Debemos tener cuidado cuando miramos a Lyn May. Ella no sólo representa la tragedia de quienes pretenden la juventud inmarcesible y, además, hacen cualquier desfiguro porque, emocionalmente, dependen del reconocimiento ajeno. Cuando observamos a quien fuera la emperatriz de las danzas orientales en México durante los años 70 y principios de los 80, estamos frente a un vestigio notable de la borrachera con la que el país celebró antes de tiempo su acceso a la modernidad.
Ver a Lilia Mendiola de Chi, nacida en Acapulco de Juárez, Guerrero, en 1952, implica reconocer, en la vieja de 73 años que ahora oculta su edad, el espejismo populista de hace medio siglo: vasos rotos y unos con restos de bebidas donde flotan colillas de tabaco y encallan agitadores de Bobadilla 103, Don Pedro o “El Patio” y “La taberna del Greco”; ceniceros rebosantes, barruntos de alcohol, alfombras de terciopelo rojo y paredes de luz de neón, sudoraciones y el siseo del acetato.
Liliana proviene de una familia pobre, de ascendencia china y japonesa igual que sus cinco hermanos. Vendió baratijas en las playas cuando éstas eran el paraíso, y en la adolescencia fue mesera en una lonchería del puerto; ahí la conoció su primer esposo, casi 30 años mayor que ella, con quien viajó a la Ciudad de México. Regresó divorciada a la bahía a los 17 años de edad, como madre de dos hijas. Conciente de sus jugosas carnes, la joven asumió el mote de Lila y bailó a Go Go en una jaula del cabaret “El Zorro”. Como todas, movía en círculos los brazos encima de la cabeza y contoneaba la cadera mientras decía sí repetidamente con la cabeza. Pero era una chica especial. Entonces ya atraía el lunar impreso a la derecha de las nalgas y, en general, la complexión de la venus nacida en los trazos de Cabanel. Más aún cuando se abría en compás y colocaba los labios a ras de piso o metía las paletas en sus entrañas para luego repartirlas entre el griterío de los niños que, como escribió José Luis Martínez, “las chupaban golosos”. Por todo eso, y sus proezas dancísticas, Lila fue contratada en el Tropicana de Acapulco donde conoció a Germán Valdés “Tin Tan”, con quien haría sketches cómicos sin mayor éxito para su causa que los aplausos que recibe un adorno animado con la vida.
A finales de los 60 el ánimo social creyó en la prosperidad ineluctable de la urbanización, la educación de masas y el fortalecimiento de la clase media. Como esto sólo era cosa de tiempo, para qué esperar a celebrar. La fiesta comenzó. Entonces Liliana Mendoza arregló otra vez las maletas para ser parte del agape en el Distrito Federal y protagonizar danzas tribales, hawaianas y tahitianas aderezándolas con polvitos de ballet y destellos de jazz. El ajetreo de sus asentaderas fue tan vertiginoso como entonces se pensó sería el acceso del país al primer mundo, igualito a cuando las tiples de los años 20 avistaron el comienzo de nuestra vida institucional y el fin de la Revolución.
El destino de Lila era promisorio. Encontró en “la capirucha” la posibilidad de catapultarse, más aún cuando participó en el programa de televisión “Siempre en Domingo”, conducido por Raúl Velasco, junto con otras chicas lideradas por la supervedette Olga Breeskin, icono de nuestra propia realización patriótica y la joya más codiciada para los hombres del dinero y el poder.
Voluptuosa e impúdica, los rasgos orientales de la exuberante acapulqueña encendieron la tarima del teatro Esperanza Iris donde, a principios de los 70, hizo su primer desnudo. Desde entonces todo o casi todo, fue toser y cantar (el lector sabe que la palabra “cantar” es un artilugio de esta crónica). Lila comenzó a rozarse con Gloriella, Cleopatra y Yesenia Romel, que ahora podrían decirle nada a la gente bonita que nos acompaña pero en aquel tiempo suscitaban reverencias legionarias. El tema es que las ninfas, celosas, exigieron la expulsión de Liliana por lo que la vistosa acapulqueña se trasladó, con todo y sus diminutas prendas, a un legendario antro llamado “Savoy”. Pronto tendría su venganza y, a finales de 1972, volvió al Iris junto al nombre que la acompañaría desde entonces. El regreso de Lyn May, “La Diosa del amor”, fue triunfal. Como si fuera una aparición divina, su cuadro fue tan seductor que el cineasta Alberto Isaac la eligió para integrar al elenco de la inconsistente pero nostálgica y por ello efectista película Tívoli (1973).
