marzo 9, 2025

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Alguien, algún día, escribirá la historia exhaustiva del provecho que tuvo para México el arribo de los judios tras el éxodo provocado por el holocausto. La gratitud determina esa obligación ética y moral, pero si esas fueran las unicas razones, este deseo quedaría truncado. Eso sólo será posible si se toma en serio, como un imperativo intelectual, el reconocimiento de nuestra integridad nacional.

Eso pienso mientras escucho a Elias Breeskin, gran violinista ucraniano que trajo consigo su maestría a estas tierras, en los años 40, luego de una prolongada estancia en Nueva York donde estudió música, y Hollywood de donde huyó al haber estafado a los integrantes de la filarmónica de la ciudad de la que él formó parte.

Aquel ultraje, por cierto, no impidió que los músicos alabaran el genio de ese hombre nacido en Dnipró quien, desde niño, ejecutó a Bach como pocos en los montes del Caucaso. Lo que sale de mi tornamesa en estos momentos son las composiciones de Elias Breeskin sobre varios notables compositores en México. Vereda tropical, de Gonzalo Curiel, Morir Soñando, de Manuel Pelayo y Mujer, de Agustin Lara. Sí, el mismo Elias que, en 1906, tocó para Franz Joseph, emperador de Austri-Hungria quien le obsequió un anillo enorme con tres rubíes que se quitó él mismo de la mano. La música es acorde a la letra que el oyente balbucea:

Mujer, mujer divina
Tienes el veneno que fascina en tu mirar
Mujer, que no se olvida
Tienes vibración de sonatina pasional

Tienes el perfume de un naranjo en flor
El altivo porte de una majestad
Sabes de los filtros que hay en el amor
Tienes el hechizo de la liviandad.

Elias Breeskin pudo vivir modestamente de la música en México, imagínense, fue director musical de la XEW. Pero su afición al juego lo llevó a prisión y su sensibilidad en el encierro lo condujo a escribir el libro “La ciudad de los muertos”. Con su tercera esposa, Lena Torres, tuvo dos hijos: Elias, violinista como él, y Olga, como también se llamó su madre. Elias murió a los 73 años víctima de una neumonía, en 1969, cuando Olga, su hija, tenía 17 años, poco antes de que fuera la vedette más importante que ha existido en México.

Olga Eugenia Breeskin Torres nació el 22 de diciembre de 1951. Su vida ha sido tan vertiginosa como la de su padre. Con el perfume de un naranjo en flor y con los sufrimientos económicos de una familia clasemediera, la artista en ciernes tocaba con su hermano el violín en restaurantes del Distrito Federal. Ganó el concurso “Reina de la prensa” y luego conoció a Raúl Velasco, uno de los hombres famosos de la televisión, quien la lanzó al estrellato desde el programa “Siempre en Domingo”.

Olga no tuvo el virtuosismo musical de su padre ni se desenvolvió en un contexto favorable para que el gran público apreciara su destreza en las cuerdas. Pero su vida tampoco registra un gran denuedo por eso. No obstante, el violín tuvo la carga simbólica de la ingenuidad de las tiples de los años 20 con la que incitaba a la concupiscencia para lo que también contribuyó la gracia de la ejecutante. Pero, ante todo, el violín remarcó su figura sinuosa que, desde la pantalla de cristal, fue trasladada a los mejores centros nocturnos del D.F. como El Capri, El Clóset y El Quid, adornada en leotardos y bikinis. Pronto sería una marca de moda tan desechable como los pantalones Yale y las plumas Sheaffer.

Elías fue adicto al azar. Olga al dinero y lo que éste concita. Los dos lo aceptaron. Antes del éxito, ella manejaba su modesto Ford Falcón, un año después el chofer le conducía el auto último modelo del que salía caminando como en alfombra roja. El cine y la televisión hicieron su labor, Olga era inalcanzable y su padre sólo una anécdota biográfica. “Desde México de noche” (1968) donde debutó en el séptimo arte hasta “Bikinis y Rock” (1972) en la que alternó con Manuel “Loco” Valdés y Verónica Castro, Olga veía el horizonte como “La muchacha en la ventana” pintada por Dalí.

La familia de Elias llegó a EE.UU. en 1912 y Olga, su madre, buscó financiamiento para su educación musical. Diariamente asistió a la Casa Blanca a pedirle ese favor a Edith Roosvelt hasta que la recibió -por actitudes como esa y por su presencia robusta, Elias siempre se refirió a ella con enorme respeto. La esposa del presidente escuchó a Elias y decidió patrocinar su formación. La historia de su hija tuvo otros resortes

“La carrocería tapada no me daba para pagar la renta” ha dicho Olga Breeskin, desparpajada y vulgar, al evocar aquellos tiempos. Los acordes del violín no importaban sino las curvas del instrumento que su figura emulaba. Y desnudo o casi, como el abeto de un stradivarius. Así se estaba volviendo en la reina de la fiesta mexicana que avistaba la modernidad. En 1976, sostuvo el cetro en las alturas, no exagero, hablo del Belvedere, situado en el último piso del Hotel Hilton Continental. Y cuando bajó de la silla fue para disputar a Iris Chacón la corona de la mejor vedette del continente entre ella, un sello nacionalista y la bomba sexual de Puerto Rico. En 1978 ganaba 20 mil pesos diarios según los reportes de la prensa. Pero sobre todo, la marca ya tenía su eslogán. “Todos queremos ver a Olga”.

