domingo 07 julio 2024

Macroncito

por Pedro Arturo Aguirre

En todo el mundo la democracia está en crisis y parte de la culpa -para decirlo francamente- es de muchos políticos que se dicen demócratas, pero quienes suelen comportarse de forma arbitraria cuando están en el gobierno. Esto es particularmente cierto en ciertos casos de gobernantes con una sólida formación tecnocrática y el perfecto ejemplo es Emmanuel Macron. El año pasado las calles francesas se incendiaron con las protestas contra de la reforma a la ley de pensiones, la cual el gobierno ni explicó bien ni se tomó la molestia en tratar de alcanzar un consenso mínimo con los sectores afectados a pesar de que hasta un 70 por ciento de los franceses estaban en contra. El presidente impuso la ley apelando a regla constitucional “49.3” la cual le permite sacar adelante legislaciones sin una clara mayoría parlamentaria. Esta cláusula altera los procedimientos legislativos normales y se supone es un recurso de emergencia, no una práctica rutinaria. Cuando Macron fue electo en 2017 prometió gobernar de una manera menos piramidal, hasta habló de “un renacimiento democrático del país mediante una reforma institucional”. Pero tal compromiso quedó en agua de borrajas. 

Arrogancia, displicencia y una necesidad incesante de estar siempre en el centro de todo caracterizan el estilo de Macron. Es el prototipo de lo que Maurice Duverger llamó “monarca republicano”, más un ¨déspota ilustrado¨ que un jefe de Estado de la democrática V República. Ello ha hecho de Macron un mandatario impopular, lo cual se agravó tras su reelección y el nombramiento de Elisabeth Borne como primera ministra, bajo cuyo mandato se utilizó hasta 23 veces el ya citado artículo 49.3. El colmo llegó en diciembre con la aprobación de una nueva ley de inmigración pactada con los diputados de la extrema derecha, la cual reduce drásticamente beneficios sociales a los trabajadores extranjeros. Decenas de diputados del partido de Macron votaron en contra. La prensa progresista describió esta concesión a los sectores duros como una “victoria ideológica” para la señora Le Pen. El macronismo había alcanzado sus límites.

Al presidente le urge ahora darle un renovado impulso a su erosionado gobierno. A tres años de las elecciones presidenciales, con los comicios para elegir al Parlamento Europeo en puerta, profundamente impopular y sin posibilidad de optar a la reelección, Macron decidido despedir a Borne y nombrar al joven Gabriel Attal (34 años) como nuevo primer ministro. Será la cuarta persona en ocupar el cargo desde 2017. Pero tal vez es demasiado poco, demasiado tarde. Ciertamente Attal, ex ministro de Educación, es popular y mediático, pero carece de una base política propia. Es un tecnócrata inteligente, una hechura al cien por ciento del presidente y nadie está verdaderamente seguro de lo que realmente representa más allá de ser jun joven simpático y bien preparado supuestamente capaz de atraer el voto juvenil en las próximas elecciones.

Esta es una de las principales taras de la V República. Los presidentes conciben al primer ministro únicamente como un fusible listo para ser removido en cuanto hay problemas, y quienes diseñaron al sistema no pensaban en eso. El régimen semipresidencial ideado por el general De Gaulle funciona con la figura central del presidente como un jefe de Estado electo directamente por los franceses por sufragio universal, pero con un primer ministro responsable ante el parlamento que fungiría como el jefe de gobierno responsable de la marcha cotidiana de la administración y de mantener una relación fluida entre el Ejecutivo y el Legislativo. Pero lo cierto es que ningún presidente ha querido renunciar a tener amplios poderes para equilibrar el reparto de poder (ni siquiera François Mitterrand, quien había escrito un libro, titulado “El Golpe de Estado Permanente”, criticando el sistema). La reducción de la importancia del primer ministro ha sido uno de los principales factores del enseñoramiento en Francia de un “hiperpresidencialismo” frecuentemente criticado por políticos de todas las tendencias, desde la exministra francesa y expresidenta del Parlamento Europeo Simone Veil (en los años setenta) hasta Jean-Luc Mélenchon, actual líder de la formación de izquierda Francia Insumisa.

Macron tiene miedo de tener un primer ministro demasiado protagónico o carismático capaz de robarle cámara. De hecho, ya le pasó con Édouard Philippe, su primer jefe de gobierno, quien se desempeñó de forma impecable y hasta la fecha es uno de los políticos mejor valorados del país, actual alcalde de Le Havre y seguramente candidato presidencial en 2027. Al ser nombrado por Macron primer ministro en 2017 Philippe no era un “peso pesado” de la política ni era miembro del partido del presidente, pero ya en el cargo se reveló como un dirigente eficaz y carismático. Las encuestas siempre lo ubicaban muy por encima de su jefe en cuestión de popularidad. Salió del Palacio de Matignon (sede del primer ministro) sin padecer un gran desgaste. Muchos atribuyeron a los celos macronistas la principal razón de su sustitución por el gris e irrelevante Jean Castex.

La actitud de Macron frente a Philippe explica la designación del jovencito Attal, quien no solo le debe todo al presidente, sino también se le parece. Ambas personalidades tienen mucho en común. De hecho, esta designación es otra señal del ego presidencial. Con Attal el mandatario tendrá una especie de “Macroncito” en la jefatura de gobierno a quien incluso podría empezar a impulsar rumbo a la sucesión presidencial.  Prefirió Macron nombrar a su supuesto sosías por encima de políticos de mayor peso o veteranía como Bruno Le Maire (ministro de Economía y Finanzas), François Bayrou (dirigente de la formación centrista MoDem) o Gérald Darmanin (ministro del Interior). A ver si le alcanza a Macron para impulsar lo que ha denominado como “un proyecto de rearme y regeneración”. Porque Le Pen está al acecho. La extrema derecha es la favorita para ganar en las elecciones europeas, las cuales serán el primer examen para el nuevo primer ministro. Y según encuestas recientes tres de cada cuatro franceses consideran que la democracia de su país “padece de mala salud”, principalmente a causa de un presidente “autoritario” y a unos representantes “desconectados”.

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