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viernes 20 septiembre 2024

La maestría de El desierto rojo de Antonioni

por Germán Martínez Martínez

El mundo que constituyen los creadores de cada disciplina artística es inabarcable, pero los maestros de cada arte son escasos. A Michelangelo Antonioni (1912-2007) le corresponde una posición de excepción en el universo del cine. Su película El desierto rojo (1964) es una realización de las posibilidades del cine en cada una de sus caras: la imaginación cinemática se sintetiza en un barco que parece navegar entre árboles, sin que haya trampa alguna, pues el director estableció previamente la geografía del lugar, volviendo posible la imagen. Aun así, hay espectadores que encuentran soporífero el filme. Cabe, por eso, examinar virtudes de la cinta de Antonioni para mostrar que no es caminata sin rumbo, sino coherente deambular audiovisual.

La actriz Monica Vitti interpretó a Giuliana en El desierto rojo.

El desierto rojo vuelve a proyectarse en distintas sedes de la Ciudad de México durante las últimas semanas de 2022, por la Muestra Internacional de la Cineteca Nacional, pues en cada una de sus ediciones presenta un “clásico” nacional y otro extranjero. Al nuevamente notar la diversidad de la selección decidí escribir sobre tres de los 14 filmes aquí en Dispersiones, esta columna semanal de crítica cultural. Sin pretender que fuera una taxonomía, una de las películas fue cine industrial de calidad, otra se encontró a medio camino entre lo ordinario y el compromiso con el cine —quizá por adherirse a la deriva cultural actual, en vez de mirar hacia el arte— y, finalmente, la de Antonioni. En este tiempo, globalmente, hay un segmento decisivo de la comunidad artística que designa temas que consideran obligatorios y da por hecho que abordarlos otorgaría legitimidad a las creaciones —siempre y cuando tales asuntos se traten en la forma establecida por esos mismos discursos— zanjando cualquier posibilidad de debate estético. Por su parte, Antonioni dio el papel central de El desierto rojo a un personaje con problemas que actualmente llamaríamos de salud mental.

El cineasta Michelangelo Antonioni durante la filmación con la protagonista Vitti, su esposa.

Desde sus primeras acciones, Giuliana (Monica Vitti, 1931-2022) le compra lo que come, casi forzosamente y para su desconcierto, a un trabajador. Antonioni aborda el personaje interesándose en las tormentas mentales de Giuliana, sin corrección política, ni acusación a algún villano favorito —como el capitalismo o el patriarcado— sino inmiscuyéndose en circunstancias como que a su marido le preocupe que ella se quede sola. Giuliana declara que, después del trauma de un accidente, le da miedo la calle, la gente, los colores, “todo”. Ella dice sentirse separada de los cuerpos. Destaca su actuación, aunque en ocasiones sea exagerada. La belleza radical de Vitti encontró pleno complemento en la mirada de Antonioni, el contraste con el ambiente diseñado para el filme y el poco atractivo de sus coprotagonistas masculinos. Giuliana cae en situaciones que le causan culpa y también en otras intrascendentes, pero reveladoras: entra en diálogo imposible con un marinero —lenguas distintas sin comprensión mutua— cada uno hablando desde sí, para sí: él parece conducido por lascivia, ella diserta sobre decisiones vitales.

Giuliana tuvo un accidente que parece haber dejado secuelas psicológicas.

Análogamente, la contaminación de un río —fruto de desechos industriales que, dice un personaje, en algún lugar deben verterse— se vuelve patente. También es aludida en algún alimento que sabe a petróleo. Un cuerpo de agua cercano a los personajes hace que la composición de cierta toma haga parecer que Corrado (Richard Harris) está ante un cuadro expresionista abstracto. La narrativa existe en El desierto rojo, tanto en diálogos informativos como en acciones de los personajes, pero las soluciones para que la historia emerja no son las habituales: varias cuestiones del amorío se resuelven con inmediatez, como la sospecha de un personaje secundario sobre lo que sucede entre Giuliana y Corrado. Los ambientes sucesivos resultan vistas diversas de la adversidad, el único lugar habitable —dentro de un hotel igualmente agreste— es la habitación del encuentro de los amantes. Pero incluso ahí sucede un cambio cromático, después de la cópula. En El desierto rojo prevalece el huidizo anhelo de un lugar en el mundo para estar bien.

