Además de cruzar boletas por un contrapeso el próximo domingo, se nos presenta otra elección, otra posibilidad, otra aproximación a la política. Podemos decidirnos a sacar al demagogo de nuestras conversaciones, de nuestro lenguaje, de nuestras cabezas. Es una cuestión de voluntad, de salud mental y de bienestar republicano. Tenía razón Étienne de la Boétie cuando decía que la servidumbre de todo pueblo es voluntaria. Hemos dejado al demagogo dominar la conversación y nuestras emociones por demasiado tiempo. Es un personaje abrumadoramente intrusivo: su imagen y su voz están en todos lados, todos los días, sin tregua, como si viviéramos en una autocracia del Medio Oriente.
Orwell vio en la pulsión totalitaria el asalto a los términos de la razón y la verdad para que el habla sirviera al poder. Hay un deseo perverso de invadir y conquistar y transformar la manera en la que nos pensamos y definimos. En el mundo obradorista sólo hay buenos y malos, blancos y prietos, pueblo y no pueblo, los de antes y los de ahora, los redimidos y los condenados. No es sólo que las dicotomías sean maniqueas: son limitadas y aburridas y pobres. No hacen reverencia a la riqueza mexicana, la deshonran. El movimiento que pretendía derrocar el lenguaje tecnocrático neoliberal por inaccesible, hermético y feo, cerró la puerta a la imaginación y se la abrió al encono.
Desde luego, es imposible erradicar absolutamente al espectro y tampoco es recomendable. La despolitización y la apatía son peligrosas pues facilitan la instauración del despotismo. La clave es distinguir a la esfera pública de la privada. El intruso no tiene cabida en el fuero interno. Las cenas, las fiestas, los viajes, las veladas, la lectura, la contemplación y el deporte son demasiado sagrados para contaminarlos con semejante inmundicia.
Pero incluso en la esfera pública, hay una serie de resistencias que ejercer: para empezar, el vaudeville cotidiano que se hace llamar “la mañanera” se puede ir a la basura, con todo su incesante estrepito de mentiras, perífrasis y simulaciones. Uno también puede evitar darle relevancia a los facilitadores, propagandistas y personeros del régimen, que no son individuos sino meras máquinas repetidoras del líder. Sobra sugerir abstenerse de toda la literatura de textura periodística que producen las grandes editoriales de aeropuerto. Si aparece una antología de opiniones coordinada y editada por dos propagandistas, uno sabe de antemano que se trata de un panfleto oficialista. Ya no digamos las gacetillas, periódicos, páginas web y cuentas de redes sociales asociadas al intruso.
Es posible mantenerse informado y consumir información mejor y más confiable. Para ello hay que seguirle la pauta a un puñado de columnistas y comentaristas variados, honestos y demócratas. Aún mejor es leer revistas y periodismo narrativo crítico: no ofrecen la inmediatez de la cotidianeidad, pero en cambio dan profundidad y análisis. No hay que olvidar a los medios internacionales, que a menudo evitan los eufemismos y edulcorantes de la cultura política mexicana, tan complaciente con el poder. El resultado es contar con un radar en el que el intruso no define los términos.
Ese radar es también un sistema inmunológico, un blindaje frente al parásito, como definió al populismo Nadia Urbinati. El asalto no sólo es al lenguaje y a la razón sino sobre todo a las emociones. No podemos dejar que el demagogo domine nuestros sentimientos, simpatías, aficiones, placeres, méritos y nuestra relación con el mundo. Ahí reside la otra elección: en la emancipación emotiva. La máxima defensa está ahora en el individuo libre.