quiere y, sobre todo, para cortar, mediante las urnas, a los gobiernos que no le gusten.
Es muy difícil quitarle esto a la gente porque quiere elecciones competitivas. Eso no ha cambiado.
Hemos visto muy pocos casos de consolidación de un régimen alternativo, que se caen, como los de Rafael Correa en Ecuador y Fujimori en Perú, que terminaron por irse, o terminan en una crisis de legitimidad muy fuerte, como en Venezuela y Nicaragua.
Lamentablemente no vemos miles de personas en las calles exigiendo la plena democracia liberal, pero sí hay un consenso social en casi toda América Latina a favor de un régimen electoral. Hasta ahora no veo apoyo para un régimen que termine con las elecciones.
En estricto sentido, el vaso está medio lleno.
AR: ¿Cómo se forjan las alianzas para combatir a los líderes antidemocráticos? Ustedes mencionan el caso chileno, muy distinto del de los autócratas de ahora.
SL: Para hacer alianzas entre derecha, centro e izquierda se requiere sacrificio. Se necesita que la gente diga: “Okey, por ahora voy a dejar de lado el programa que quiero”. Es decir, los que apoyan a Bernie Sanders van a dejar de lado su revolución política y su civismo democrático, y enfocarse, por ahora, en simplemente salvar la democracia.
En la mayoría de los casos los políticos, los cuadros y los activistas no quieren sacrificar sus principios y sus aspectos ideológico y programático por el bien de la democracia. Es un sacrificio que pocos políticos están dispuestos a hacer.
Pero esa es la receta: deben hacerlo. Es absolutamente necesario el sacrificio del programa en el corto plazo por el bien de la democracia. Es la única manera de hacer una coalición. Los chilenos no lo hicieron en los setenta pero después sí lo hicieron contra Pinochet. Es el único modelo.