Campañas presidenciales o no, conviene discutir cómo funcionan las artes en México y, sobre todo, como podrían hacerlo a futuro. Los burócratas culturales, como el resto de los encargados del gobierno, deberían estar acotados por el realismo y la responsabilidad. Por otro lado, la aportación intelectual puede salir del pragmatismo siempre que esté basada en el pensamiento y la imaginación —sin traicionar lo factible ni lo prudente— pues su carácter es, precisamente, el de la crítica y avance de lo real, escapar del estancamiento de las ideas y las prácticas.
En semanas recientes se publicaron aportes de escritores que han enriquecido la actividad de las artes como miembros prominentes de dos de los principales grupos culturales del país: Rafael Pérez Gay de la revista Nexos y Fernando García Ramírez de Letras Libres. Como cualquier exposición pública, las suyas tienen fortalezas y debilidades. Pueden discutirse sus planteamientos desde la civilidad e incluso la fraternidad: hay que cultivar la especificidad del mundo de las ideas, tan distinto al ambiente de descalificación que el político mexicano dominante de estos años ha propiciado. Ante el consenso que mostraré, una alternativa es aproximarse a la viabilidad de las artes desde el libertarismo.
Comienzo refiriéndome al perfil de los autores por la difundida tendencia —entre el común de la colectividad cultural— a denostar a Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze y los cercanos a ambos. Por ejemplo, caracterizarlos como “conservadores” es un sinsentido, pero es afirmación tanto de jóvenes como de académicos. Se puede problematizar que García Ramírez y Pérez Gay se expresen desde una posición relativa de poder. Sin embargo, algo que mostraré aquí es que en aspectos fundamentales —independientemente de pretensiones de etiquetar a un grupo como socialdemócrata y al otro como liberal mexicano— las propuestas recientes de ambos coinciden con los paradigmas de la mayoría de los miembros de la comunidad artística. En la práctica entre la sociedad cultural —sean las personas parte de grupos destacados o no— priva una homogeneidad ideológica que no favorece la formulación de ideas para que los mundos de las artes funcionen en beneficio de sus públicos y sus creadores. El problema no es de edad, poder o recuperación de privilegios: atañe al conjunto de los involucrados en las artes.
Desde múltiples fuentes se habla de hegemonía neoliberal en décadas recientes. Ésta incidiría en las prácticas artísticas y hay voces —que gozan de diversos tipos de autoridad— que aseguran que México habría estado bajo dominio neoliberal. Sin embargo, en diversos planos y con claridad en el campo cultural esto sólo aplica al país distorsionando los hechos. En este país no se verifica —en cuanto a las artes— el combate neoliberal a la intervención gubernamental. El supuesto periodo neoliberal de México vio, en las artes, el surgimiento tanto del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes como su ascenso a Secretaría de Cultura; creación y consolidación de burocracia. García Ramírez detecta y expresa que en el gobierno de Carlos Salinas había una “gran contradicción” entre su parcial y pragmática liberalización y la creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. No ha habido una lógica de retiro gubernamental ni de privatización. El consenso verificable es dar por hecho que los gobiernos deben tener políticas culturales, como ofrecen ambas candidatas presidenciales en la actual campaña de 2024. Se trata de un consenso socialdemócrata según el cual los gobiernos tienen la obligación de inmiscuirse en las artes por ser un bien social, lo que incluso está consagrado legalmente como derechos culturales.
El 22 de marzo el escritor Rafael Pérez Gay publicó el artículo “Contra la destrucción cultural” en su columna semanal del periódico Milenio (un par de días antes, el martes 19, lo leyó frente a la candidata de oposición en un foro con carácter de diálogo). Pérez Gay consignó que durante el gobierno del presidente Andrés López ha habido “demolición de lo que en materia de política cultural se había levantado”, además de la “desgracia” del “desprecio por el conocimiento”. También caracterizó a los actuales burócratas culturales como “dogmáticos, sectarios, estalinistas […] improvisados en materia de política cultural”. Ante el problema identificado, Pérez Gay aseguró que la “salida se llama excepción cultural”. Describió una Francia de los años ochenta con una industria editorial “quebrada” y la cinematográfica “moribunda”, ante lo cual el presidente Mitterrand y el ministro de cultura Jack Lang habrían desarrollado y puesto en práctica la “excepción cultural” consistente, según Pérez Gay, en “facilidades fiscales, impulso al consumo, aumento considerable del presupuesto”. El resultado habría sido que “en poco tiempo” ambas industrias se habrían recuperado. Como base del planteamiento de Pérez Gay está la concepción de que “la cultura no es una mercancía, aunque lo sea, sino [que es] ese lugar dentro del cual crecen la libertad y la imaginación”. Así, en su perspectiva, las artes serían cruciales ante la autocracia de la facción de López.

