En estos tiempos oscuros llenos de políticos de pacotilla, de zafios demagogos, de tiranuelos y de aspirantes a serlo no deja de ser edificante el ejemplo de Liz Cheney, quien acaba de perder las elecciones primarias del Partido Republicano en Wyoming ante una candidata respaldada por Trump. Pudo vengarse así el expresidente de su odiada adversaria por haber votado el impeachment para destituirlo y por encabezar el comité de la Cámara de Representantes dedicada a investigar la insurrección del 6 de enero del 2021. En un loable discurso (el cual, en justicia, deberá ser considerado en el futuro como una de las grandes piezas oratorias de la historia de Estados Unidos) Cheney dijo: “Hace dos años, gané estas primarias con el 73 por ciento de los votos. Fácilmente podría haber hecho lo mismo de nuevo…pero habría requerido aceptar la mentira de Trump sobre las elecciones de 2020… Hubiera requerido tolerar sus esfuerzos continuos para destrozar al sistema democrático y minar los cimientos de nuestra República. Ese era un camino para mi imposible de tomar… Ningún escaño en la Cámara, ningún cargo en esta tierra podrá ir sobre los principios. Actué debí hacerlo, y entendí bien las posibles consecuencias políticas de cumplir con mi deber”.
Cheney parecía ser una paladina improbable. Su padre, Dick Cheney, fue el tremendo “neocon”, el “Darth Vader” de la administración de Bush Jr., el halcón intervencionista arquitecto de la guerra en Irak, el entusiasta promotor de controvertidas tácticas de interrogatorio de la CIA tales como el infame “waterboarding”. Liz, como representante republicana del Congreso, votó a favor de las iniciativas de Trump el 93 por ciento de las veces. Defendió al entonces presidente durante su primer impeachment (el de 2019) calificando al proceso como una “farsa” y una “pérdida de tiempo”. Solo desertó cuando se trataba de política exterior. Discrepó de Trump sobre la retirada de las tropas estadounidenses de Siria en 2019. Como buena heredera de los neocons no podría sino considerar como un “error catastrófico” cualquier decisión en contra de la presencia hegemónica de Estados Unidos en el escenario mundial. Pero, a final de cuentas, siempre se mantuvo fiel a sus firmes principios conservadores, y éstos también implican una sólida defensa de las instituciones republicanas. Ella tenía una ascendente carrera política. En enero de 2021 era la tercera integrante de mayor rango en el liderazgo republicano de la Cámara de Representantes. Pese a ello, y más allá de las ideologías, se atrevió a sacrificar su carrera para enfrentar a Trump y sus mentiras.
Junto con Cheney otros nueve republicanos votaron den la Cámara de Representantes para votar por el impeachment. Hoy solo sobreviven dos. Cuatro de plano mejor se retiraron y otros cuatro perdieron en primarias ante oponentes respaldados por el expresidente. Pero ninguno de los diez herejes fue más contundente en sus denuncias contra Trump que Cheney. Su apostasía fue demasiado para los republicanos de Wyoming. Fue una derrota anunciada, por eso Cheney mantuvo un perfil bajo en el estado durante toda la campaña. Además, había sólidas preocupaciones de seguridad. Wyoming es el estado más republicano de la Unión Americana. También es el menos poblado y el más “blanco”. Ubicado donde las Grandes Llanuras se encuentran con las Montañas Rocosas, es una región eminentemente minera y agrícola. En este paraíso de six-pack-Joe Trump ganó el 70 por ciento de los votos aquí contra Biden en 2020. También es un estado con mucha actividad de las milicias de extrema derecha.
El Partido Republicano de Wyoming es liderado desde 2019 por Frank Eathorne un sujeto miembro del grupo extremista de derecha Guardianes del Juramento (Oath Keepers), milicia antigubernamental racista y ultranacionalista impregnada de delirios conspiranoicos. Fue uno de los grupos más activos en el asalto al Capitolio del 6 de enero. Fundado en 2009 como reacción ante la elección de Barack Obama, su creador, Stewart Rhodes, es un antiguo militar fanático de las armas de fuego, pasión la cual no se vio mermada ni siquiera cuando este fino caballero perdió un ojo por haber manipulado torpemente una pistola. Los Oath Keepers se dicen “acérrimos defensores de la Constitución”, pero esa devoción en realidad se reduce a venerar la famosa Segunda Enmienda, donde se establece el sagrado derecho a poseer armas de fuego. También son adeptos fervientes de la tesis del complot del “Nuevo Orden Mundial”, según la cual la mayor parte de los países del mundo ya estarían bajo el yugo de un gobierno globalizado de corte “socialista” y Estados Unidos sería uno de los últimos bastiones de la “libertad”.
La caída de Cheney representa el descenso del Partido Republicano al sectarismo. Los republicanos con aspiraciones políticas deben inclinarse ante el nuevo becerro de oro” si quieren tener éxito. No hay lugar para el conservadurismo de principios y la lealtad a las tradiciones políticas estadounidenses básicas y universales. Liz Cheney se convirtió en un ser extravagante, casi quimérico, una especie de unicornio en el Partido Republicano, secta promotora de realidades alternativas, ahora dedicada a hacer purga de herejes y a promover un nacionalismo cada vez más violento. Y por si Trump fuera poco, los republicanos tienen a otro adalid. Hace unos días aclamaron al populista húngaro Viktor Orban, quien hace unos días dio un discurso apocalíptico ante la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) celebrada en Dallas: “Si separas la civilización occidental de su herencia judeocristiana suceden las peores cosas de la historia… Seamos honestos, las cosas más malas de la historia moderna fueron llevadas a cabo por personas anticristianas. No tengan miedo de llamar a sus enemigos por su nombre… La política no es suficiente. Esta es una guerra cultural”.