Hace 30 años, cuando entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) suscrito por México, Estados Unidos y Canadá, el regionalismo se encontraba en pleno apogeo. El estancamiento de la Ronda de Uruguay del entonces Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) lanzada en 1986, se prolongó por espacio de ocho largos años, en lo que constituyó una de las crisis más severas del multilateralismo comercial, si bien el regionalismo entró al quite con iniciativas encaminadas a crear zonas o áreas de libre comercio, uniones aduaneras y mercados comunes en las más diversas latitudes. De hecho, el TLCAN tiene el crédito de haber contribuido a que la Ronda de Uruguay culminara satisfactoriamente, dando pie al nacimiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Esto fue así porque Estados Unidos mostró la voluntad política para hacer realidad un arreglo institucional que fortalecería y haría más predecibles los costos de transacción de bienes, servicios e inversiones para los tres países involucrados y envió la señal al mundo de que era necesario e importante negociar para garantizar el acceso a los mercados globales y apoyar la transnacionalización de las cadenas de valor y con ello la expansión de la economía internacional.
Seis lustros más tarde, la OMC se encuentra empantanada con una Ronda de Doha que ha roto todos los récords de duración. Lanzada a finales de 2001, tiene ya 23 años de existir, y si bien las negociaciones continúan en el seno de la institución, el mundo es cada vez más proteccionista, más proclive a aplicar sanciones y los países son a todas luces más nacionalistas. Sin ir más lejos, el pasado 28 de noviembre, la Doctora Ngozi Okonjo-Iweala fue reelecta como directora general de la OMC sin que nadie más presentara su candidatura al cargo. ¿Desinterés? La noticia pasó prácticamente inadvertida fuera de los círculos diplomáticos y comerciales de Ginebra, sede de la institución. Es verdad que la Doctora Okonjo-Iweala es la primera mujer y la primera africana en presidir la OMC, aunque para muchos, la institución ha perdido relevancia como gestor de los grandes desafíos comerciales internacionales.
Del lado del regionalismo las cosas no marchan mejor. Actualmente existen 373 procesos de regionalización notificados a la OMC -datos al 1 de diciembre de 2024-, lo que significa que incluso los países en las latitudes más remotas están involucrados en iniciativas para otorgar preferencias arancelarias, dar vida a zonas o áreas de libre comercio y/o uniones aduaneras, avanzar en la concreción de mercados comunes y uniones económicas y eventualmente arribar a la integración total -cosa que a la fecha nadie ha logrado.
Con todo, el regionalismo, al igual que el multilateralismo, enfrenta una severa crisis. El Reino Unido se retiro de la Unión Europea el 31 de enero de 2020, contribuyendo a una debacle de la que no parece que Bruselas pueda recuperarse pronto. Javier Milei, presidente de Argentina, considera que su país debe abandonar el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) para negociar acuerdos comerciales con otras naciones como Estados Unidos. En América del Norte, el gobernador de Ontario pide echar a México del TMEC -tratado que reemplazó al TLCAN en 2020- por considerar que la RP China usa al territorio nacional para acceder a los mercados estadunidense y canadiense ilegalmente.
El proceso de integración regional más sofisticado y ambicioso que existe, la Unión Europea, pasa posiblemente por su peor momento. Sí, el BREXIT es en parte responsable, pero la oposición a firmar el Tratado Comercial Amplio con Canadá (CETA); el Acuerdo de Asociación con Ucrania; el Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversión con Estados Unidos; el tratado interregional con el MERCOSUR y el Acuerdo Global con México son muestra de que algo anda mal en el llamado “viejo continente.”
Esta involución del regionalismo -o si se prefiere, desregionalización- revela también los cambios que ha vivido la economía internacional en lo que va del siglo. La RP China emergió como una súper potencia económica y desde su adhesión a la OMC a principios del presente siglo ha logrado convertirse en el primer o segundo socio comercial de la mayor parte de los países del mundo, desplazando a Estados Unidos como la primera economía a escala planetaria. Acomodar a este gigante comercial y financiero en la economía global no ha sido sencillo mucho menos con las innumerables acusaciones de piratería, espionaje industrial, prácticas comerciales desleales -por ejemplo, el dumping-, prácticas productivas depredadoras del entorno ambiental, dumping social y laboral, etcétera. La respuesta de Beijing ha consistido en fortalecer su comercio e inversiones en todo el mundo, sea mediante la nueva ruta de la seda, o bien a través de tratados de libre comercio -actualmente posee 22 tratados comerciales con 29 países y bloques, destacando el que posee con los países de la Asociación de Naciones del Sureste de Asia (ANSEA), más los signados con Pakistán, Suiza, Islandia, Corea del Sur, Nueva Zelanda, Costa Rica, Perú, Chile, Nicaragua, Serbia, Ecuador, etcétera. Hoy es la primera economía mundial.