El origen y sustancia de la excepción cultural francesa es reveladora. La política pública que se conoce con ese nombre surge principalmente para la industria del cine, que es su campo por excelencia. Su confección en la Francia de los ochenta estuvo marcada por la reacción a procesos de apertura del comercio internacional facilitados por el GATT y posteriormente la OMC (General Agreement on Tariffs and Trade/Acuerdo General sobre las Tarifas Aduaneras y de Comercio, Organización Mundial de Comercio). Posteriormente, hacia 2013, la excepción cultural también fue esgrimida como defensa del cine francés ante el acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos. En ambos momentos la burocracia francesa luchó por un trato de privilegio a la industria audiovisual de su país al considerar que no podría competir con la estadounidense. De manera semejante, Canadá había conseguido una excepción cultural —esta sí más allá del cine— para su sector cultural en el tratado de libre comercio de América del Norte. Esto es parte del problema con tal política de excepción: requiere de una justificación que otorgue calidad especial a lo que se dice proteger. Así, la excepción cultural es un proteccionismo: excluye no sólo la competencia sino en cierta medida la presencia de lo otro —que se estigmatiza como ajeno— a favor de lo que se califica como propio, tanto en sentido de pertenencia como de corrección.
En el México del siglo XX conocimos a plenitud el proteccionismo económico y padecimos sus perjuicios en multitud de productos de ínfima calidad que eran los únicos disponibles. En este punto, se vuelve claro por qué la idea de la excepción requiere de un concepto de las artes que simula darles su lugar al magnificar sus consecuencias sociales pero que, en realidad, las fetichiza, volviendo inasible lo concreto. Para dar respaldo a la postura de que los artistas y sus creaciones merecen un trato especial hay una retórica que va desde simplezas como que las obras serían fuente de identidad —como si ésta no fuese consecuencia inevitable de la existencia de toda comunidad— hasta argumentos sobre la preservación de diversidad cultural frente a la hipótesis de una arrasadora uniformidad global. Esta retórica, por supuesto, también aprovecha la ilusión de que se trataría de una lucha del débil contra el fuerte y que sería “darwinista” no preservar lo local.
La cultura viva no requiere de protección, se basta a sí misma para su continuidad. Es claro que el sentido que Pérez Gay da a la excepción cultural es de acción gubernamental en las artes —y que lo guía la preocupación por el sector, consciente de los diferentes factores involucrados— pues alude al presupuesto, asuntos fiscales y a incentivar el consumo cultural. El debate sobre si las obras de arte son mercancías está abierto, pero es evidente que incluso quienes favorecen la posición que lo niega —como Pérez Gay— encuentran dificultad para defender su afirmación. Como ni en México ni en países ricos hay presupuesto ilimitado, también es difícil encontrar justificación moral para darle preeminencia a las artes por sobre —para sólo mencionar tres sectores— la agricultura, la salud y hasta la educación. En la práctica, cuando los gobiernos dan prioridad a las artes no es por amor, por reconocerlas como un bien en sí mismas, sino por motivaciones políticas.
La otra aportación pone en la mesa el debate sobre una salida al probado fracaso de la intervención gubernamental mexicana en las artes (algunos criterios para evaluar el fracaso: la posibilidad de dedicarse exclusivamente a las artes y el bajísimo acercamiento a ellas de quienes tienen capacidad económica para hacerlo). Fernando García Ramírez publicó el ensayo “La quiebra del estado cultural” en el número de abril de la revista Letras Libres, precisamente dedicada al “gobierno contra la cultura”. Él también registra fallas de la actual burocracia cultural, refiriéndose entre otros puntos a que “su proyecto de cultura popular es esencialmente demagógico”, pero el centro de su contribución es distinto al de Pérez Gay. García Ramírez describe cómo el financiamiento de las artes en México —que él llama “el modelo del estado cultural”— ha provenido en el último siglo de los gobiernos; aunque “ha estado en crisis desde hace varios sexenios”. Crucialmente aclara que “no siempre fue así, no es así en otras partes del mundo. No tiene por qué seguir siendo así en el futuro”. El texto de García Ramírez —al plantear que “es el momento de repensar el modelo cultural”— tiene, entonces, la virtud de abrir el debate a pensar e imaginar nuevas formas de financiamiento para las artes.

