Desde hace ya un buen rato varios líderes latinoamericanos han caído en la tentación reeleccionista y (casi siempre), los resultados han sido catastróficos. Las reelecciones han señalado el comienzo de períodos de autoritarismo, corrupción generalizada, represión y debacle económica. Tenemos como muestras fehacientes los casos de Carlos Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, Hugo Chávez en Venezuela, Álvaro Uribe en Colombia, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y el caso recientísimo de Nayib Bukele en El Salvador, todos ellos jefes de Estado electos democráticamente que lograron altos niveles de popularidad y cayeron en la tentación de modificar o torcer las reglas para postularse para un segundo o tercer mandato el cual estaba proscrito cuando ganaron los comicios por primera vez. A esta tentación reeleccionista, tan característica de la política latinoamericana, contribuye la endémica debilidad del Estado de derecho y la presencia de dirigentes carismáticos quienes, una vez en el gobierno, aumentan significativamente sus facultades y se desvían de los mandatos del constitucionalismo democrático.
Alberto Fujimori fue el primero en modificar el ordenamiento constitucional de su país para obtener su reelección. Su presidencia terminó en medio del caos y el expresidente fue condenado a 25 años de cárcel por crímenes lesa humanidad. Carlos Menem impulsó una reforma reeleccionista solo para entregar a Argentina al borde del abismo económico. Vendría más tarde Hugo Chávez, quien con su Revolución Bolivariana entronizó la posibilidad de reelección presidencial indefinida. También los mandatarios de Nicaragua, Bolivia y Ecuador trastocaron las leyes fundamentales para lograr, primero, una reelección consecutiva y, más adelante, impusieron (o trataron de imponer) la reelección indefinida, bien mediante reforma constitucional vía plebiscito (Venezuela, 2009), bien mediante una interpretación excéntrica realizada por el Parlamento (Nicaragua, 2014 y Ecuador, 2018) o por un alto tribunal (Bolivia, 2017 y El Salvador, 2021). En estos últimos casos el truco reside en que las instancias judiciales más altas autoricen la reelección tras de una “cuidadosa” interpretación de la Constitución y de la Convención Interamericana de Derechos Humanos. No es necesario extenderse demasiado para explicar los pavorosos resultados que han ofrecido todos los presidentes “bolivarianos” reelectos en sus respectivos países.
En Colombia, tras la reelección consecutiva de dos presidentes, Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018), se volvió a imponer la proscripción. Uribe, quien fue elegido presidente por primera vez en 2002, impulsó en una campaña militar de línea dura para mejorar la seguridad en Colombia. Al contrario de lo sucedido con la mayoría de los presidentes reelectos de nuestra lista, Colombia estaba mejor cuando terminó su mandato Uribe. Hubo menos homicidios, menos desplazamientos internos y flujos de inversión extranjera mucho mayores. No obstante, aspectos oscuros de su carrera política posterior a la presidencia, incluidas algunas acusaciones penales, han dañado desde entonces el legado y la popularidad de Uribe. En Ecuador, Rafael Correa hizo aprobar un cambio legislativo para tratar de conseguir un tercer mandato consecutivo, pero una ola de protestas le obligó a renunciar a la idea. Hoy Correa es un prófugo de la justicia.
En Bolivia Evo Morales tuvo que dejar el poder debido a la presión militar y social por una reelección en 2019 señalada como fraudulenta, pero la cual había sido autorizada por un discutible fallo del Tribunal Constitucional en 2017. La Constitución boliviana impulsada por el propio Morales introdujo la reelección solo para un segundo mandato y prohibía ir más allá, pero logró una sentencia del Tribunal Constitucional según la cual las reelecciones podían sucederse indefinidamente porque se trata de un “derecho humano”. Daniel Ortega regresó a la presidencia de Nicaragua en 2007, después de haber dirigido previamente el país en los ochenta. Ya reelecto consolidó su poder político con la intención de no soltarlo jamás. Roba elecciones, el Poder Judicial está lleno de sus incondicionales y erigió una infraestructura de partido político casi único con grupos de choque.
La Constitución de El Salvador impide que los presidentes en ejercicio se presenten a la reelección, pero en 2021 Bukele y sus aliados legislativos destituyeron sumariamente a todos los miembros del Tribunal Constitucional y nombraron para sustituirlos a incondicionales del oficialismo. Cuatro meses después, el nuevo Tribunal emitió un polémico fallo que allanó el camino para la reelección presidencial, tergiversando la interpretación lógica del texto constitucional. Pero si Bukele de verdad pretende un segundo mandato exitoso y no engrosar la lista de reeleccionistas fracasados necesitará ir más allá de apelar a las campañas de marketing autoritario que lo han caracterizado. El Salvador necesita una estrategia de seguridad respetuosa de las libertades civiles y un sistema económico que brinde oportunidades reales de desarrollo a los jóvenes en riesgo de caer en la actividad de pandillas. Sin construir un Estado de derecho equilibrado y bien estructurado y un modelo de seguridad basado en mucho más que la mera represión bruta, la estrategia de Bukele será cada vez más onerosa y no trascenderá en una sociedad en la que valga la pena vivir. En ausencia de cambios sistémicos urgentes la inseguridad volverá cuando se agote la maquinaria represiva.
Desde 1990, de 18 países latinoamericanos seis han reformado sus Constituciones y ya admiten una reelección presidencial consecutiva, y en tres es factible la reelección indefinida. El palpable deterioro democrático de nuestra región va de la mano con este proceso de relajación en los límites a la reelección presidencial. Presidentes cada vez menos proclives a aceptar las exigencias de la rendición de cuentas han procurado la implantación de la reelección para seguir en el poder. En el caso mexicano cualquier tentación reeleccionista que hubiese tenido nuestro inefable Peje tenía como óbice insalvable la insuficiencia parlamentaria de Morena en la Cámara de Diputados, pero no somos pocos quienes vemos en la candidata oficial, Sheinbaum, una especie de “reelección embozada”.