Su participación en aquel bosquejo fílmico de la vida nocturna de la Ciudad de México de los años 50 y 60, también consolidó a Lyn May como símbolo o, más precisamente, como piel para que millonarios y políticos que a veces son lo mismo, ostentaran poder. La cubrieron de abrigos de astrakán, mink y zorros azules. Sin ninguna preparación y sólo con el deseo de aprovechar su constitución y exhibir sus virtudes dancísticas, esto a ella le vino de perlas. Literalmente. De perlas y collares de esmeraldas. La bañaron en joyas prminentes militantes del PRI, el otrora partidazo, e incluso la prodigó el presidente José López Portillo según ella ha dicho. Fue tanto dinero, además del que acordó en sus contratos, que Lyn May declaró en 1978 a la revista Impacto que, en 1980, se retiraría por haber amasado lo necesario para el resto de su vida. Para tener una idea aproximada de su opulencia es que, en ese entonces, era propietaria de los cines Libra y Sagitario. Eran buenos tiempos y por eso habría de cantarle a la fortuna:
“A mí me gusta lo que a ti te asusta…
Me gusta ganar mucho dinero
Y luego tirarlo al basurero”.
En los años 70 “La diosa del amor” bailó al pueblo desde el Teatro Blanquita donde, además, compartió créditos con Pérez Prado, el legendario “Cara de foca”, quien le compuso el mambo “El mango de Lyn”. Simultáneamente bailó a millonarios y políticos, en El Capri, y más tarde también en Palenques. Además de actuar en Tívoli lo hizo en Bellas de noche junto a Sasha Montenegro y Jorge Rivero y participó en Burlesque a lado de Angélica Chaín y la Princesa Lea (sí, aquella talla de marfíl que acostumbraba bañarse en una copa de Champagne). Luego actuó en varias cintas de comedia erótica que registran el fin del ciclo de las vedettes convertido en cine de ficheras, uno de los peores géneros de la cinematografía mexicana. Comenzaba a caer el bastidor pero ella no se daba cuenta o fingía no darse cuenta. Los destapes de Lyn May devinieron intrascendentes y su rostro hierático comenzó a parecer la carátula de un reloj sin cuerda.
La noche quedó atrás y amaneció nublado. El cotilleo nacional acabó principiando los 80 y la algazara se volvió tragedia. El espejismo del desarrollo estabilizador y el proclamado acceso a la modernidad explotó brutalmente en una de las peores crisis económicas que hayamos tenido, y los participantes del huateque debieron aplacarse. Finalizaron las verbenas del Zócalo en el Distrito Federal junto al presidente López Portillo. Las vedettes y las correrías nocturnas tenían sus minutos contados pero Lyn May y otras más seguían en el pedestal, como si al haberse elevado tanto se creyeran inmortales. Al principio, debieron recluirse, la inflación y la carestía eran la nueva rutina en tanto que los abrigos de piel, lentejuelas y plumas de aves exóticas iban formando parte del inventario kitch, representaban el maquillaje descorrido o la resaca. Pero Lyn May no se retiró, al contrario, con mayor denuedo participó en aquel cine basura del que también es símbolo.
Lyn May ignorando el tiempo y comenzó a caminar en medio de una tormenta implacable. Con aires de actriz se presentó en la telenovela Yo no creo en los hombres, y a principios de los 90 bailó en un video de la banda Plastilina Mosh, a los 46 años de edad. Obsesionada en mantener la lozanía, a principios de este siglo acudió a un criminal que le deformó el rostro y casi le desaparece sus ojos de alcancía. Desde entonces narró la historia como parte del sketch de sus presentaciones en programas amarillistas donde también cuenta e inventa matrimonios y ligues con los poderosos. No obstante, Lyn May me remite a las niñas de las ferias del pueblo que, en la carpa, platican que se convirtieron en araña por portase mal.
Ahora, la carátula de ese reloj detenido en forma de sonrisa realiza su glorioso split aunque ahora repose como chifonier desvencijado a las afueras de una vecindad. Pero quizá en los videoclips Lyn May logra el mejor retrato de sí misma al ser como esas muñecas con los brazos extendidos y la sonrisa desdibujada que hace mucho tiempo olvidamos en la caja de juguetes. En estos momentos ya es seguro que nunca cantará como Ann-Margret a quien tanto admiró aunque Lyn May lo va a seguir intentando exibiendo el milagro de un cuerpo perfecto y un rostro hermoso que ella misma se ha creado. En 2016, participó en el documental Bellas de noche, de María José Cuevas junto con Olga Breeskin, Rossy Mendoza, Wanda Seux y la Princesa Yamal y, en 2017, estuvo en la obra Divas por siempre con Grace Renat, la Princesa Yamal y Wanda Seux además de Manuel “El Loco” Valdés.
Lyn May sigue bailando, lo ha hecho toda la vida. A los 73 años de edad ahora perrea como una grosera marioneta movida por los hilos del tiempo. Ahora, sin embargo, es un portento de amor por la vida. La sonrisa es mayor que el rostro desfigurado y el invento que sí tiene la fogosidad de aquellos años en los que todos creímos presenciar un futuro luminoso. Eso también es Lyn May sin duda: el despertar de un sueño en el que la felicidad es posible con solo decretarla.