Otro acierto de García Ramírez es notar, aunque no se detenga en ello, el consenso al que he hecho referencia: tanto los creadores, los burócratas culturales (también los que ocupan gubernaturas y la presidencia) así como los empresarios coinciden en que el dinero para las artes debe provenir de los gobiernos, es decir de los impuestos a los ciudadanos. Como dice García Ramírez, el consenso acarrea deformaciones de conducta en cada uno de los actores sociales (pedir, utilizar, desentenderse). Hay que enfatizar que esos fondos no son producidos por los gobiernos, sino extraídos a los ciudadanos —muchos de los cuales carecen del menor interés por las artes— con el agravante de que invariablemente, dada la existencia de una burocracia, buena parte de los recursos se perderán en pagar ese aparato burocrático. Sólo desde un prepotente paternalismo puede imponerse al conjunto de los individuos de una sociedad el financiar prácticas simbólicas, dando por hecho que son esenciales y que benefician al conjunto de la comunidad.
Un problema ineludible de la intervención gubernamental en las artes es identificado por García Ramírez al notarla asociada a un listado de fenómenos que incluye la “ideología oficial”, el “adoctrinar”, el “monopolio”, la “cultura oficial”. En su revisión del siglo XX detecta el año de 1968 como punto de inflexión en que inició una marcha paralela entre las artes apoyadas por los gobiernos y “la cultura no estatal”. Desde ésta última habrían surgido propuestas como la de Gabriel Zaid a favor de “un fondo para las artes”, desde la revista Plural buscando que el gobierno “se inmiscuya lo menos posible”. En esto parece haber una diferencia de posturas, pero ésta no es definitiva. Si Pérez Gay no duda en favorecer la intervención de la burocracia a través de la excepción cultural, García Ramírez invita a la reflexión postulando que, si en el pasado el modelo seguido en México “se inspiró en el estado cultural francés”, ahora otro modelo a observar podría ser el de Estados Unidos que tiene alta participación de “los ricos”.
Sobre el posible origen de los fondos para las artes no hace falta especular, porque hay ejemplos reales. García Ramírez menciona a los grandes empresarios, pero en sociedades desarrolladas no son sólo los ricos quienes financian las artes; aunque obviamente es más factible que uno o una alianza de ellos construya un gran museo. La búsqueda de financiamiento puede ampliarse más allá de convencer a los empresarios del prestigio y otros beneficios que puede acarrear el apoyar las artes —tanto para ellos como para los demás— incluyendo hacerlo por genuino amor a las artes; con el mérito añadido de ser decisión autónoma, no imposición gubernamental. Si creemos que las artes son un bien, entonces podemos plantear otros modelos: las pequeñas contribuciones de cualquier clasemediero por medio de, por ejemplo, membresías anuales a instituciones de su preferencia. Esto es algo de lo que opera en el financiamiento de sedes culturales británicas que no dependen predominantemente de dinero de los impuestos.
Un punto del consenso entre García Ramírez y Pérez Gay —y he de insistir: de la absoluta mayoría de la comunidad artística— se resume en una frase del primero: “el gasto en cultura es inversión en fomento de la democracia” (semejante a algo ya mencionado de Pérez Gay). Asimismo, aunque García Ramírez llama a promover el involucramiento de los empresarios en las artes, añade: “del modelo francés de la excepción cultural también se pueden extraer grandes lecciones y estrategias”; pues de hecho concluye: “debemos dar paso a un nuevo modelo cultural que adopte elementos tanto del modelo cultural estadounidense como del modelo francés”. Es decir, no renuncia a la intervención gubernamental en la cultura, probablemente por realismo. Pero la continuidad de la burocracia cultural implica prácticas que no son dignas ni eficientes, pues nunca podrá serlo un sistema que hace depender el sustento de los artistas de becas gubernamentales o que lleva a las puestas en escena a centrarse en la obtención de subsidios. Pasarse la vida aprendiendo a lidiar con y efectuando trámites burocráticos para obtener las subvenciones no es siquiera razonable. Si en García Ramírez hay prudencia, en la sociedad cultural promedio hay un problema relacionado con querer —desde la falta de información y reflexión— lo mejor de todos los mundos simultáneamente: el sistema político mexicano del siglo XX condujo a la indefinición política, a que el gato reclame ser liebre sin escándalo; problema que sigue aquejándonos. No es coherente desear más recursos al mismo tiempo que exención de deberes fiscales. Conviene superar la cultura de indefinición y acomodo ideológico para dar pie a ideas claramente diferenciadas, no detenidas en el medio camino.

