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lunes 14 octubre 2024

La lectura según Marcel Proust

por Germán Martínez Martínez

Quienes fetichizan los libros y su lectura tienden a ser lejanos del acto de leer —al menos como ejercicio crítico— y a basarse en ilusiones que son compartidas y celebradas por muchos. Cualquiera que frecuente librerías —y haya desarrollado un criterio más allá de convenciones, es decir, que tenga una relación sensible e inteligente con la literatura y el pensamiento— sabe que lejos de ser descubrimiento inevitable de un arca de tesoros, entrar a tales expendios es llegar a un espacio en que abundan materiales innecesarios y hasta contraproducentes. La mera revisión, hoy, en cadenas de librerías de la Ciudad de México deja ver que en las listas de libros más vendidos —o eufemísticamente “más leídos”— están, en los mejores casos, novelas a las que queda describir como populares, pero de calidad. Sin embargo, predominan relatos basura, libros firmados por gente famosa, títulos de superación personal y hasta propaganda política. Nada de alguna forma de reflexión, mucho menos de poesía. Hace falta una idea de la lectura que trascienda las ilusiones celebradas.

Al novelista Marcel Proust le interesaba “ir al fondo mismo de la idea de lectura”. Para lograrlo, es necesario reconocer que no cualquier lectura es lo mismo, pues también hay, entre tantas formas de llevarla a cabo, quien, pragmáticamente, “lee por leer, para recordar lo leído”. El jueves 15 de junio de 1905, Proust publicó el largo ensayo “Sobre la lectura” en la revista La Renaissance Latine (posteriormente aparecería en otras dos versiones). Aunque la referencia directa ocupa apenas pocos párrafos, los estudiosos de la obra de Proust ven en este texto un diálogo con ideas de un periodo del pensamiento estético de John Ruskin (1819-1900). Entre mucha narrativa y en oposición a ideas claves de Ruskin, Proust afirmaba que la lectura es un “acto psicológico” y lo examinaba en las páginas de su ensayo.

El interés en la obra y las ideas de Ruskin no era exclusivo de Proust, sino —según Mauro Armiño— común en el medio artístico y entre cierta burguesía de Francia, durante una ola de anglofilia (a Armiño se debe una de las dos ediciones y traducciones disponibles de “Sobre la lectura” en México, la otra es de Javier Sicilia). Ruskin había pronunciado una conferencia sobre la lectura, “De los tesoros de los reyes”, el 6 de diciembre de 1864, cerca de Manchester, para apoyar la creación de una biblioteca. A partir del segundo fragmento de “Sobre la lectura” —que ya no es sólo narrativo sino expositivo— Proust alude directamente al pensador para afirmar que: “en mi opinión la lectura no debe jugar el papel preponderante que le asigna Ruskin” (uso la traducción del poeta y activista Sicilia). Según Proust, el argumento de Ruskin sobre la lectura podría sintetizarse con palabras de Descartes: “La lectura de todos los buenos libros es como una conversación con la gente más ilustre de los siglos pasados que fueron sus autores”. La cita captura que fetichizar los libros es una larga tradición, que pasa por personificarlos. “Al revés de la conversación, la lectura consiste, para cada uno de nosotros, en recibir un pensamiento, pero estando completamente solos”, respondió Proust. A su vez, Sicilia, en su prefacio, escribió: “Leer no sólo es entrar en lo que el libro guarda de las emociones de la eternidad en el pasado para el presente, sino rescatar a través de él las nuestras que también están en el tiempo”. Así, si la versión grandilocuente de los fetichizadores es una abstracción que no compromete, la visión de Proust sobre la lectura conlleva, al mismo tiempo, algo concreto —las vivencias del lector— y un componente de incertidumbre, la cuestión del tiempo y la memoria.

Si Proust fuera nuestro contemporáneo habría comentaristas que encontrarían un tema tanto en el origen social como en la posición adoptada por el novelista. Proust afirmaba con certeza: “Un libro de Anatole France sugiere un montón de conocimientos eruditos, encierra perpetuas alusiones que un ser vulgar no percibe”. En el ensayo sólo hay otra afirmación semejante, aunque no tan enfática, pero hoy este tipo de enunciados —así sean aislados y no representativos de la obra— llevarían a calificar a su autor de elitista, como acusación y probable objeto de censura. El primer libro de Proust, Los placeres y los días (1896) había sido prologado por France (1844-1924), para entonces ya encumbrado (el texto no era meramente elogioso, sino que incluso deslizaba algunas críticas al novel autor). Esto apunta al tipo de vínculos sociales que Proust tenía. Simultáneamente, Armiño escribe que la relación de Proust con familias acomodadas —como de la que él era parte— no estaba libre de tensiones tanto por su herencia judía materna —Proust, además, fue activista a favor de Dreyfus mientras se le juzgaba— como por su homosexualidad. El hecho es que “Sobre la lectura” parte de generalizar una situación no mayoritaria: la de suponer una infancia lectora en cualquier persona. Sería reduccionista, no obstante, enfocarse en la denuncia del privilegio de Proust, pues se trata sólo de uno entre muchos elementos.

Los especialistas en Proust coinciden en ver el ensayo “Sobre la lectura” como antecedente directo —en concepción de la obra y perfilación del estilo— de En busca del tiempo perdido. También enlazan fragmentos del ensayo con desarrollos narrativos de la extensa novela. Efectivamente, “Sobre la lectura” desde su inicio tiene un elemento narrativo que llama la atención: un recuerdo específico desencadena una sucesión de enunciados —un río narrativo y descriptivo— que se aleja de la argumentación sin merma de la atención del lector. Señalar estos vasos comunicantes puede invitar a leer tanto las obras secundarias como su obra más célebre: este año se ha celebrado el centenario de la muerte de Proust. Esto es buen pretexto para leerlo, hablar y escribir de su obra, aunque la conmemoración sea tan insignificante como que tiemble, una y otra vez, los 19 de septiembre en México: toda fecha es sólo un práctico referente inventado.

En “Sobre la lectura”, Proust postulaba algo que puede parecer una obviedad, pero que es énfasis en que la lectura es un acto, no un ejercicio de posesión de libros, pues al cerrarlos, sus personajes se convierten en “seres que mañana serían sólo un nombre sobre una página olvidada, en un libro sin relación con la vida”. A diferencia de los vanidosos pero falsos lectores, Proust era consciente tanto del valor que tiene la lectura como de lo que es incapaz: “el papel, a la vez esencial y limitado, que la lectura puede desempeñar en nuestra vida espiritual”. Como cualquier lector genuino, él sabía que algunas lecturas pueden ser curativas: “En ciertos casos, casos patológicos por decirlo así, de depresión espiritual, la lectura puede volverse una especie de disciplina terapéutica”. Pero Proust también se declaraba en contra de “esa especie de respeto fetichista por los libros”. Para él, en cambio, leer era el placer de un esfuerzo: “donde termina el saber de los buenos libros empieza el nuestro”. Leer es acción individual y única en cada ocasión, esa es su gracia; no engrandece ni hace mejor a nadie por sí misma; si acaso altera, a veces da placer y de eso se trata: “la lectura sólo actúa como una incitación que no puede substituir en nada nuestra actividad personal”.

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