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viernes 11 octubre 2024

Juguemos a odiar

por Fernando Dworak

Desde que se tiene registro, los dos temas principales sobre los que se han hecho chistes son sobre los políticos y temas escatológicos. El primer tópico es lógico: el poder es centro de atención para bien o para mal, siendo el humor la válvula de escape para quienes lo viven o padecen, por más autoritario que sea el gobernante o régimen.

Por otra parte, la escatología es un tema que se nos ha presentado como tabú a lo largo de los milenios, siendo esa negación lo que nos atrae. Incluso leí a algún cómico que decía que el mundo se puede dividir entre las personas a las que le gusta y a las que no. Esa idea de prohibición se ha reforzado una y otra vez al interior de cada sociedad, desde la madre que no desea que un niño toque la mierda de un perro, hasta la idea de algunas sociedades de señalar como “impuros” la carne de algunos animales o a una mujer en sus días de menstruación. Incluso es posible extender esa condición de impureza a diversas enfermedades, como la lepra y el SIDA en los años inmediatos a su aparición.

Dicho lo anterior, es común a todo discurso moralizante desde el poder atribuirle a quienes delinquen, cometen algún ilícito o en algunos casos, incluso disienten del poder, una condición que los hace actuar de esa manera. De hecho, esa condición de maldad es la espina dorsal de toda teoría de la conspiración: ellos, llámense judíos, homosexuales, comunistas o cualquier otro nombre, desean destruir nuestro mundo porque son malos y nos quieren hacer daño.

Es por lo anterior que debemos ver con detenimiento la declaración que dio el presidente el pasado fin de semana sobre los corruptos, diciendo que según la nueva cultura está quedando mal visto y estigmatizado; añadiendo el “fuchi, caca”. No se trata de una ocurrencia más de alguien que pareciera pasar como un viejito refranero: es parte de una estrategia para implantar un discurso de odio que ha venido tejiendo desde hace varios años.

Partamos de lo siguiente: nos referimos por “corrupción” a los actos delictivos cometidos por funcionarios y autoridades que abusan de su poder e influencia al hacer un mal uso intencional de los recursos financieros y humanos a los que tiene acceso, anticipando sus intereses personales o los de sus allegados, para conseguir una ventaja legítima generalmente de forma secreta y privada. Por lo tanto, hablamos no de un delito, sino de una serie de conductas ilícitas que pueden ser calificadas como corruptas.

De la misma forma, consideremos que la corrupción primero se previene a través de transparencia y prácticas administrativas, apostando también por mecanismos de rendición de cuenta eficaces para descubrirla y sancionarla. En este juego, todos nos encontramos expuestos a incurrir en actos de corrupción.

López Obrador ha enfocado el problema no desde una perspectiva institucional, sino moral, atribuyendo numerosos calificativos a quienes él considera corruptos. En la medida que su discurso se hizo creíble a un segmento importante de la opinión pública, la gente ignora que él hace lo mismo que hacían los políticos que él califica como corrupta, porque siempre hay una justificación moral a lo que hace. Por eso es inútil señalar la incongruencia en las que incurre el ejecutivo y sus simpatizantes más fervientes.

Lo peligroso de esta estrategia es identificar al corrupto como un enfermo o alguien pernicioso. Una vez que logró elevar a rango constitucional a la corrupción como delito grave, falta solamente un señalamiento de alguien con autoridad moral para iniciar la cacería de brujas: por ello la intención de incitar a la gente a que vea mal y estigmatice a los que él pueda definir como corruptos, reforzándolo con dos palabras que entiende perfectamente bien su base: “fuchi, caca”.

De esa forma el presidente refuerza su discurso de polarización contra quienes él señale, mientras seguimos festejando o escandalizándonos con palabras que, a primera vista, calificamos como ocurrencias. A manera de juego, se está implantando el odio.

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