lunes 08 julio 2024

María Victoria, la sirena de México

por Marco Levario Turcott

Los recuerdos, casi siempre, son una emboscada del pasado. A veces asaltan con una claridad intimidante y otras llegan nebulosos, tanto, que andamos a tientas para develarlos aunque al final éstos sean quienes nos revelan. Por eso, y para eludir sobresaltos, trato de programar su visita. Les envío una de esas tarjetas que llamamos “Memoria” y cuando llegan los construyo. Esto tiene la ventaja adicional de que, junto a los recuerdos bien enfilados, puedo crear otros inventando un tiempo en el que no existí. Digamos los años 50 mexicanos vestidos con un traje rebordado de lentejuelas negras que, ceñido a una mujer, nos hace esta invitación:

Imagínate la noche, el silencio, la montaña
Y un arroyito que brota, que camina, que te canta
Imagínate que crezca y se vuelva un río de flamas
Y humedezca tus sembrados
Y fecunde tus entrañas

Me importa escribir que el poema lo compuso Agustín Lara, inspirado en los refugios más sórdidos de la ciudad de México. También me importa escribir que el vestido aquel de lentejuelas arropa a María Victoria porque estoy evocando el tiempo en el que hubo un símbolo sexual que, con su sola figura y su canto, entusiasmó e indignó a un país divido entre las tradiciones y la modernidad que, en ese entonces, implicó el hecho de que una mujer confesara “Tengo ganas de un beso” que así es como se llama la canción que Lara compuso para que ella la cantara:

Tengo ganas de un beso
Te lo vengo a pedir
Aunque después del beso
Me tenga que morir

Los recuerdos, me digo ahora, llegan a ser actores frívolos que, en alguno de sus momentos venturosos, trascienden la nostalgia para volverse certidumbres. Cuando eso ocurre, el juego transcurre en serio, en este caso, tanto como para sostener que uno de los iconos con los que podemos reconstruir la liberación femenina de los años 50 es la cabaretera. No importa la carga admonitoria del cine de aquellos años que la implicó en la codicia o la concupiscencia y por ello le deparó el destino irremediable del sufrmiento y el castigo. O pensándolo mejor, importa la carga flamígera para señalar a quien rompía el molde de la moral que, en vez de inhibir con castigos divinos o futuros teribles, incentivó otros comportamientos:

Perdida… me llaman perdida
porque no comprenden lo que sufro yo.
Perdida… no miran la herida
que hicieron sus besos en mi corazón.

Agustin Lara también escribió ese bolero que, en su adaptación cinematográfica, amplificó la imagen de Ninón Sevilla a ritmo de rumba. Junto a ella surgieron otros iconos que anunciaban otros tiempos, Yolanda Montez “Tongolele”, por ejemplo, la danzante más enigmática de las que arrojó la selva. Entre todas ellas, exóticas y rumberas, hubo una figura diferente que ya mencioné, se rodeó de menos oropel y estravagancias. La intérprete de “Tengo ganas de un beso” no bailó ni la cubría un halo de misterio, fue natural y ahí detonó su irreverencia porque esa naturalidad devino en un estilo.

Cuidadito

El destino es una caja de pandora; en sus preferencias caprichosas llega a sonreirle incluso a quienes no se habían deparado mayores pretensiones. Bien lo sabe María Victoria Gutiérrez Cervantes quien, a sus 15 años de edad y sin estudiar nada más que el primero de Primaria, quería ser modista o mesera. No obstante, iniciando los años 50, ya estaba actuando como comodín en la carpa Margo pues le venía de familia la sangre histriónica; sus hermanos fueron actores de teatro y por ello no se sintió incómoda en encarnar al primer modelo de india que luego haría famoso María Elena Velasco.

Aquí tomo prestados sus recuerdos para añadir que María tiene la seguridad de que el público fue quien la formó, según le dijo a Cristina Pacheco en una entrevista publicada en septiembre de 2001.

El punto nodal es que, una tarde extraviada en las calendas, María dejó los sketches, tomó el micrófono y ondeó suave como una bandera azul marino, también en el Margo y luego en el Teatro Blanquita de la misma propietaria Margarita Su. Estaba naciendo un símbolo sexual que no mostraba las piernas como Ninón ni zarandeaba la pelvis como Tongolele sino que, en todo caso, sugirió que la sacudieran a ella entallada en los grandes escotes de la espalda o los vestidos de olanes. El grito festivo de Ninón fue en María canto manso y quejido intermitente. La agitada cadera de Tongolele fue en María oleaje apacible y fresco.

La liga de la decencia no pudo con eso y exigió que se prohibieran las canciones de María Victoria con la misma vehemencia con la que, apenas en 1942, había reclamado a las autoridades por haber puesto la estatua de la Diana Cazadora en la avenida Reforma y por eso hasta calzones le puso. Pero lo que en realidad logró fue expandir la figura de aquella hermosa tapatía y que medio México entonara junto a ella:

Cuidadito, cuidadito
Cuidadito
Me vas a matar de un susto y no es justo
Porque yo sufro del corazón
Cuidadito, cuidadito
Cuidadito
No vuelvas a repetirme ni a decirme
Que yo he matado nuestra pasión

“¡Qué buenota estás María!”, fue uno cortejo asiduo en la galería. “¡Mejor danos la espalda”, fue otro con el que los pelados expresaban un sentimiento expandido en todos los estratos de la sociedad. Pero mientras la comediante Carmen Salinas se batía a duelo en albures con la concurrencia, María Victoria sonreía al público, halagada y complaciente, y proseguía su presentación. Una vez, cuando aún quería ser costurera, María se presentó en el Teatro Follies Bergere y el público se puso de pie para cantar con ella y seguir la figura que moldeaba al vestido para subrayar la desnudez sobre la tela, como una Gracia pintada por Rubens. Una gracia morena de cabellos ondulantes y negros. La apoteosis de este símbolo sexual sucedió cuando con aquellos acordes templados y aquella ansiedad dosificada en gemidos cantó:

Pero es que estoy
Tan enamorada
Como nunca lo había estado…

Transcurrieron treinta años de presentaciones en el teatro y de una sostenida presencia en la radio como no había ocurrido con nadie. Hay otros recuerdos a los que no acudo porque tendría que precisar sobre la trayectoria de María Victoria en el cine y la televisión. En todo caso divido tales recuerdos porque, al irse los años 50, se fueron también las divas de la rumba, el exotismo y los boleros. Cerraron la cortina de un país, a final de cuentas, hizo suyas a Ninón Sevilla y otra constelación de rumberas como Rosita Quintana y Meche Barba. Asimiló a Tongolele y las audaces exóticas. Y a María Victoria la hizo parte de su familia alentada por el cine y la televisión. Ella, por su parte, casada y con dos hijos, aprovechó su versatilidad y actuó otros papeles. Incluso fue una criada, como entonces se les decía a las sirvientas, pero bien criada que convivió alternó con su alter ego, la elegante artista que, todavía, fue la musa de Juan Gabriel, uno de los mejores compositores de México.

En el momento en que escribo esto, María Victoria tiene 96 años de edad. Como el tiempo arrasa hasta con los recuerdos nadie puede saber más que ella cuántos le quedan y si los ha podido seleccionar. Ignoró cuántas tarjetas de memoria tiene, si las tiene, para evitar una emboscada del pasado, si es que la quiere evitar. Es probable, eso sí, que en algún momento le llegue como un chispazo de luz en el cerebro, una tarde extraviada en las calendas de los 50, cuando el público la nombró como “La Sirena de México”.

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