Gobernar implica elegir. Y elegir implica casi siempre riesgo y conflicto. Un dirigente, sea presidente, gobernador o jefe de cualquier organización, no puede esperar tomar decisiones exclusivamente en un escenario ideal, sino en el escenario que le toca, con sus urgencias, limitaciones y tensiones. La madurez política y administrativa se mide no por la capacidad de agradar, sino por la fortaleza para actuar cuando es necesario, incluso si la decisión es impopular. Los países que aplazan las decisiones difíciles, o cuyos líderes prefieren dejar que los problemas “evolucionen solos”, suelen descubrir tarde que el problema no se resuelve por sí mismo: se agrava.
La historia mundial lo demuestra con claridad. Muchos de los episodios más oscuros de la humanidad se originaron no en decisiones equivocadas, sino en la ausencia de decisiones; no en gobernantes que actuaron mal, sino en gobernantes que no actuaron. La indecisión y el cálculo político pueden ser tan destructivos como los errores deliberados.
Uno de los casos más dramáticos fue el ascenso del nazismo en Alemania. Durante los años previos al nombramiento de Hitler como canciller en 1933, la clase política alemana subestimó el peligro que representaba. Hindenburg, Franz von Papen y otros líderes creyeron que podían “controlar” al líder nazi si lo integraban al gobierno. No se tomaron decisiones firmes para prohibir a tiempo a un partido abiertamente antidemocrático, ni se aplicaron medidas severas para contener a la maquinaria de propaganda nazi que ya inducía violencia y división. El costo de esta indecisión fue la destrucción de la República de Weimar y, poco después, una guerra mundial.
Otro ejemplo es la caída de Francia en 1940. Durante décadas, la clase política francesa pospuso decisiones vitales respecto a la modernización militar. Mientras Alemania rearmaba su ejército y adoptaba tácticas revolucionarias, Francia se aferró a la idea de que la línea Maginot sería suficiente y evitó debates impopulares sobre gasto militar y reforma estratégica. El resultado fue un colapso en apenas seis semanas: un país que había sido potencia mundial se derrumbó ante un enemigo para el cual no se había preparado.
La crisis de los Balcanes en los años noventa ofrece otro caso de cómo la falta de decisiones oportunas genera tragedias. La comunidad internacional, particularmente Europa, evitó intervenir a tiempo para frenar las limpiezas étnicas que se multiplicaban tras la disolución de Yugoslavia. Durante años se discutió, se pospuso y se buscó evitar una intervención “impopular” o “costosa”. El resultado fue Srebrenica: ocho mil hombres y niños asesinados a plena vista de la ONU. Cuando finalmente se actuó el daño ya era irreparable.
En América Latina, la crisis venezolana es un ejemplo contemporáneo de cómo la falta de decisiones estructurales puede llevar a un país próspero a la ruina. Durante décadas, los gobiernos postergaron reformas fiscales, diversificación económica y controles institucionales, para evitar costos políticos y electorales. Esta indulgencia, sumada al cálculo populista, permitió el ascenso de un proyecto autoritario que, una vez consolidado, destruyó el aparato productivo, las instituciones y el tejido social.
México tampoco está exento de estas lecciones. La militarización progresiva, la expansión del crimen organizado y la erosión institucional fueron advertidas hace años. Sin embargo, los gobiernos evitaron decisiones profundas respecto a la reforma policial, el fortalecimiento del Poder Judicial, la depuración de corporaciones. La inacción permitió que los grupos criminales crecieran, que infiltraran municipios enteros y que el país llegara a los niveles de violencia actuales.
Otro ejemplo mexicano , menos evidente pero igual ilustrativo, es el colapso del sistema de salud. La falta de decisiones para actualizar infraestructura, formar especialistas, modernizar compras y blindar presupuestos permitió que los problemas crecieran durante décadas.
Estos episodios comparten un patrón común: la negativa a enfrentar problemas que exigen sacrificios. Los líderes que optan por el aplauso fácil, por el cálculo electoral o por el miedo a la impopularidad, terminan pagando un costo mayor: el de haber permitido que las crisis se conviertan en catástrofes.
Un verdadero líder entiende que gobernar no es complacer, sino conducir. Y conducir implica asumir decisiones que a veces van contra la emoción pública, pero a favor del interés nacional. La lección histórica es clara: la realidad castiga la indecisión. Los problemas ignorados no desaparecen: crecen. Las decisiones difíciles no se vuelven más fáciles con el tiempo: se vuelven urgentes. Y los líderes que hoy temen perder votos suelen generar, sin quererlo, un escenario en el que su país pierde mucho más que una elección.