Los otros gigantes económicos, en cambio, se han retraído. La Unión Europea, por ejemplo, aplica de manera “provisional” el acuerdo transatlántico suscrito con Canadá pero está empantanada con las otras iniciativas señaladas previamente. En el caso de EEUU, la primera administración de Donald Trump hizo del déficit comercial estadunidense un tema de seguridad nacional, impulsando una guerra arancelaria contra todos sus socios, llevando a México y Canadá a aceptar el fin del TLCAN -el peor tratado comercial de la historia según él- y a reemplazarlo por el TMEC. Al declarar la guerra comercial a la RP China pretendió fortalecer a su economía, si bien ello ha tenido altos costos para las empresas estadunidenses que, sin embargo, han optado por emplazar sus operaciones en México y aprovechar así el TMEC. Es verdad que ello ha convertido a México en el mayor exportador de la Unión Americana, pero esa ventana de oportunidad deberá pasar la prueba de una segunda administración de Donald Trump, quien parece resuelto a usar las sanciones comerciales como instrumento para presionar a sus socios incluso en temas que no necesariamente tienen que ver con el intercambio de bienes y servicios -por ejemplo, a propósito de México, la migración o el tráfico de estupefacientes como el fentanilo.
Pero más allá de ello: ¿qué ha pasado con el regionalismo? ¿Por qué ha declinado el interés en torno a él? ¿Por qué hay tantas voces en las más diversas latitudes que piden la finalización de acuerdos de regionalización o se retiran de ellos? Antes que nada, hay que recordar que el regionalismo es producto de una negociación política. En ella, los países participantes hacen concesiones que implican pérdida de soberanía y de control sobre diversos sectores de la economía pero que ganan acceso y condiciones preferenciales en los mercados de sus socios. Esto significa que los países, si bien en el inicio de un proceso de regionalización o integración acceden a las reglas acordadas, al paso del tiempo podrían no renegar de ellas. Incluso hay países que podrían considerar que es preferible romper las reglas que seguir operando conforme a ellas. Esto es así porque los procesos de regionalización llegan a hacerse rutinarios: se tornan relevantes cuando son negociados, y quizá en los primeros años en que se les pone en marcha. Luego se vuelven, por así decirlo, “invisibles” y pareciera entonces que no están rindiendo los frutos esperados.
Evidentemente que todo tratado comercial y/o de inversiones establece obligaciones además penalizaciones para quien (es) no cumpla (n). Esto en parte es resultado de las percepciones de las sociedades. En la Europa comunitaria, sin ir más lejos, existe una percepción creciente de que la integración es desarrollada por las élites económicas y que se toma muy poco en cuenta a las sociedades, que son quienes resienten sus consecuencias. La falta de apego de la sociedad al regionalismo explica esta involución o desintegración. Claro que no todas las sociedades son expertas en negociaciones comerciales y su apega/desapego se explica por factores adicionales.
No hay que perder de vista que a toda acción corresponde una reacción y que los procesos de regionalización tienen implícito en su ADN la desintegración. Integrar a las economías, acordar reglas comunes para el acceso de mercancías y servicios, crear aranceles externos comunes u homologar políticas laborales y de inversión conlleva resistencias, una ejecuci+on parcial de las normas o bien simplemente no se cumplen. El aliciente para hacerlo estriba en los beneficios reales, pero también en los percibidos.
