El viernes 13 de diciembre de 2019, al visitar Amatenango del Valle, en Chiapas, México, el actor Daniel Giménez Cacho dijo: “Aquí el cine se vive como una experiencia de hacer comunidad, de hacer colectividad”. Hizo la afirmación durante el Festival de Cine Caracol de Nuestra Vida, convocado por una población afín al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (el movimiento marxista que se dio a conocer en 1994 como grupo armado y que prontísimo derivó en organización política indigenista desde entonces y hasta ahora). Por la circunstancia particular —un festival en un pueblo politizado— Giménez Cacho quizá no decía algo fuera de lugar. No obstante, el mismo enunciado, con leves alteraciones y en oposición a ver películas solitariamente en computadora (aunque esto también se dé en pequeña compañía y a veces con equipo más sofisticado), es repetido una y otra vez en torno a la acción de ir a salas de cine en las ciudades.
Estar en sociedad es vivir entre frases que parecen conducir la existencia, aunque, en rigor, sean enunciados vacíos o hasta perniciosos. Realistamente no es evidente que haya alternativa a vivir entre la gente, pues hasta la vida monacal requiere ciertas formas de compañía. El aislamiento cabal —a lo anacoreta— es casi imposible —y probablemente inútil e indeseable— aunque la existencia urbana contemporánea produzca en muchos el sentimiento de que enfrentarían el aislamiento. A su vez, entre personas del ámbito cultural —como decía— predomina una retórica que conduce a que sea popular la paráfrasis de que ir al cine sería un acto social. Esto es confundir multitud con compañía y vinculaciones funcionales. Se califica así la simple presencia entre algunos individuos con esa frase bobalicona —por banal— que, no obstante, se repite aquí y allá asegurando que unas y otras cosas serían “hacer comunidad”. Serían actos que nos librarían de la soledad, acercándonos a la construcción de una salvífica colectividad. Difiero cabalmente.
Está el hecho ineludible: el cine nace como actividad mecánica para atraer públicos, algunas imágenes por unas cuantas monedas, lo que conlleva la necesidad de circulación del público. Las cuotas son prácticamente simultáneas al inicio de las proyecciones tanto individuales como para varias personas. Por instantes esto puede hacer pensar en el contraste con otras artes: si bien la pintura deviene en retratos para aristócratas, por milenios fue una extravagante práctica impráctica en cuevas y sobre casi cualquier piedra. Afirmaciones semejantes caben para otras artes: los relatos y cantos —con todo y aedos y trovadores que también recogían monedas— tardaron siglos en llegar a ser mercancías de los gigantescos conglomerados editoriales actuales y aun así nunca faltan editores testimoniales que pierden tiempo y dinero publicando libros que casi sólo interesan a ellos y sus amigos. Por eso debo distinguir lo que digo de lugares comunes muy repetidos entre quienes se identifican como cinéfilos o gente de cultura. Hablo estrictamente de ir al cine, de visitar salas cinematográficas, no de la experiencia de ver cine. Cuestiones como que la exposición a ciertas películas podría contribuir a la forja de una ideología adversa a los cambios y que ésta fuese compartida socialmente o que podría sentar patrones de lo esperable en cualquier plano —expectativas de pareja y profesionales, por ejemplo— distorsionando colectivamente a los espectadores, en vez de favorecer opciones, son temas aparte (que, como puede verse, apelan a una cara oscura de la comunidad). Así es que no se trata de saltar a la falsa solución comodín de achacar la comercialización del cine —así como cualquier mal— a la atribuida perversidad del capitalismo.
Ir al cine no es acudir a festivales —como Giménez Cacho— a cinematecas o cines de calidad, ahí donde los hay porque la diversidad fílmica no es aplastada por competencia desleal de un mastodonte gubernamental. Para la mayoría de la gente ir al cine en el siglo XXI es ir a cadenas exhibidoras. En México se cuenta con dos de infraestructura notable —su programación es otra cosa— superior a la de cadenas europeas supuestamente equivalentes. Esto es lo normal e incluso en cinetecas la dinámica del cine club —u otras que extienden la estancia, como entrevistas en el escenario o diálogo con el público— es una excepción. Ir al cine, incluso para cinéfilos genuinos, es acudir a una sala, acompañado o solo, y salir de ella.
La fetichización de prácticas de consumo cultural es una manera de alejarse de la búsqueda y el disfrute de lo específico de las artes. Pedir o atribuir a tales prácticas lo que no son es distorsionar y carece de razón fuera de discursos simplones del común de miembros de la comunidad. Que hay una serie de procesos es innegable: uno aprende de insolencia, amabilidad y otras cuestiones al estar entre gente en una sala; pero no mucho más y probablemente menos que al andar en transporte público. Si a eso llaman “hacer comunidad”, entonces ocurre en un sentido muy elemental. Pero la fetichización da por hecho que sucedería más: una trabazón de relaciones gracias a conversaciones doctas o generosas que no sólo guiarían el gusto por el arte cinemático, sino que forjarían tejido social, amoroso, virtuoso. La realidad es que tal escenario ni en cinematecas, ni entre amigos, es la norma sino otra vez la excepción: entablar diálogos es siempre un esfuerzo que sólo algunos realizan y no existe obligación de que el gesto sea bien retribuido. ¿Hay falta en que entrar a una sala no conlleve encuentro y desarrollo de coincidencias políticas para el propiciamiento de hechos que se ajusten a los propios anhelos sociales? No la hay.
Al final cabe pensar y preguntarse, ¿por qué sería un ideal construir una comunidad al ir a ver una película? Sugerirlo o exigirlo es tan improcedente como sería facilitar que fuese un acto de forja de individualidades; aunque no faltarían argumentos para sustentarlo. Ir al cine y ver películas son acciones que valen por sí mismas, no requieren el revestimiento de ningún colectivismo.