La idea de la decadencia de Occidente está de moda desde hace mucho tiempo y ahora con el reto encarnado por las aparentemente poderosas autocracias china y rusa el tema cada vez tiene más presencia en la política internacional, en la academia y en los medios de comunicación. Fue Oswald Spengler en su célebre libro “La decadencia de Occidente” uno de los primeros en preconizar la degeneración de la civilización occidental tras haber gozado de un “apogeo fáustico”. Y, desde entonces, el librito de marras ha tenido centenas de reediciones en casi todos los idiomas, sobre todo en Occidente, claro está, donde amamos esto de proclamar a voz en cuello nuestra decadencia. Ahora nos avisan del inminente arribo a los liderazgos mundiales de un grupo de potencias emergentes. No es la primera vez. En los años 50 Kruschev afirmaba a sus contrapartes occidentales: “los vamos a enterrar”. También mucho se temió por el futuro de un alicaído Occidente con el aparentemente imparable ascenso de Japón en los años 70. Poco más tarde, los imbatibles nuevos campeones parecieron ser los dragones asiáticos. Ahora hablan de China, Brasil, Rusia, India. Pero, pese a todo, Occidente sigue vigente. Mermada su vieja hegemonía, sin duda, pero resiste. Cuando apareció el libro de Spengler (1918) las grandes naciones occidentales eran las primeras potencias económicas, políticas y militares y lo siguen siendo en 2022, aún lejos de caer en la dramática la decadencia percibida por algunos.
Para dictadores como Putin y Xi Jinping el colapso de la hegemonía occidental es irreversible. Cuando inició la invasión a Ucrania el presidente ruso equiparó a Occidente con conceptos como el racismo, colonialismo y la dominación despiadada y depredadora. Vamos, incluso ha hablado de “satanismo”, como los ayatolas iraníes. Invocando a Dostoievski describió la guerra como una lucha no por territorio, sino por las ideas, los valores y las tradiciones, la cual solo se puede ganar “en el frente espiritual”. Apoyado por el cristianismo ortodoxo clamó por la centralidad de los valores religiosos y culturales para la seguridad ontológica de Rusia: “Buscaron destruir nuestros valores tradicionales y forzarnos sus falsos valores consagrados directamente a la degradación y la degeneración, porque son contrarias a la naturaleza humana”. Así trata de justificar este pretendido campeón de la anti-decadencia una guerra inhumana y absurda.
En el relato de Xi Jinping “Oriente está en auge y Occidente en decadencia”. Por eso entroniza como “oficial” su pensamiento para “un socialismo con características chinas”, y también por eso afianza su férreo control sobre todos los aspectos de la vida social. No quiere ni aburguesamientos ni decadencia. Para ello está dispuesto a impedir a como dé lugar exponer a los chinos a ideas democráticas liberales. No hay espacio para la sociedad civil y los derechos humanos. Solo afianzando virtudes espartanas es posible, de acuerdo con la óptica de los dictadores, garantizar el predominio mundial.
Pero, al margen de las hipérboles de los “hombres fuertes”, ¿está realmente Occidente en un declive inexorable? Hoy son muy claras las señales para reconsiderar las asunciones más pesimistas sobre Occidente en términos de preeminencia militar, científica y tecnológica, entre otras cosas, mientras Rusia y China exhiben notables flancos débiles.
Rusia se ha embrollado en su invasión a Ucrania y no solo por las graves fallas logísticas y técnicas de su ejército sino, sobre todo, por la baja moral de sus tropas, de los miles de jóvenes movilizados para ser mal entrenados y peor armados antes de ser enviados a al frente muy a su pesar. Asimismo, pesan mucho en el mal desempeño militar ruso la eficiencia de las tecnologías occidentales y, por supuesto, la capacidad de resiliencia de las tropas ucranianas. Por su parte, miles de chinos, hartos de los confinamientos interminables de la política Covid cero han salido a la calle valientemente a protestar contra un gobierno abrumador y arbitrario. Xi Jinping está fracasando en su exhibición de la superioridad del sistema autoritario en la gestión económica y sanitaria. Occidente ha ido superando el reto de la pandemia en gran medida gracias a la excelencia de su respuesta científica/industrial y con el rápido desarrollo de vacunas muy eficaces, mientras China, con una vacuna de calidad claramente inferior, sigue atorada en un martirio de confinamientos. Además, los resultados de últimos trimestres agrietan la idea de un implacable ascenso de China. Tras una suave ralentización en la década pasada, afronta ahora un considerable frenazo. Por primera vez en décadas ya no será el país con mayor crecimiento en su región, parte por culpa de los confinamientos y parte por la tremenda crisis en el sector inmobiliario.
Evidentemente, Occidente de ninguna manera está en jauja, pero no es por culpa de un exceso de hedonismo o por andarse entregando a impulsos demoniacos, sino por el fuerte malestar interno con el sistema democrático, el cual ha sido expresado en sucesos como el triunfo de Trump en 2016, Meloni o el Brexit. Occidente se debilita, pero no por los factores descritos por Putin y Xi, sino por graves errores cometidos en las democracias al permitir procesos de deslocalizaciones y precarizaciones perjudiciales para las clases populares, mientras se toleraba el auge excesivo de algunas élites. Esta dinámica de rompimiento ha tenido distinta intensidad en los diversos países. Sin embargo, conyugada con las crisis económicas y con un declive demográfico en algunos casos muy acusado ha configurado un escenario potencialmente muy peligroso. La vulnerabilidad occidental no proviene del declive de los valores familiares tradicionales, sino del de valores democráticos como la creencia en el estado de derecho, el respeto a las instituciones democráticas, la sana competencia electoral y, muy importante, a la pérdida de solidaridad y preocupación por los más desprotegidos. La idea de una moral relajada destructora de las grandes potencias existe desde hace siglos y complace, sobre todo, a los autoritarios, pero difícilmente a estas alturas pueden tiranías como China y Rusia presumir ser ejemplos de nada.