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domingo 13 octubre 2024

La herencia invisible

por Juan Villoro

Una de las grandes mitologías de nuestro tiempo consiste en creer que todas las abuelas cocinaban de maravilla. Si alguien dice que el pipián viene de una lejana receta familiar, sabe más sabroso. El pasado condimenta.

Pau Arenós, escritor y crítico de gastronomía catalán, se ha rebelado contra la creencia generalizada de que las abuelas sazonaban en forma insuperable. Esta opinión disidente no cuenta con muchos adeptos. La razón parece sencilla: necesitamos reservas de sabiduría rigurosamente incomprobables, y una de ellas es la superioridad de la tradición sobre el desabrido presente.

Intrigado por el tema, hablé con diversas personas acerca de sus antecedentes culinarios. No encontré a nadie que repudiara el perejil de las abuelas. Los hijos de inmigrantes hablaron de sopas y cocidos como del último contacto con la patria del origen y los mexicanos de cepa se refirieron a los fogones como a un santuario vedado a los hombres donde las mujeres se concentraban, con idénticas dosis de talento y sumisión, a convertir sus emociones en guisos.

El mundo de las abuelas se asocia con ingredientes ajenos al comercio y los trabajos de la química; entre ellos destacan los que llegaban vivos al hogar. Hace décadas, por estas mismas fechas, un guajolote inquietaba la azotea de la casa. Se mantenía en engorda para ser comido en Navidad, lo cual provocaba crisis sentimentales. Aunque no alcanzara el rango de mascota, nadie quería matarlo para celebrar la paz. En la cena del 24, mientras rezábamos en torno al pavo, yo temía que Dios atendiera nuestras plegarias de agradecimiento por la vida y resucitara al animal en plena mesa.

En mi veloz encuesta no encontré a apóstatas de la cuchara que negaran la virtud culinaria de sus antepasadas. Quienes no conocieron a sus abuelas o las conocieron ya enfermas, alejadas de la despensa providente, celebraron los condimentos de otras abuelas y mencionaron restaurantes donde la tradición no olvida el epazote. Me pareció evidente que las personas que carecen de prosapia cocinera no quieren ser vistas como huérfanas de los sabores. Hablar con deleite de la cebolla morada y del diminuto ajonjolí es para ellas cuestión de estirpe, una manera de decir que su paladar no pertenece al rango de los descastados que se conforman con lo insípido.

Curiosamente, quienes sí habían disfrutado del niño envuelto, el budín azteca o el indeleble manchamanteles de la abuela, describieron con menor detalle sus guisos favoritos y se refirieron a las recetas como a una interesante abstracción. Llegamos a un punto decisivo: la sapiencia gastronómica se transmite mejor como leyenda que como realidad. Las grandes cocineras trabajan por intuición y rara vez repiten un guiso del mismo modo. Seguir los largos pasos de preparación no basta para que el resultado sepa igual. Como la literatura, la cocina se puede aprender pero no enseñar.

De niño, prefería remojar el pan dulce en el café con leche de mi abuela porque ella lo endulzaba con especial pericia. La forma en que movía las cucharadas convertía la taza en un perol alquímico. Nunca traté de imitarla; lo importante era robar su confitada mezcla.

La etimología de “sabor” coincide con la de “saber”. Los nietos siempre estaremos en desventaja cognitiva y culinaria respecto a las abuelas. De nada sirve transcribir recetas, pues lo más importante se mantiene en riguroso hermetismo. ¿Cuál es la dosis para “sal al gusto”?

Al hablar de sus misterios, las cocineras omiten cosas por pudor, por olvido ante un procedimiento que nunca se cumplió del mismo modo o por el placer de conservar un secreto. Lo cierto es que el dictado transcrito por los nietos resulta desabrido.

En un mundo donde todo aspira a ser cuantificado, la fama de las abuelas depende de un legado intangible. Para la tecnología, la realidad es un sistema de medida. Una aplicación mide nuestros pasos y otra nuestro ritmo cardiaco. La salud es una variante de la estadística. Por suerte, en un entorno que confunde los datos con la ciencia, hay saberes imposibles de calibrar.

Ciertos prestigios dependen de su inverificable condición. Los guisos de las abuelas son un acto de fe. No necesitamos pruebas para creer en ellos. Si la nueva versión de la receta no nos gusta, suponemos que un ingrediente se perdió en el camino. Nada se hereda mejor que la nostalgia.


Este artículo fue publicado en Reforma el 19 de noviembre de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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