Se cumplen 24 largos años desde que la Corte Suprema de Estados Unidos emitió su histórica sentencia en el caso Bush vs. Gore, y desde entonces los estadounidenses han visto como su democracia no para de erosionarse. Quizá fue el principio del fin. La del 7 de noviembre de 2000 ha sido bautizada como “la noche electoral más larga de todos los tiempos” porque fue hasta el 13 de diciembre, tras 36 intensos días de litigio poselectoral, que Al Gore concedió el triunfo a su rival tras la decisión de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos no obligar a las autoridades de Florida a realizar un escrutinio manual de los votos rechazados por las máquinas contabilizadoras de votos. Por algún tiempo pareció que los absurdos de esta elección iban a obligar a la clase política norteamericana a revisar su obsoleto sistema indirecto, el cual hasta la fecha consiste en elegir al presidente mediante un Colegio Electoral (verdadera reminiscencia del siglo XVIII), e incluso que darían lugar a algún tipo de “federalización” de los comicios para presidente, senadores y miembros de la Cámara de Representantes con la creación de un organismo central. Pero nada de eso sucedió, y Estados Unidos mantiene la vigencia de un sistema electoral deficiente y anacrónico.
En general, en estas elecciones las estrategias seguidas por los dos candidatos siguieron los cánones impuestos desde hace ya mucho tiempo: gastos exorbitantes en los medios, concentración de esfuerzos en los estados clave (swing states) y cortejo de las minorías. Por otra parte, un sector que aparecía clave para determinar quién sería el vencedor lo representaban las mujeres, tendencia que -por cierto- no ha parado de incrementarse. En las elecciones estadounidenses el voto femenino alcanza, en promedio, unos seis puntos porcentuales por encima de la media nacional, por cierto un dato que puede ser determinante hacia las elecciones a punto de celebrarse y que enfrentan a Kamala Harris con Donald Trump. En principio, en el 2000 las condiciones eran favorables para el vicepresidente Gore. No existían amenazas internacionales graves, el estado de la economía era excelente, el desempleo y la inflación están a niveles mínimos, la revolución tecnológica iba a tambor batiente y no se registraban graves conflictos sociales o raciales. Con esos ingredientes, Gore debía tener casi garantizada la victoria. Pero no fue así. Paulatinamente, la elección dejó de ser un mero trámite para convertirse en una contienda reñida e interesante donde los insultos y los temas coyunturales pasaron a un segundo plano, algo cada vez más inusitado en las campañas electorales y más en los tiempos actuales. De eso mucho se extraña. Aunque, sin duda, en estos comicios también jugo el tema de la personalidad. Bush Jr. exhibía simpleza y simpatía mientras que Gore aparecía como un hombre demasiado perfecto y robótico al que le costaba trabajo conectar con la gente.
Los resultados reflejaron diferencias sustanciales entre las preferencias electorales de hombres y mujeres, minoría y anglosajones, Norte y Sur, Este y Oeste, zonas rurales y grandes ciudades. Una sociedad crecientemente compleja dividida por las urnas en dos mitades iguales. Los problemas empezaron con el recuento de votos en Florida. Los responsables de la campaña de Al Gore denunciaron la existencia de “serias y sustanciales irregularidades” en cuatro condados de este estado y exigieron un recuento de votos esta vez manual y no solo mecánico en esas circunscripciones. Asimismo, cientos de electores de Palm Beach manifestaron su inconformidad por confuso diseño de las papeletas. El día de la elección fueron anulados en Palm Beach la extraordinaria cantidad de 19,200 sufragios porque tenían agujereadas dos opciones electorales. Pero el Tribunal Supremo, mediante una sentencia larga, farragosa y repleta de reticencias particulares expresadas por los jueces más liberales, rechazó la petición. Para disipar toda duda y evitar hipotecar la legitimidad del cargo con mayor poder en el mundo actual, seguramente se tenía que haber procedido a un recuento general en Florida. Había habido tiempo para hacerlo. Pero los republicanos y la mayoría de los jueces conservadores en el Tribunal Supremo impidieron esta salida, provocando que George W. Bush ganara únicamente porque tenía el reloj a su favor.
El país quedó desconcertado y dividido, con enormes dudas sobre la legitimidad de su nuevo presidente, la fiabilidad de su sistema electoral y, sobre todo, la independencia de los jueces. La politización de la instancia superior del Poder Judicial fue el más ominoso legado de esta crisis. El caso, discutido y decidido en el transcurso de solo dos días, olía a favoritismo político. En los años que siguieron los jueces y abogados leales a Bush recibieron una lluvia de recompensas políticas de un Partido Republicano agradecido. Tres defensores de la campaña de Bush: John Roberts, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett, son hoy jueces del Tribunal supremo, nombrados todos por Trump y fueron responsables de decisiones tan polémicas como la inmunidad presidencial frente a la comisión de ciertos delitos, la revocación de la sentencia Wade vs Roe sobre derechos reproductivos, la supresión del derecho de votos en ya demasiados casos, y muchas más. Finalmente, muchos son los analistas consideran a la sentencia Bush vs Gore como el comienzo de una tendencia hoy coronada por la traición a la democracia por parte del Partido Republicano en favor del autoritarismo del “hombre fuerte” al estilo de Trump.