La desregionalización se produce entonces porque hay sectores que ganan y otros que pierden y aquellos que se sienten desfavorecidos consideran que salir del proceso de regionalización es benéfico -o negocian conforme a dicha narrativa-, si bien asumir que ello mantiene intactos los beneficios es erróneo. Para evitar situaciones de este tipo, cada país debe poner en marcha políticas de redistribución, de manera que se apoye a aquellos sectores que más efectos negativos enfrentan y, de esa manera, lograr su permanencia y participación. En cada país se generan impuestos por las actividades económicas y se procede a subsidiar para favorecer a los más desvalidos. Esto forma parte de los paquetes presupuestales que los países deben gestionar con sus parlamentos/congresos cada año. Los que pagan impuestos querrán descargas fiscales y los que reciben subsidios querrán que éstos se incrementen o se mantengan sin grandes cambios. Internamente, entonces, hay una dinámica económica y política que también influye en los procesos de regionalización.
El caso del TMEC, sin embargo, parece estar evolucionando hacia una ideologización alejada del sentido mismo de la regionalización y más cerca de la extorsión y el chantaje. El bullying de Donald Trump -y del gobernador de Ontario-, está generando la percepción de que ambos actores se proponen dañar a México porque esa es la manera de que ellos obtengan beneficios. Aquí se violenta a la negociación misma de un tratado tan amplio y complejo como el TMEC y al principio de que efectivamente hay ganadores y perdedores pero que, al poner todo ello en la balanza, produce en términos generales beneficios para los países participantes. De persistir el bullying se generaría el efecto de dañar el deseo por seguir participando, dado que podría llegar el momento en que se asuma que los beneficios irían para una -o dos- de las partes -EEUU y Canadá- y las concesiones recaerían sólo en una de ellas -es decir, México. ¿Podría el gobierno mexicano hacer grandes concesiones generando a los ojos de la población la percepción de que claudica ante EEUU -y Canadá- sin reciprocidad o, al menos, algunas concesiones?
Los procesos de regionalización presentan una brecha entre su puesta en marcha y las intenciones. Que México sea en estos momentos el mayor exportador para Estados Unidos, inquieta y molesta a Canadá, por lo que no debe sorprender su rechazo a la participación mexicana en el TMEC. Según Ontario, si México no fuera parte del TMEC, eso beneficiaría a Canadá. Posiblemente las empresas mineras canadienses no tengan esa opinión, pero una lección que arroja la desregionalización que se está produciendo en todo el mundo, es que los procesos de regionalización enfrentan numerosas tensiones y deben producir resultados -además de hacerlos visibles-, ser incrementales, crear más certidumbre y hacer palpables sus beneficios y logros para las sociedades. La institucionalidad existente en el marco del TMEC es intergubernamental, no supranacional, precisamente porque la integración de instituciones norteamericanas que permitan la gobernanza comercial y financiera de América del Norte no ha sido fomentada ni parece que ocurrirá en el futuro cercano. Incluso foros como las cumbres de líderes de América del Norte brillaron por su ausencia en la primera presidencia de Trump y con Biden no resurgieron con la fortaleza esperada. El tema de los visados tortuosos entre México y EEUU y ahora otra vez entre México y Canadá, constituyen acciones que fracturan la cooperación norteamericana y no le hacen ningún bien a la idea de crear el sentido de comunidad.
Por lo anterior, México debe contemplar la posibilidad de que si el TMEC se fractura o bien, si el país es dejado fuera de este mecanismo, deberá enfrentar negociaciones bilaterales con Washington para suscribir un tratado comercial diferente, con más condiciones y concesiones de por medio a un costo económico y político desproporcionado para el país. Es verdad que hay una interdependencia considerable entre México y EEUU, pero en esta era de noticias falsas y verdades a medias, Trump querrá satisfacer a sus huestes con un circo romano donde el gladiador desvalido sea la economía mexicana. En esto sentido, es urgente una reunión en persona entre la presidenta Claudia Sheinbaum con Donald Trump antes de que éste asume como presidente, para generar acuerdos y entendimientos y limar asperezas. El primer ministro de Canadá lo hizo y si bien fue criticado, logró entendimientos que le permiten un respiro momentáneo al país de la hoja de arce. México opta por un intercambio epistolar que no parece la mejor manera de comunicar a dos naciones globalizadas donde es urgente producir resultados. En estos momentos, México se ve lejos de todos: de EEUU y Canadá, de América Latina, de la RP China y de la Europa comunitaria. Ese aislamiento es suicida y no conducirá a nada bueno.
Autor
Profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
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