lunes 08 julio 2024

Si los franceses no se quejan, es un mal presagio

por Pedro Arturo Aguirre

Muy pronto se celebrarán las elecciones presidenciales en Francia y es casi seguro que Emmanuel Macron conseguirá ser reelecto. Será el primer presidente que lo haga desde que lo hizo Jacques Chirac en 2002 gracias al “cordón sanitario” que le impusieron todos los partidos al ultraderechista Jean Marie Le Pen, quien de manera sorpresiva logró llegar a la segunda vuelta electoral ese año. Ese acontecimiento fue el primer gran indicio del malestar social que desde hace mucho tiempo impera en Francia. Dos presidencias fracasadas sucedieron a la de Chirac: las de Sarkozy y Hollande,  que terminaron estropeando al tradicional bipartidismo de la V República francesa. En abril de 2016 Macron lanzó el movimiento En Marche! (¡En marcha!) con la intención de superar las diferencias tradicionales entre la izquierda y la derecha pero sin  recurrir a las estridencias del populismo. En efecto, las elecciones francesas de 2017 fueron excepcionales porque, al contrario de lo que ha sucedido en otras latitudes, el voto de protesta acabó por beneficiar de forma insólita a un candidato del centro. Hasta ese momento la insurrección era terreno exclusivo de los extremos, representada en Francia por Marine Le Pen y su demagogia antieuropeísta, estatista, xenófoba y pretendido anti elitismo, y por el populismo de izquierda de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon. 

Macron se presentó como liberal en lo social, partidario de la desregulación económica, defensor a ultranza del europeísmo y de una tercera vía que pretendía superar la división izquierda-derecha. Una postura que otros políticos ya habían adoptado antes que él, desde luego, en realidad nada nuevo bajo el sol, nada que no se hubiesen propuesto, en su momento, Sarkozy y Holland. Pero en Francia los obstáculos al cambio son inmensos y la mayoría son extraparlamentarios: sindicatos poderosos, un sector público colosal, agricultores activos y confrontacionistas, una densa tradición estatista. Todos saben que Francia padece desde hace años de pesadas cargas fiscales y mercados de trabajo excesivamente regulados. Los gobiernos anteriores trataron de implantar reformas de estímulo al crecimiento y creación de empleos, pero no resistieron la prueba de la protesta popular. La diferencia es que con Macron Francia avanzó sustancialmente en el camino de la reforma. En el plano económico ha liberalizado el mercado laboral y reducido los impuestos sobre el capital, al tiempo que ha aumentado el salario mínimo y las pensiones, incluso más que su predecesor socialdemócrata Hollande. No, no es neoliberal, como le definen sus adversarios de la izquierda. Tampoco es tan progresista como algunos quisieran. Para Macron, aunque liberalice la economía en ciertos sectores, el Estado sigue en el centro de todo. A nivel europeo es partidario de una política estatista clásica que proteja a los ciudadanos. También aboga por inversiones masivas para impulsar la economía. Desmanteló la ENA [École Nationale d’Administration], la escuela de las élites francesas, para fundar una nueva institución en la que se forman los nuevos dirigentes de la administración, la cual prevé cuotas para los estudiantes procedentes de entornos desfavorecidos, un acto casi subversivo en Francia. Pero en el tema de la inmigración muestra su  lado más conservador. Nombró ministro del Interior a Gérald Darmanin, quien simpatizó en su momento con algunos movimientos de extrema derecha e impulsó desde su ministerio leyes severas con los inmigrantes como la de Seguridad Global y contra el “separatismo religioso”. 

Tantos vaivenes desconciertan a muchos franceses. Alguno de los  biógrafos de Macron lo ha descrito como “inaprensible”: un estadista contradictorio y a menudo esquivo. Quien arribó al Eliseo como el presidente más joven de la V República ha logrado impulsar importantes reformas,  pero tiene al país dividido. Es un mandatario impopular, pero eso es normal en todos los presidentes franceses, pero quienes lo aborrecen lo hacen en serio. Aún así, hoy casi el 50 por ciento de los ciudadanos aprueba su política. Al terminar sus respectivos mandatos Nicolas Sarkozy rondaba el 35 por ciento de aceptación y el pobre Hollande el 21 por ciento. Asistimos a una polarización muy fuerte de la política francesa, con el hundimiento de la izquierda y la derecha tradicionales y la aun vigorosa presencia de la extrema derecha. “El secreto de los franceses es que protestan, pero obedecen. Si los franceses no se quejan y se callan es un mal presagio”, escribió el filósofo Émile-Auguste Chartier. Quienes rechazan a Macron lo odian con virulencia y lo demuestran en las manifestaciones, pero la aversión es menos generalizada, priva solo determinados sectores. 

Macron es un bicho curioso. Es un centrista cuya figura polariza, un elitista con sentimiento de culpa, un tecnócrata con ciertas pulsiones populistas, un demócrata que  no renuncia a ciertas pretensiones de caudillo. Uno de los grandes errores de su quinquenio es que quiso financiar la recuperación económica subiendo los impuestos a los combustibles, lo que habría afectado principalmente a las clases medias bajas. Frente a las protestas, se mantuvo inflexible durante demasiado tiempo, pero termino lanzando un gran debate nacional. Ese fue un momento mágico de su presidencia porque comprendió que las protestas iban mucho más allá de la cuestión económica, que los franceses necesitaban sentirse escuchados y comprendidos. Y el tenía que borrar un tanto la imagen jupiteriana que tanto le gusta cultivar como presidente para bajar a la arena y debatir durante horas con sus gobernados, un gesto histriónico el cual respondió a las expectativas de los franceses y borró, un poco, la figura de un presidente altanero y poco preocupado por los sectores más precarios de la población.

El estilo jupiteriano de Macron lo ha hacho antipático, pero también ha rendido algunos frutos. Le ha permitido rehabilitar la tradicional presidencia de autoridad diseñada por De Gaulle para su V República  en la cual el jefe de Estado se encarga de asuntos claves y deja al primer ministro la tarea de encargarse del día a día y, gracias a una mayoría parlamentaria leal, convierte el Parlamento en una mera cámara de confirmación de proyectos de ley del Gobierno. Cierto, nunca ha sido popular, pero de cara a su reelección no aparición ningún mejor candidato o candidata ni en las aun demasiado desprestigiadas centro derechas y centro izquierdas. Además, la suerte le sonrió (no es la primera vez ). La guerra en Ucrania le permite de manera muy oportuna realzar su imagen de estadista internacional mientras sus adversarios extremistas, a izquierda y derecha, siempre han sido admiradores confesos y orgullosos de Vladimir Putin .

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