En la celebración patriotera la gente fumaba Raleight, Kent o Viceroy. Vestía camisas Mariscal y ropa Channel. Olía a Vetiver y Fidji -el perfume de París- o de perdida Brut. Bebía Old Parr y Gran Marnier. Pero sobre todo, Champagne, la espuma de los mares nocturnos. Qué importa el patrocinio. El gobierno vaciaba las arcas y creó un espejismo para el público que también derrochó. En cualquier estrato: los potentados asistían a El Patio y los necesitados a bodegones, carpas y teatros del género chico. Quienes bebieran Brandy Bobadilla 103 podrían convivir con Lérida, enardecedora y disoluta bailarina de los escenarios de la avenida Niño Perdido y quienes acostumbraran Dom Perignon podían tutear a Thelma Tixou y Mora Escudero (sí, la mujer de las piernas del millón). Ni hablar de los requisitos que debían reunirse para platicar de Mavericks, Super bee y otros autos de lujo con Olga Breeskin.

A principios del siglo XX, Porfirio Díaz miraba hacia el centro de la ciudad de México desde el Palacio de Chapultepec, sobre avenida Reforma. Olga Breeskin, en los años 70 y 80, lo hizo desde el Belveder. En 1983 tuvo a más de 150 personas a su servicio para confeccionar un espectáculo a la altura de Las Vegas y París. Meseros, bordadoras, técnicos, bailarines y cocineros; asistentes. Abundaron penachos, plumas de avestruz, faisán y gallo, pieles, tigres, changos y otros animales vivos, el satín multicolor de beldades que le rendían tributo a la vedette. Imposible no rendirse ante el decorado que la encumbra y, quizá por ello, Olga le aclara a Cristina Pacheco que era humana y su cuerpo envoltura de celofán por lo que purificaría su interior cuando éste se marchitara.

Olga Breeskin sufrió y disfrutó la fama. La intromisión de los medios en su vida privada e íntima que exhibió amoríos y rupturas –con el compositor y arreglista Arturo Castro, por ejemplo–, la difusión de fotos que la demostraron imperfecta, rumores de aborto y aquellas villanías de la que es capaz la prensa amarillista, incluyendo supuestos pleitos con Sasha Montenegro. Esas y otras más fueron las hieles, las mieles remiten, como ya dije, al burbujeante descorche del triunfo, la euforía por haber dejado atrás los años de pobreza y la recompensa en la caja registradora. Entre todo esto quizá el halago permanente de su vanidad haya sido el fruto más jugoso de su empeño por sobresalir a cualquier costo: el culto de su imagen en tarjetas postales (como en los tiempos de las tiples), miles de fotografías en diarios y revistas y su exposición en el cine y la televisión, son algunos testigos de esa ofrenda perturbadora.

La historia registra a las mujeres hermosas como símbolo de poder, en diversas circunstancias y con diferentes acentos. Me refiero al poder político. Olga Breeskin lo fue. Siempre estuvo conciente de ser pieza codiciada y objeto de victoria, como para ella lo fue ser vista y admirada. Y sacó provecho de eso hasta que, como ella dijo, dejó de ver champagne en las mesas y emigró a Los Ángeles, California iniciando los 90. Y entonces inició el declive. Dicho de otro modo: tenía 38 años y los sifones dejaron de lanzar agua mineral.

Desde entonces a Olga Breeskin le sobrevino un periplo tan retorcido como las víboras que presentaba en sus actuaciones. Este incluye la pérdida de su fortuna debido a erráticas inversiones inmobiliarias y sus denuncias por haber sido víctima de esclavitud sexual en Las Vegas. Intentos de recobrar su carrera y pleitos con Juan Gabriel por el supuesto incumplimiento de un contrato y, en medio del fracaso, su depresión y abandono al alcohol y las drogas. La muerte de su madre que no podía ser sepultada por falta de dinero. En ese lapso los romances fallidos y la concepción de Alan, su único hijo.

“Yo no me quería morir”, centenció la artista unos veinte años después de aquella caída libre, “pero no sabía que hacer con mi vida”. Lo único cierto es que su cita con el destino había llegado e implicaba lo que le dijo a Cristina Pacheco en la cúspide de la gloria: purificar su interior cuando éste se marchitara. Se convirtió al cristianismo gracias a la persuasión de Yuri, otra cantante que habia sufrido un vértigo similar y comenzó a asimilar su vida: narró como fue violada a los 17 años y, al describir su ascenso en el mundo del show business reconoció haberse prostituído pero de la mano de su Salvador se perdonó: “Cristo vino por las mujeres como yo, por las perdidas, por las prostitutas, por las rameras…”

“Yo ya no estoy en la carne, estoy en el espíritu”, declama cada vez que la entrevistan para remarcar su reconversión religiosa como hacemos los viejos, de forma reiterada, y como si apenas lo estuviéramos revelando al mundo.

Olga Breeskin ya no tiene el perfume de un naranjo en flor y el altivo porte de una majestad. Pero tiene la convicción de la vida que persiste en los acordes musicales. Es muy probable que cuando desliza los dedos en las cuerdas se remita al pasado y mire a su madre ajada como ella, a su hermano extraviado en la obsolescencia y a su padre, uno de los niños prodigio más grandes de la historia. Cuando entrecierra los ojos y navega ente las notas, ¿lo imaginará levantando la batuta para dar el ritmo de El cascanueces de Tchaikovsky? No sé. Lo único verdadero es que al final de su vida el violín sí se fundió con Olga en algo más que una representación carnal, es su trascendencia. Ahora es la señora del violín mientras yo camino por los extraños senderos de la divagación y fraseo a Guillaume Apollinaire:

“Mi vaso se ha quebrado como una carcajada”.

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