La sorpresiva victoria de Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales peruanas de 1990 fue uno de los primeros triunfos relevantes de la “antipolítica”. El recientemente fallecido expresidente peruano llegó al poder como candidato del movimiento independiente Cambio 90. Ingeniero agrónomo, hijo de japoneses, desconocido para la opinión pública e incluso adoleciendo dificultades para expresarse correctamente en español, Fujimori venció con una amplia ventaja a una de las mayores glorias de la literatura universal: Mario Vargas Llosa, quien fue postulado a la presidencia candidato del Frente Democrático (Fredemo). En 1990, Perú se encontraba en la más absoluta bancarrota agobiado por la hiperinflación que había propiciado el desgobierno de la primera administración de Alan García. Por eso, el Fredemo aparecía como amplio favorito para vencer en las urnas al APRA, el partido de gobierno, desgastado al extremo por la crisis económica. El Fredemo parecía tenerlo todo: unidad, un programa electoral bien diseñado, el asesoramiento de consultoras internacionales especializadas en la realización de campañas, apoyo de los principales grupos de poder económico y, sobre todo, un candidato excepcional, carismático y reconocido como escritor y atractiva personalidad internacional en todos los rincones del planeta.
Confiados, los estrategas del Fredemo se centraron en tratar de superar el 50 por ciento de los votos necesarios para alcanzar la presidencia sin necesidad de ir a una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados. Sin embargo, de manera inusitada, hacia la celebración de la primera vuelta de un grupo de cinco candidatos rezagados (que no sobrepasaban el 2 por ciento en los sondeos) comenzó a destacar un tal Alberto Fujimori. Comenzó entonces todo un tsunami electoral. En la primera vuelta se dio la gran sorpresa: Vargas Llosa alcanzaba apenas el 27.6 por ciento de votos, mientras Fujimori conquistó el segundo lugar pisándole los talones con el 24.6 por ciento. Estos resultados alteraron el mapa. Lo que no entró en los cálculos políticos de la aparentemente invencible campaña de Vargas Llosa fue el hondo hartazgo de la población frente a la clase política en general y no solo ante el gobierno. También contribuyó una cierta arrogancia del autor de Conversación en la Catedral, así como su muchas veces brutal sinceridad sobre los efectos del severo ajuste económico que pensaba aplicar los primeros meses de su gobierno. Asimismo, jugó como factor central la polarización étnica que desde hacía mucho tiempo imperaba en el país y la cual reapareció con todo ímpetu.
Cambio 90, el pequeño partido fundado por Fujimori, tenía una composición social heterogénea con representantes de la pequeña y mediana empresa, profesionistas de clase media y las iglesias evangélicas, cuya presencia en Perú, como en varios países de América Latina, había crecido considerablemente ya para entonces. El partido se presentaba como una fuerza “democrática y nacionalista, que se sustenta básicamente en los adelantos tecnológicos para lograr el desarrollo nacional”. Fujimori ascendió al proscenio político con un perfil pragmático y técnico quien ofrecía soluciones fáciles a problemas complejos, estrategia muy común en los demagogos de la antipolítica que dicen despreciar el estéril debate de ideologías y el politiqueo tradicional. Aunque, ciertamente, el fracaso de los partidos políticos tradicionales en la resolución de los problemas, la crisis económica y la violencia política reinante a la sazón en Perú generalizó una valoración negativa de la política. Por eso la aparición de un candidato ajeno a los partidos representaba la posibilidad de contar con una etapa superior y más virtuosa de gobernar. Por eso la ausencia de un programa de gobierno y de una ideología definida se tornaron en ventajas electorales para Fujimori, quien supo leer el malestar existente en el Perú y acercarse a los desencantados con un discurso básico de mensajes simples y premisas mínimas.
Así, Vargas Llosa se viera repentinamente enfrentando la batalla decisiva por la segunda vuelta en desventaja, pues debido a la campaña corrosiva que había desplegado contra del gobierno de García, la mayoría de aquellos que votaron por el APRA y las izquierdas se inclinaban por Fujimori. Sus asesores decidieron cambiar las actitudes. Rectificando los errores de la primera vuelta, el Fredemo ya no habló de la necesidad de un “shock neoliberal” y mejor puso énfasis en su programa social. Se empezó a ver a Vargas Llosa vestido con ropas sencillas, abrazando pobres y bailando chicha, mientras se adherían públicamente a su candidatura estrellas de la televisión e ídolos del deporte nacional. También le metió su rival, hombre de poca soltura dialéctica, un fuerte varapalo en un debate televisado. Pero también se cometieron los errores de señalar la condición étnica del candidato de Cambio 90 y de introducir el elemento religioso. La Iglesia católica lo acusó de querer beneficiar a las iglesias evangélicas. Fujimori echó leña al fuego del enfrentamiento étnico al referirse al “chinito y los cholitos” que derrotarían a los “pitucos” (como se le dice a los blancos en Perú). Entendió que le convenía atizar este fuego en una nación tan dividida por el enfrentamiento étnico y por ello lo aceptó de mil amores y explotó el apelativo de “El Chino”, que espontáneamente le habían endilgado tanto adversarios como seguidores, para recalcar su ascendiente no europeo y, por tanto, mestizo.
Ninguna de las estrategas de último minuto le funcionaron al Fredemo. Fujimori, con su apolítico lema de “Honestidad, Tecnología y Trabajo”, su ofrecimiento de ser una alternativa a los políticos y partidos tradicionales, sus promesas imprecisas de prosperidad y seguridad a espuertas y sus acentos populistas dio uno de los campanazos más grandes en la historia electoral del mundo. Lo hizo tras surgir como un personaje anónimo, carente de cualquier experiencia política previa, sin un soporte partidista digno de llamarse tal y con escasos medios para financiar su campaña proselitista. Todo un outsider que irrumpía desde cero, cuya victoria fue interpretada como un voto de censura sin precedentes a una clase política desacreditada por su venalidad e incompetencia. El resto de la historia de la antipolítica de Fujimori es bien conocido. El Chino se convirtió en dictador. Durante algún tiempo, gracias a indiscutibles triunfos en los terrenos económico y de lucha antiterrorista, recibió el apoyo de la mayoría de los peruanos, pero su régimen se hizo cada vez más represivo y terminó en medio de gravísimos escándalos de corrupción. En 2009, Fujimori fue condenado a 25 años de prisión por violaciones a los derechos humanos.