Uno está predispuesto ante ciertas obras. Las razones son múltiples. Desde la amistad con los creadores hasta la familiaridad con anteriores trabajos de artistas vivos —o la reverencia ante épocas pasadas— pueden llevar a justificar, e incluso argumentar, valores —supuestos o tangibles— de una obra. Y lo mismo ocurre en sentido contrario. Sin embargo, conviene proceder desde la búsqueda de la ingenuidad en la mirada —paradójicamente combinada con análisis informado—, aunque sea improbable alcanzarla pues estamos hechos de prejuicios.

La percepción que tenemos de autores y artistas se ve marcada por toda clase de condicionantes locales. En el caso de Apichatpong Weerasethakul (1970), en México ha influido a su favor haber sido el principal invitado, en 2011, de la primera edición del Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM). Varios factores propiciaron que FICUNAM se ganase a los cinéfilos de la Ciudad de México, entre ellos figuras del equipo que lo organizaba: el programador Roger Koza, su directora Eva Sangiorgi y el programador Michel Lipkes, que estaban precedidos —los dos últimos— por sus tareas en el Festival Internacional de Cine Contemporáneo (FICCO, 2004-2009). Además, FICUNAM consiguió ocupar un nicho de radicalidad cinematográfica que estaba vacante.

Weerasethakul nació en Bangkok, capital de Tailandia, en una familia de origen chino. Cuando todavía estaba en sus veinte estudió y vivió en Estados Unidos. En aquel primer FICUNAM uno de sus amigos estadounidenses desechó públicamente el “Apichatpong Weerasethakul” diciendo: “He’s Joe!”, nombre alternativo que ahora hasta Wikipedia consigna. Weerasethakul es un cosmopolita y este rasgo se relaciona con Memoria (2021). Es una película bilingüe —inglés y español— en un contexto que no es el del director: Jessica (Tilda Swinton), británica residente en Medellín, visita a su hermana Karen (Agnes Brekke) y su cuñado Juan (Daniel Giménez Cacho) en Bogotá. Esto es más significativo que sólo apuntar la globalización implícita en que británicas, colombianos y un mexicano sean filmados por un tailandés en Colombia.
Hay directores que se arriesgan a crear realidades cinematográficas en sociedades que no conocen minuciosamente. Algunos realizan prodigios de comprensión de una comunidad ajena, pero desde una perspectiva casi sociológica, de atención al detalle y con el paradigma de representar fielmente una cultura; como Woody Allen adentrándose en Londres a través de La provocación (2005). En cambio, otros cineastas son cuidadosos respecto al contexto social que les es extraño, pero prevalece en ellos la imaginación cinematográfica que no tiene la prioridad de revelar el alma nacional de un país; como sucede con Abbas Kiarostami en su último largometraje estrenado en vida: Like Someone in Love (2012) que se desarrolla en Tokio, por completo en japonés. Weerasethakul pertenece a esta última categoría: incluye a un vendedor ambulante entre vehículos formados en un retén militar pero sus preocupaciones están en construir imágenes como la de una selva que podría ser prehistórica, parte de un futuro interestelar, portal para viajes en el tiempo o ser, llanamente, una travesía al silencio, las nubes y un pueblo.

Jessica se encuentra con dos hombres llamados Hernán. El segundo y mayor es alguien que recuerda todo, por eso declara limitar lo que ve —ni películas ni televisión, tampoco sale de su pueblo—; una evidente alusión a “Funes el memorioso”, cuento de Borges. El memorioso Hernán sentencia: “las experiencias son dañinas”. Jessica cree que regalándole unos calmantes que ha conseguido ayudará a que su retención exacerbada no lo atormente. El memorioso colombiano dice también: “Ya hay muchas historias”, tal vez por eso Weerasethakul prioriza su materia audiovisual, más que el argumento. En Memoria, el director explora cómo los sonidos y las imágenes —ingredientes fundamentales del cine— están condenados a perderse, igual que la memoria, pues la permanencia, no total, sino apenas amplia de nuestras percepciones haría imposible la vida.

Memoria no es tomadura de pelo, ni su director charlatán: cada toma soporta disección porque más allá de predisposiciones, con Apichatpong Weerasethakul hay genuina inmersión en el cine. Se alude a un grupo musical llamado The Depth of Delusion —la profundidad del engaño, de la ilusión— que también es la mecánica de abismo audiovisual en Memoria. Las conversaciones y cualquier acción están acompañadas de sonidos ambientales, no como ruido, sino como elemento constitutivo. Hay gozo en la captura de humedades en muros, de luces y sombras en los espacios, siempre con sutileza, detectable sólo para quienes decidan ver. En una biblioteca, donde estilistas ordinarios prodigarían claroscuros encendiendo lámparas innecesarias, Apichatpong coloca la cámara y elige un periodo de luz para deleitarse en formas geométricas que la arquitectura no entrega, sino que el cineasta descubre.
Apichatpong Weerasethakul es parte del panteón de autores vivos, e indiscutibles, del cine contemporáneo. Esto no conlleva aceptación incuestionada de los públicos: Memoria —ganadora del Premio del Jurado en el Festival de Cannes, el más prestigioso del mundo— ha merecido memes en redes sociales que la descalifican como filme aburrido. Sin embargo, hay mucho en la película que la hace disfrutable. La queja de espectadores comunes sería que es un filme en que “no pasa nada”. En realidad, hay multiplicidad de historias: una mujer busca un sonido de sus sueños con un ingeniero de sonido, su hermana yace en un hospital, una antropóloga realiza investigaciones —otra forma de la memoria—, su cuñado y profesor lee un poema, un hombre declara desear una “nevera gigante”, el mismo u otro hombre es un memorioso.

Weerasethakul trabaja de tal manera con las imágenes que logra mostrar como sencillo —incluso minimalista— un abigarrado tablero de sonido, repleto de focos y botones. La lentitud de Memoria es acentuadamente rítmica y transformadora: las imágenes y los sonidos cobran importancia. “Aquí el tiempo se detiene” dice un personaje y, en efecto, hay tomas que parecieran estar congeladas, a no ser por leves movimientos de los personajes o en el ambiente. No se trata de un ejercicio de estilo o un reto al espectador, sino de lógica cinemática. El compás de la película convierte una casa en museo y, en el campo, Jessica al lado de un hombre que duerme se vuelve un cuadro prerrafaelita: en vez de trama hay historia, la del arte.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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