Más allá de la simpatía o aversión que pueda causarnos el asilo de Evo Morales en México, su caída debería ayudarnos a entender cómo gobiernos de corte populista buscan debilitar las instituciones para hacerlas a modo y así perpetuarse en el poder. Lamentablemente vamos muy rezagados al respecto.
Vayamos por lo básico: gobiernos de ese corte procuran eliminar instituciones que les incomodan y centralizar poder. Eso implica ganar la mayoría de ambas cámaras, minar la autonomía del poder judicial, capturar los órganos autónomos y acallar a la prensa libre. Basta leer obras como el libro Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt para saber que tanto en Bolivia como en México se han seguido tácticas de manual en ese sentido.
El más reciente ejemplo es la iniciativa de reforma que impulsa el diputado Sergio Gutiérrez Luna, de Morena, para hacer que la presidencia del Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE) se renueve cada tres años. Si bien aparentemente sería inocua, hay que recordar que el consejero presidente maneja recursos propios como asesorías y un cambio en un periodo de tiempo tan corto sólo generaría competencia por los mismos. Además, una duración menor generaría inestabilidad en los puestos que dependen del consejero presidente, en detrimento de la profesionalización. Si a eso le sumamos la posibilidad de que Morena pueda poner a una mayoría de consejeros afines, hablamos de la captura del INE.
Sin lugar a duda es necesario preservar mecanismos que brinden certeza en el proceso e incertidumbre en los resultados, donde cada fuerza política tenga la oportunidad de ganar según su competitividad. Esa fue la gran lucha a lo largo de 40 años de reformas, por más que se hayan desvirtuado alrededor de 2007, llevando a la consolidación de un oligopolio no competitivo: lo que llamamos partidocracia.
Además de la anterior, es más popular debilitar al INE a través de un discurso emotivo y engañosamente justiciero disfrazado de “austeridad”, que conservar la autonomía de esta institución. Como se ha dicho repetidas veces en este espacio, es irrelevante tener razón si no se sabe comunicar. Y para ello es indispensable hacer una autocrítica: por más benéficas que hayan sido las reformas político-electorales para la democracia mexicana, arrojaron efectos negativos, y muchos de ellos gracias al afán de los partidos para no perder privilegios.
Si se desea una reforma electoral que no termine siendo a modo del gobierno, quienes aboguemos por una democracia necesitamos no sólo reconocer los excesos, sino apostar por desarmar un marco normativo sobrerregulado hasta el absurdo, donde se buscó fortalecer a los partidos a costa del empoderamiento ciudadano. Algunos puntos a considerar en esta agenda:
Primero, deshacernos de una vez por todas de la fábula de la “ciudadanización”. No sólo es algo irreal: nos expone a los intereses de quien sea creíble como “ciudadano”, y en estos casos quien tiene la mano es el presidente. Como afirmaron Guillermo Rosas, Eric Magar y Federico Estévez en el ensayo IFE: la casa de la partidocracia publicada en 2009 en Nexos, los partidos no van a elegir gente “independiente”, sea lo que signifique. En cambio, promoverán personas que respondan a sus intereses, como ha sido desde 1996. El reto: mantener la colegialidad. Es necesario superar un conjunto de telarañas mentales que se han tejido en torno a una palabra bonita, aunque inútil.
Segundo, el siguiente reto de la reforma electoral debe ser la competitividad. Es indispensable romper con el oligopolio partidista haciendo reglas de fácil acceso para nuevas fuerzas política o candidatos independientes, y reglas que hagan difícil la permanencia, al contrario de lo que hoy tenemos.
Hay que revisar el sistema mixto en el Congreso. Buena parte de la mala imagen de los “pluris” se puede resolver mediante doble boleta: que el ciudadano elija a su candidato de distrito y la lista de partidos que más le sea afín; obligando a los institutos a presentar candidatos más competitivos. También ayudaría elevar el umbral de representación a 5%, de manera que sobrevivan las opciones más competitivas; aunque se puede exigir el 3% para mantener registro y el 4% para acceder a recursos públicos.
Finalmente, hay que revisar el modelo de comunicación política: no necesitamos los millones de spot en tiempos oficiales. Tampoco ayuda un modelo prohibitivo: el ciudadano debe ser el único que evalúe la calidad de los contenidos, sean o no “negativos” o “negros”: urgen políticos que sepan de esgrima discursivo, no víctimas.
Si fallamos en esta ronda, no nos extrañe que en algunos años se pregunten en otros países si hubo o no golpe de Estado en México, tras la regresión en las normas electorales; como sucedió en Bolivia.
Este artículo fue publicado en Indicador Político el 12 de noviembre de 2019, agradecemos a Fernando Dworak su autorización para publicarlo en nuestra página.