Vive desde hace tiempo la mayor parte del planeta tierra una época de gobernantes abominables, palurdos que han llegado al poder exhibiendo con orgullo su ignorancia, su machismo, su discurso de odio y su detestable vulgaridad. El ex presidente Trump ha sido, quizá, el ejemplo más emblemático de este deleznable Zeitgeist, pero también sobresalen dos especímenes particularmente abominables. Y no es por hacer menos a nuestro Peje, que también tiene lo “suyito” ¡faltaba más!, pero me refiero al brasileño Jair Bolsonaro y al filipino Rodrigo Duterte, dos populistas que llegaron al poder con estrategias análogas pero que han tenido resultados muy disímiles en el ejercicio del poder en lo concerniente a su popularidad. Vale la pena tratar de entender por qué.
Bolsonaro vive actualmente sus horas más bajas. Hace unos días toda la oposición en su conjunto presentó una “macropropuesta” al Congreso brasileño para hacerle un impeachment. Se agrega esta “macropropuesta” a 121 recursos similares presentados a lo largo de los últimos dos años. Se sustenta esta iniciativa en, por lo menos, una veintena de acusaciones que incluyen corrupción en la compra de vacunas, descontrol e inacción ante la pandemia, declaraciones autoritarias y discriminatorias, favoritismos familiares y amenazas a jueces y parlamentarios. La popularidad de este sujeto está por los suelos: apenas 24 por ciento aprueba su gestión, con un 57 por ciento exigiendo su renuncia. Se incrementa el número de ministros dimitidos a causa de escándalos e incluso la cúpula militar está en desbandada. Brasil atraviesa una delicada situación económica, con un déficit de 162 mil millones de dólares, la moneda brasileña cayendo en picada, la inversión extranjera en fuga y más de 13 millones de desempleados. Lo irónico es que, pese a todas sus sandeces, Bolsonaro se hizo efímeramente popular en otoño pasado gracias un paquete de ayudas para familias necesitadas basado en un pago mensual de unos cien dólares (casi doscientos para madres solteras) como apoyo económico de emergencia. Sin embargo, este subsidio empezó a reducirse en entregas subsiguientes y en diciembre se puso fin al programa, dejando millones de personas a la deriva.
Por su parte, Rodrigo Duterte está rompiendo récords de popularidad. En todo lo que va de su mandato (empezó en 2016) no ha bajado ni un solo minuto del 65 por ciento de aprobación y a principios de año llegó a un increíble 91 por ciento, esto a pesar de que Filipinas es el mayor foco de Covid en el Sudeste Asiático. La mayor parte de su apoyo proviene de las clases pobres, las más golpeadas durante la pandemia, la cual ha dejado sin trabajo a cerca de la mitad de la población activa. Paradójicamente, el elevado índice de apoyo a su gestión no va acompañado de respaldo ni a sus principales iniciativas políticas ni al su desempeño en rubros concretos de gobierno. Sí, algo similar de lo que pasa en México con AMLO. Por ejemplo, un 93 por ciento de los filipinos repudia la postura pasiva de Duterte en su disputa territorial con China y un 76 por ciento rechaza las violaciones de los derechos humanos y el baño de sangre de su violenta campaña antidrogas, la cual ha matado a unas treinta mil personas. Asimismo, en Filipinas la inflación va al alza, la moneda a la deriva, la economía se ralentiza, los resultados en los combates a la corrupción y la pobreza son muy magros y un ambicioso plan de construcción de infraestructuras se encuentra estancado.
¿A qué se debe, entonces, esta diferencia en la popularidad de dos demagogos tan parecidos? El triunfo de Duterte fue, sobre todo, una violenta bofetada para la oligarquía filipina. De repente llegó a la presidencia un bárbaro cuyas vulgaridades serían consideradas tremendas incluso en boca de un mecapalero. Ha bromeado con el tema de las violaciones y el acoso a las mujeres, llamó “hijo de puta” al Papa Francisco y “estúpido” a Dios en un país profundamente católico. Bolsonaro también es vulgar, machista y utilizó una postura de denuncia a las viejas élites políticas. Al igual que Duterte hizo campaña prometiendo tolerancia cero al crimen. Bolsonaro y Duterte se parecen también en su perfil autoritario. Ambos son abiertamente nostálgicos de los anteriores regímenes represivos de sus respectivos países. Son dos demagogos que surgieron tras el fracaso de incipientes democracias liberales incapaces de resolver los grandes niveles de desigualdad y corrupción.
Pero en Filipinas los políticos tradicionales que pasaron a la oposición desprestigiados y despreciados no han logrado articular una oposición convincente. Además, Duterte cuenta con una mayoría absoluta en las dos cámaras del Parlamento. Es un político nato, hábil, abiertamente descarado en sus métodos ajenos al pluralismo y carentes de una genuina agenda ideológica o programática más allá de un resuelto voluntarismo. Las polémicas salidas de tono de Duterte son percibidas por sus seguidores no como vulgaridades y diatribas indignas de un hombre de Estado, sino como expresiones honestas y espontáneas de alguien esencialmente idéntico a cualquier ciudadano de a pie, muy diferente a algún miembro de la elite. De ese tamaño es el odio, ganado a pulso durante muchos años, por la oligarquía filipina, la cual no ha aprendido la lección y sigue dependiendo de personajes desacreditados o demasiado vinculados con las camarillas de siempre. Tan infecunda es la oposición que el boxeador Manny Pacquiao (quien, por cierto, es senador por el partido de Duterte) es la única figura capaz de hacerle sombra al dutertismo. En Filipinas no hay reelección presidencial y se especula que Duterte piensa postular a su hija en las elecciones de 2022. En cambio Bolsonaro enfrenta a una oposición mucha más efectiva. Sus partidarios están muy lejos de ser mayoría en el Parlamento y ahora planea sobre él la sombra de Luiz Inácio Lula da Silva, libre ya de la prisión, quien planea postularse en las elecciones a celebrarse también en 2022. Lula tiene carisma, un perfil populista y su posición en las encuestas es muy alentador. ¿Será que es eso? ¿Solo un populista puede derrotar a otro populista? De todo corazón, espero que no.