El dilema no es sencillo. Por ejemplo, la moderación de García Ramírez no suena fuera de lugar: “el estado debe apoyar donde la iniciativa privada no quiere o no puede”. Pero su planteamiento es una de las vías que abren el paso a la acción de los gobiernos por sobre las personas que, de cualquier forma, llevarán a cabo las actividades que deseen y necesiten. García Ramírez considera virtuoso que en el siglo XX los gobiernos se hayan ocupado de tareas como la “promoción” de los artistas. En su conclusión también asegura “que el estado debe ser promotor de la cultura y no gestor cultural (el mayor apoyo que puede brindar a los creadores debe darse en la promoción de sus obras)”. Es en este punto donde —desde las ideas de la libertad— hay desacuerdo.
Sugerir que los gobiernos se encarguen de promover a los artistas implica que, ante los que siempre serán recursos limitados —comenzando por el tiempo y el espacio— se desarrollen criterios de selección sobre qué obras y qué artistas serán promovidos. Dado que los procesos curatoriales requieren ser sofisticados no hay neutralidad posible, ni la solución está en sistemas de cuotas de inclusión. Por eso es oportuno que se multipliquen las fuentes de financiamiento y reconocimiento: para escapar la distorsión que lleva a creadores jóvenes a suponer que obtener la beca gubernamental es su confirmación como artistas, cuando es sólo acceder a un subsidio temporal. La consecuencia de concentrar la legitimación de los artistas en los gobiernos es el surgimiento de una cultura oficial, lo que lleva de vuelta a la estatista e intrusiva excepción cultural: se trata de una práctica que restringe, que aún con discursos de pluralidad significa limitación. Es, además, ingrediente del nacionalismo y otras taras sociales. No sorprende que en el aparato gubernamental francés haya surgido la excepción cultural pues es connatural a su tradición usar las artes para su construcción nacional. Sin embargo, las artes son más que ladrillos de un edificio gubernamental para la endeble justificación de los burócratas.
El hecho es que la intervención de los gobiernos en las artes es, con seguridad, ineficiente. Esto aplica a cualquier partido gobernante pues el hecho mismo de la existencia de ministerios de cultura y políticas culturales conlleva de manera insuperable una lógica contraria a la libertad de los artistas. En México además de diversas necesidades sociales más urgentes está también el problema de la probada ineptitud generalizada de la clase burocrática (cuyos miembros prefieren identificarse como políticos). Un probable reclamo a la posición a favor de la no intervención gubernamental y la búsqueda de financiamientos privados es que así se incitaría el desentendimiento de los gobernantes de una de las obligaciones que se les atribuyen. Pero no hay conspiración: hay necesidad de que las actividades artísticas se realicen y evidencia reiterada del error que es depender de gobiernos mexicanos para las actividades artísticas y del absurdo que es esperar que el siguiente presidente sí esté interesado en las artes.
El sentido común dicta que sin infraestructura cultural —por ejemplo, las salas de conciertos o sin recursos “públicos” para la producción de una película— las artes en México serían inviables. Este es precisamente el problema del consenso socialdemócrata sobre la cultura: hacer pasar por indispensable la existencia y acción de la burocracia cultural, que de hecho existe para sí misma. La burocracia no es inevitable, antes bien, su existencia es obstáculo para las artes, como muestra la experiencia. Con García Ramírez tengo una coincidencia fundamental: “que la cultura es obra de creadores individuales, no del estado”. Reiteradamente he consignado en esta columna que las actividades alrededor de las artes dependen siempre de nosotros los creadores y los amantes de las artes nunca de las burocracias culturales; por más irremontable que parezca proceder sin los contraproducentes apoyos gubernamentales. Es innegable que con la participación privada surgen multitud de problemas, comenzando por cómo se haría y cuánto tiempo tomaría la transición, pero de eso se trata: imaginar y pensar mecanismos para que la multiplicación de las fuentes de financiamiento sea favorable a los artistas y sus seguidores. Como las artes, la libertad no ofrece una solución: es infinita generadora de cuestionamientos.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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