Sólo mencionar la “paleta de colores” es poco útil para el análisis cinematográfico, hace falta decir qué hace la gama de colores escogida por el director; lograrlo implica ir más allá de falaces desciframientos que suponen expresar qué significarían los colores según lineamientos preexistentes. Hay que revisar qué hacen, cómo funcionan tales colores, en el conjunto fílmico específico ante el que uno está. En El desierto rojo, hay un diálogo entre Corrado y Ugo (Carlo Chionetti) —esposo de Giuliana— en que los fondos detrás de cada uno se corresponden, cruzados y distintos, con la gabardina y la chamarra de los personajes. Un puesto callejero que es gris sobre gris muestra la estrategia visual de recursos no enfáticos.

El cartel de la película El desierto rojo.

La casa de la protagonista Giuliana —a pesar de contar con objetos innecesarios— luce vacía. La vivienda, más allá de ser cercanísima a la actividad industrial y a los buques de carga, resulta fría en sus colores y, más importante, su ambiente. La atención que Antonioni ponía en las imágenes lo llevó a crear encuadres no informativos, a enfocar y desenfocar constantemente, a realizar acercamientos extremos, a crear múltiples planos en perspectiva —en algún momento el frío de Giuliana se plasma en un segundo plano desenfocado, con ella enredada en su bufanda, levantando sus pies alternativamente— y a emplazar la cámara, una y otra vez, de manera extravagante y al mismo tiempo delicada, sin regodearse en ello, en tomas de apenas segundos, que no pesan en el público; como sí lo hacen las triquiñuelas de los efectistas. La afinidad sexual entre Giuliana y Corrado queda indicada con poco más que dos pares de zapatos. Tras 45 minutos de grisuras, en una desvencijada cabaña, el rojo de las paredes de una sección del espacio se transforma en presencia física en los ojos de quien vea atentamente. Las imágenes de Antonioni fueron una danza simultáneamente contenida y fluida: tensión creativa.

La música de El desierto rojo es notable en múltiples sentidos. Es electrónica y en su momento resultaba novedosa y extraña. Mucha música de este tipo hoy suena fechada, se ha vuelto anticuada. Lo interesante de la que acompaña a esta cinta es que se mantiene sorprendente: si entonces puede haber movido a parte del público a preguntarse si eso era música, casi 60 años después quizá no falte gente que reaccione igual, pero hay ahora buena parte de quienes ven la película que no cuestionarán el carácter musical de los sonidos, seguirán encontrándola atractiva y no fácilmente ubicable en el tiempo. Los ruidos industriales silencian diálogos haciendo que elementos como las exhalaciones de vapor adquieran importancia. Además del ritmo visual y cromático, elementos de la pista de sonido como la chimenea del complejo industrial —visitado por Giuliana, para encontrarse con Ugo— o los bocinazos de un barco —cuando los amigos están en la cabaña— también contribuyen al potencial cautivante de El desierto rojo.

El desierto rojo incluye un triángulo amoroso.

Hay falsos maestros del cine —como David Lynch— que son tan hábiles al concentrarse en artimañas que casi cubren su vacuidad. En cambio, a Antonioni le bastaban mínimos desplazamientos y miradas entre sus personajes para plantear emociones individuales y situaciones de pareja; porque en una sola mirada el amor también se revela ausente. En El desierto rojo, el director recurrió al extremo de una densa niebla, pero mientras otros la habrían aprovechado para embelesar, Antonioni la usó para dificultar e incluso impedir la visibilidad. Asimismo, creó zonas de ensueño: los amigos entran en jugueteos sexuales en la cabaña que parece zona franca sexual —el empleado de uno de ellos llega con su conquista del momento— y, también, a través de un cuento para niños logra que la vista del público descanse en un mundo alternativo en que el agua es limpia y tranquila, en que las velas movidas por el viento cobran sentido, en que el ambiente es cálido, la arena blanca y el cuerpo tiene marcas de bronceado. Hacer las cosas, más que hablar de ellas, dice la acompañante del empleado, y ante una pregunta de su hijo la madre responde que en la playa del relato “todo cantaba”; a pesar de que ella, Giuliana, no recuerda un nombre cuando busca, lamenta echar en falta a alguien y se siente imbécil por tal necesidad. Esa pluralidad de experiencias nutrió la manera de hacer cine de Antonioni: sobre las simplificaciones, la búsqueda de labrar el medio audiovisual, a detalle, sin aspavientos.

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