La primera película de Abbas Kiarostami fue un cortometraje. Independientemente de lo que vendría después, esta breve cinta de apenas 10 minutos, El pan y la calle (1970), fue y es magnífica. El crítico y programador inglés Geoff Andrew asegura que al cortometraje lo antecedía la experiencia de dirigir más de 150 comerciales entre 1960 y 1969. Cierta perspectiva purista desaconseja que los artistas ejerzan actividades afines al lenguaje de su medio estético por ser de carácter utilitario y porque contaminarían su labor artística. La estadística pareciera dar la razón a quienes así se expresan. Entre creadores de todas las artes abundan anécdotas y hay evidencia en sus obras: terminan más ligadas a la actividad secundaria que a los afanes artísticos de las personas divididas de tal manera, ya que las tareas supuestamente marginales son, en realidad, su fuente de ingresos y dedicación principal. El caso de Kiarostami (1940, Teherán-2016, París) es curioso pues el perfil de sus obras —e incluso su personalidad— se antoja como ejemplo contemporáneo del artista puro. ¿La primera película de Kiarostami muestra ese tipo de contaminación? ¿Su carrera fue una suerte de purificación de faltas pasadas?

En abstracto, El pan y la calle tenía algunas características para fracasar y derivar en uno más de numerosos y vanos intentos de publicistas por convertirse en gente de cine. Dos de ellas son su formato y que el relato es tradicional. Aunque fue filmado en 35mm quizá el blanco y negro estuvo dictado por cuestiones técnicas para su difusión televisiva, no por extravío estético. Fue una cinta hecha en el marco del Centro para el Desarrollo Intelectual de Niños y Adolescentes de Irán que en los sesenta y setenta del siglo XX fue una institución que promovió expresiones artísticas de vanguardia. Era un marco favorable, pero también limitante: establecía un público de menores de edad, lo que acercó este y otros cortometrajes de Kiarostami a planteamientos de comunicabilidad. En este sentido, la moraleja de El pan y la calle puede tener múltiples interpretaciones. Por ejemplo, hay quienes leen el cierre del relato como alusión al carácter irrepetible de los hechos; en contraste, algunos espectadores ven una condena similar a jugar el papel de Sísifo repitiendo una y otra vez la misma acción y, por mencionar sólo una interpretación más, algunos encontramos el lado picaresco del perro protagonista, quien quizá tiene como modo de vida fingir agresividad al ladrar para obtener atención, alimento y cuidado. En provocar esta diversidad plausible de lecturas hay mérito en la dimensión comunicativa, tan importante y menor como la relación de las obras con su contexto.

La efectividad en contar y comunicar quizá estuvo marcada por los antecedentes publicitarios de Kiarostami. Deseando ser pintor, quien llegaría a director estudió diseño gráfico al mismo tiempo que trabajó como oficial de tránsito y posteriormente como burócrata en la oficina del ramo. El académico y crítico español Alberto Elena cuenta que después de diseñar portadas de libros y carteles publicitarios, Kiarostami se integró a Tabli Films, la más importante agencia publicitaria en Irán. En contraste con los más de 150 de Andrew, Elena afirma que el mismo cineasta habría declarado la realización de entre 100 y 150 comerciales. Desconozco si la investigación se ha hecho —si es siquiera posible— pero, por supuesto, sería interesante conocer esos más de 100 comerciales. Podría indagarse si los de Kiarostami coincidían o no con el lenguaje publicitario de Irán en la época, comparar si la publicidad iraní se distinguía internacionalmente; asimismo podría contrastarse si hubo continuidad entre su publicidad y sus películas —como en el caso de González Iñárritu— o si en la producción audiovisual de Kiarostami hubo evolución, adaptación y ruptura. Sea como sea, el lenguaje cinematográfico de El pan y la calle no es de tanteos: a diferencia de lo que ocurriría posteriormente en sus películas, el cineasta musicalizó un par de secuencias, pero dejó a los personajes sin parlamentos; los emplazamientos de cámara no estaban dictados por afán narrativo y la trama clásica de conflicto que se soluciona —si bien con ironía— no opaca la dignidad de los juegos de luces y sombras —resaltados por el blanco y negro— así como las texturas de bardas donde ser rodó el filme.
Aunque sea creado en nuestro tiempo, un relato tradicional puede abrigar grandes placeres. La desestructuración no es indispensable y suele ser máscara de convencionalidad, como en el mencionado realizador mexicano (no obstante, la experimentación puede estar ahí y en otras partes). El pan y la calle tiene una anécdota simple y significativa: un niño camina por la calle con un pan en las manos, su andar se ve interrumpido por un perro que le ladra en la estrecha calle por la que debe pasar para llegar a su casa, un intento del niño por cruzar detrás de un adulto se ve frustrado, al niño no le queda más que arriesgarse y ante nuevos ladridos lanza al perro un mendrugo (de pan iraní que a los mexicanos puede parecernos una gigantesca tortilla gruesa) ante lo que terminan avanzando juntos hasta la casa del niño y ahí el perro permanece a la puerta sólo para ladrar de nuevo al siguiente niño que cruza por ahí. En algún momento la cámara adopta la mirada del niño, ahí y en cada detalle está Kiarostami: hay aventura, emociones, existencia y formas visuales en la sencillez. La dimensión que ha cobrado la obra de Kiarostami promovió que El pan y la calle fuera digitalizado y restaurado en los laboratorios de L’Immagine Ritrovata en París y Bolonia en 2018. Algunos lo calificarán de rescate indispensable como antecedente de sus largometrajes. Sin embargo, en ese primer cortometraje hay un lenguaje que no “estaba en ciernes” pues desde entonces valía por sí mismo.

Algo está fuera de lugar cuando se pretende que alguna arbitraria idealidad defina lo real. Los desvaríos puritanos en lugares como México parecen poder llevar a que alguien desde el máximo poder burocrático ordene embutir en la constitución la prohibición de artefactos —cigarrillos electrónicos— que tal actor detesta por descubrir que son usados por un menor sobre quien tiene responsabilidad y autoridad. Algo está muy fuera de lugar en una sociedad en que esto es posible. El purista que pretende dictar cómo deben ser las artes pasa por caso más benévolo y hasta virtuoso, sin embargo, cuando la palabra de un solo individuo es ley sobre una comunidad emerge la impertinencia. El ideal de artes incontaminadas por lenguajes utilitarios resulta procedente. Casos como el de Abbas Kiarostami desde y autónomamente en El pan y la calle comprueban que el artista necesita librarse radicalmente de los lenguajes de la conveniencia. Pero el camino para lograrlo no se parece a un castillo de pureza, menos aún si es falsa, sino que es de confrontación abierta —que no requiere estridencia sino efectividad— respecto a rutas menores que se ofrecen a cualquiera. Para fracasar es suficiente la falta de talento y esto es lo normal. Probablemente Kiarostami y El pan y la calle son rarezas, quizá la creación artística sea siempre excepcionalidad.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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