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viernes 08 noviembre 2024

La montaña: ecosistema de emociones y descubrimiento

por Rodolfo Lezama

a Laura Aguirre Daw

Hace apenas unos días tuve la fortuna de hacer mi primera excursión al Iztaccíhuatl, y la experiencia me demostró varias verdades que me tenían que ser reveladas a unas cuantas semanas de cumplir los cincuenta: que la naturaleza es una fuerza invencible y asombrosa, una potencia que confirma la pequeñez de la individualidad y, tal vez por eso, para rendirle culto, jamás para vencerla, los aventureros han decidido explorarla (¿conquistarla?) en grupos y pocas veces en solitario.

Hacer ese viaje me permitió saber una cosa más que desconocía: la montaña tiene más semejanzas con el hombre, con sus arrebatos y sus espacios de calma, con su pasto verde, su faz de piedra y de roca volcánica, que otras energías naturales, porque dentro de sí invoca varios universos: uno acuático, uno solar, uno neumático, uno desértico y otro mineral e, igual que el hombre y la mujer está compuesta de muchos trozos que la asemejan un rompecabezas: piel, huesos, corazón y mente, un ecosistema de sueños y descubrimientos, de desvelos y despertares.

En el ámbito de las creencias, la montaña es una forma que ha encontrado la humanidad para representar lo divino; una potencia luminosa o el resultado de las fuerzas geológicas y telúricas a la espera de ser volcán y que, a pesar de ese esfuerzo inacabado, se mantiene como un monumento natural, ya que en su fisonomía acopia grandeza física, pero, sobre todo, espiritual: acumula dentro de sus ser una energía superior que lo asimila con un objeto al cual las generaciones de hombres, a lo largo de los siglos, han deificado, hasta el grado de ser la personificación de un lugar donde se desarrollan los mitos, se concretan las esperanzas, se hacen posibles los hechizos y la magia, por ser una elevación que unifica al hombre con el horizonte, con el cielo, al grado de que es posible pensar, cuando se está ubicado en su cumbre, que durante los días se puede alcanzar el sol, y durante la noche es posible acariciar las estrellas y ubicarse en medio del universo.

En esa lógica, China se pensó como un país del centro, la India como una nación dominada por grandes montañas: el Monte Meru, ubicado en la cadena montañosa del Himalaya, el Monte Vyasa o el Monte Kailash, sitios sagrados de elevación espiritual, cuyas coordenadas ubicaban al pueblo indio en un lugar primordial –la mitad de todo– para observar la realidad del mundo. Los judíos se refieren a las montañas como parámetro moral del individuo, la evocación necesaria de esta idea es la de un monte de poca altura (el monte Sinaí) que, no obstante, tiene la aspiración de ser el centro del mundo y de la vida: el lugar donde Moisés recibió la tabla de la ley: el decálogo que domina la conciencia moral del pueblo judío y después del católico y de los diversos cristianismos y religiones afines.

Pese a la distancia histórica y geográfica, Mesoamérica también manifestó fascinación por las montañas en una lógica similar a la de otras culturas, al rendirles culto y construir mitos en torno a su grandeza. Los aztecas, por ejemplo, ascendían montañas y construían pirámides, que después intentaban subir para alcanzar al sol: el Dios cuyo brillo maravillaba sus consciencias sometidas al calor y al impenitente deslumbramiento: ¿acaso una forma de iluminación?

No es por eso extraño que buena parte de nuestra mitología ancestral se concentre en dos volcanes: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, como una manifestación del heroísmo y la fuerza, de la delicadeza y el amor, del sacrificio y la entrega, que si bien no tienen como recompensa el amor presente, sí tienen como suerte final la eternidad: el amor imperecedero de dos seres que se separan en la vida mundana para reunirse en un mejor lugar: el paraíso, sitio donde la mujer y el hombre se reúnen en perfecta comunión o celebran una separación mística que los equipará a los dioses.

El hombre y la mujer, en sus variaciones y en su calma, son la mejor manifestación de la montaña: sitio de largos espacios rodeados de árboles, elevaciones y descensos, paredes de piedra, fríos pantanos y áridos desiertos de arena y lodo en los que se hunden los pies y cualquier esfuerzo es inútil para lograr el esfuerzo de caminar. En la ilusión, no obstante,  cada hombre es una monte y cada mujer una montaña, pues dentro del hombre y la mujer  habitan superficies de césped perfecto, igual que grutas, sitios de frío, calor y humedad: ecosistemas completos que revelan la maravilla de ser humano, pero también su oscuridad y miseria: ciénagas donde el lodo es el maquillaje de la tristeza, pero también un betún que se adhiere a los dedos después de hundir el pulgar derecho en la zona más privada de la mujer amada, quien deja en prenda el cuerpo y la belleza después de entregarse a la eternidad.

Así como la montaña es lugar de sueños y mistificaciones, donde se recupera el amor que la vida, en su infortunio, negó a los amantes, es también lugar de aventura. Una cima es siempre un reto, una cumbre una forma de acercarse a la grandeza y dejar de ser diminuto, insignificante. Cuando se plantan los pies en la cima de una montaña se tiene una primera sensación es de heroísmo –soy un semi Dios– y una segunda reacción de humildad y otra de asombro, que conminan al héroe a arrodillarse ante Dios, el verdadero, el que hizo todas las cosas, y a reconocer su pequeñez que, a pesar de todo, le ha ganado unos metros a la inmensidad, pues ahora la fortuna lo ubica un poco más cerca de las alturas que antes cuando sus plantas pisaban el pedal de un automóvil.

La montaña es también un refugio: el sitio donde medita el anacoreta, donde el eremita se aísla y evade de las tentaciones mundanas; es una extensión del bosque que se funde con el firmamento en color blanco y se construye y deconstruye en azul, en amarillo y en una uniformidad de color indeterminado que deambula de la intensidad de la luz a la opacidad de las pupilas. No es gratuito por ello, que el blanco de las montañas evoque la limpidez del alma o la limpieza de una conciencia que se ha purificado, pues, al final, el hombre que conquista las alturas lo hace para encontrarse con Dios. Si Dios está arriba, solo se accede a su grandeza a través del ascenso, de una elevación y únicamente un ser purificado está en esa capacidad.

A las montañas les corresponde la altura, ser obstáculo y sueño, ilusión y camino de terracería, pared de piedras resbaladizas y evocación de caras conocidas y desconocidas: un reflejo de sí mismo y de la vida; quien emprende el reto de subir una montaña sabe que no puede darse por vencido, está sometido a las leyes de la gravedad sí, pero no a la caída, quien sube debe bajar, pero no como un trozo de plomo que se abandona en libre descenso, como un hombre o una mujer renovados, que dejan en la cima  o en un refugio al muerto que cargaban a cuestas, para intercambiar ese peso por el de una mochila de viajero y la intención de experimentar, con ojos distintos, una nueva aventura.

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