Los Juegos Olímpicos han sido reflejo de las tensiones geopolíticas globales y los que acaban de ser inaugurados en París se celebran en un contexto de graves conflictos como lo son las guerras en Ucrania y Gaza. El presidente ucraniano, Vladimir Zelenski, presionó mucho para que se excluyera por completo a los atletas rusos y bielorrusos de los Juegos de París, pero el Comité Olímpico Internacional (COI) decidió permitir a los atletas rusos y bielorrusos participar bajo una bandera neutral, sin himno y sin participar en la ceremonia de apertura. Muchas voces dentro y fuera del deporte abogaron darle el mismo tratamiento a Israel, pero la idea no prosperó. Ello generó una polémica sobre el “doble rasero” que priva en el panorama internacional en lo concerniente a las sanciones aplicadas a países transgresores del derecho internacional. También la inestabilidad internas pesa. Francia atraviesa por problemas políticos. Las negociaciones para nombrar a un nuevo primer ministro se alargan y se habla de la convocatoria a una huelga general durante la competencia para presionar a Macron.
Los Juegos Olímpicos han sido escaparate propagandístico de regímenes totalitarios, campo de batalla de rivalidades ideológicas y nacionales, testigo de luchas sociales y escenario trágico de atentados terroristas. Han servido también como instrumento diplomático para impulsar negociaciones internacionales, promover el reconocimiento de nuevos Estados y tratar de presionar a regímenes para propiciar su transformación, como sucedió con la Sudáfrica del apartheid. En fin, la política los contamina constantemente y tal cosa no debería sorprendernos. Sin embargo, de todas las intervenciones de la política en las olimpiadas la más equivocada y desastrosa fue la decisión de James Carter de boicotear los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980. Esto porque tal iniciativa fue fruto de una decisión tomada a la ligera la cual, eso sí, fue asumida con un fervor de cruzado religioso por parte del presidente estadounidense.
En diciembre de 1979 la Unión Soviética decidió invadir
Afganistán. Los líderes soviéticos querían apuntalar a un tambaleante régimen aliado en su patio trasero. Aparentemente se trataba de una maniobra a corto plazo sin importancia real para ningún otro país, por eso esperaban pocas repercusiones internacionales. Pero en Washington se lo tomaron en serio, sobre todo Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional de Carter, político de línea dura, quien le advirtió a su jefe: “Afganistán es el séptimo estado desde 1975 en el que los comunistas han llegado al poder con algún tipo de apoyo soviético y en un año electoral (como lo fue 1980) es fundamental afirmar el liderazgo estadounidense en política exterior”. Pero ¿qué podía hacer Estados Unidos? No había muchas opciones. Fue Rolf Pauls, embajador de Alemania Occidental ante la OTAN, el de la idea de un boicot olímpico, la cual gustó desde el primer momento al presidente, a Brzezinski y al vicepresidente Walter Mondale, quien torpemente aseguró que un boicot “podría capturar la imaginación del pueblo estadounidense”.
Casi de inmediato se inició la labor de promover la idea del boicot en los medios con el argumento de estropear a los comunistas la intención de hacer de la Olimpiada un evento de propaganda ideológica. Aunque no todos estuvieron de acuerdo, el director de la CIA, Stansfield Turner, opinó que un boicot tendría un impacto limitado dentro de la Unión Soviética y en cambio podría ser contraproducente para la imagen de Estados Unidos al quedar como verdugo del movimiento olímpico internacional. Asimismo, la gran mayoría de los atletas se opuso fervientemente. Opinaban que ausentarse de Moscú no iba a sacar a las tropas de Afganistán. En todo caso, si se quería dar una lección a los comunistas podría hacerse mejor en las pistas y las canchas. Pero la mayoría de los políticos (incluso dentro del Partido Republicano, entonces en la oposición) estuvieron de acuerdo en que era absolutamente inaceptable “usar a nuestros atletas para transmitir la perversa propaganda comunista a todos los rincones del mundo”.
Desde luego, a Carter preocupaba que la culpa de un fracaso de los Juegos Olímpicos recayera exclusivamente en Estados Unidos, por eso trabajó para convencer a los aliados de unirse al boicot “como una reacción legítima contra los crímenes rusos en Afganistán”. Carter le dio el plazo de un mes a Moscú para retirar sus tropas de Afganistán o de lo contrario sugería trasladar los Juegos Olímpicos a una sede alternativa, posponerlos o cancelarlos. El plazo de un mes fue controvertido. Los críticos lo vieron como un ejemplo más del manejo generalmente inepto de la política exterior de Carter. Pero la campaña electoral había comenzado y el presidente tenía enfrentaba el reto de vencer a Ted Kennedy en las primarias del Partido Demócrata. Urgía mostrar “determinación de estadista” y por el presidente se propuso doblegar a como diera lugar al Comité Olímpico de los Estados Unidos. (USAOC). Incluso amenazó con pedir al Congreso aprobar una ley que le permitiera revocar los pasaportes de los atletas. También quería prohibir a los medios de comunicación estadounidenses enviar reporteros a Moscú, una disposición autoritaria, por cierto, digna de los soviéticos.
El boicot empezó a no gustar entre la opinión pública. Incluso Brzezinski parecía dispuesto a tirar la toalla. También la idea de internacionalizarlo se estaba desmoronando. Margaret Thatcher anunció que no estaba dispuesta a utilizar ningún mecanismo legal radical, como la confiscación de pasaportes, contra los atletas olímpicos. Pero a final de cuentas la obcecación de Carter rindió sus (magros) frutos. El USAOC se plegó al boicot y varios países aliados lo apoyaron: Alemania Occidental, Canadá, Argentina, Chile, Japón, Corea del Sur, Turquía y Noruega entre ellos, mientras que otros (como el Reino Unido, Francia y Australia) dejaron en libertad a sus atletas para competir bajo la bandera olímpica. Aunque sufrieron de un cierto deslucimiento, los Juegos Olímpicos de 1980 fueron mucho más resilientes de lo que Carter se había imaginado. Al final asistieron 80 países y se establecieron 36 récords mundiales. Jimmy Carter, el predicador evangélico, asumió como una cruzada su lucha por establecer un boicot pobremente inspirado, mal diseñado y peor ejecutado y solo se consiguió fastidiar a los atletas estadounidenses que se habían entrenado para participar en las olimpiadas. Electoralmente no le sirvió de nada: fue apabullado por Ronald Reagan en las urnas en medio de una alta inflación, elevado desempleo y con la crisis de los rehenes en Teherán encima. Por su parte, los soviéticos permanecerían en Afganistán durante toda una década devastando al país y dejando tras de sí una población resentida y radicalizada.